21 noviembre, 2024

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Los berlineses estaban muy familiarizados con las explosiones. Desde finales de agosto de 1940, en que 29 aparatos británicos atacaran los barrios de Kreuzberg y Kotbusser Tor, la capital delReich había sufrido centenares de bombardeos, tanto de día como de noche, que la habían convertido en un montón de ruinas. Sin embargo, los que se oían en su periferia aquel 19 de abril de 1945 sonaban de distinta forma.

Los más entendidos, aquellos que, ahora inválidos o heridos, habían estado en el frente de batalla, dieron pronto con la respuesta: el nuevo sonido se debía a los obuses de la artillería de campaña, y no a las bombas de la aviación. Eso significaba, en contra de lo que señalaban los medios oficiales, que Berlín se hallaba ya bajo el alcance de los cañones soviéticos. Una y otra vez, más que asombrados o estupefactos, sus habitantes se preguntaban: ¿cómo había sido ello posible?

Los soviéticos se aproximan

Desde el comienzo de su ofensiva general de invierno en enero de 1945, el avance del Ejército Rojo había sido espectacular. A pesar de la enérgica defensa y de los ocasionales contraataques germanos, las tropas soviéticas habían recorrido en poco más de tres semanas el amplio espacio que separaba el río Vístula del Oder, último gran curso fluvial en su camino a Berlín, a un ritmo que superaba los 30 km diarios. Es más, en su orilla occidental habían logrado establecer dos importantes cabezas de puente: una al sur de Fráncfort del Óder y otra al norte de Küstrin, población a solo 65 km de la capital.

Para Hitler, que había establecido su cuartel general en la ciudad (no tanto para defenderla, sino como centro neurálgico de comunicación con los distintos frentes), el objetivo principal de la ofensiva soviética se hallaba en Hungría. Allí se encontraban los últimos pozos petrolíferos con que contaba el Reich, y su capital, completamente rodeada por el enemigo, podía ser utilizada como trampolín para atacar Viena. Por esa razón dirigió hacia aquel frente todos los medios disponibles, aun a costa de desguarnecer los demás. Por el contrario, para el jefe del Estado Mayor del Ejército (OKH), el reputado general Heinz Guderian, el mayor peligro provenía de las cabezas de puente sobre el Óder. Estas debían ser eliminadas a toda costa para restaurar así su papel como barrera defensiva de la capital prusiana.

La capacidad mostrada por los alemanes llevó a que el Cuartel General del Ejército Rojo (Stavka) pospusiera sine die la ofensiva sobre la capital del Tercer Reich.

Decidido y tenaz, este gran experto en medios blindados no dudó en enfrentarse al propio Führer para reunir los efectivos mínimos que permitieran al general Walther Wenck montar un contraataque que eliminara ambos salientes. Sin embargo, la Operación Sonnenwende (Solsticio) no funcionó como se esperaba. Pese a algunos éxitos iniciales, fue perdiendo empuje hasta quedar detenida. Aun así, la capacidad mostrada por los alemanes llevó a que el Cuartel General del Ejército Rojo (Stavka) pospusiera sine die la ofensiva que el 1º Frente de Bielorrusia tenía previsto lanzar sobre la capital del Tercer Reich. Primero debía proceder a la limpieza de las fuerzas alemanas que aún se hallaban en la ribera oriental del río.

La defensa de la capital

En contra de lo que el sentido común parecía aconsejar, la inesperada tregua no fue aprovechada para preparar concienzudamente la defensa de la ciudad. Es cierto que una orden del 9 de enero había convertido Berlín en una “fortaleza”, y sobre el papel se habían trazado una serie de perímetros defensivos. Pero en la práctica no se había hecho casi nada. No había tropas en cantidad, salvo algunas unidades antiaéreas, de las SS y de la milicia popular (Volkssturm). Y en principio no habría más, dado que Hitler seguía convencido de que la punta de lanza del avance soviético se hallaba en el sur. Además, las autoridades nacionalsocialistas temían que cualquier medida tomada al respecto condujera a una situación de pánico. Así pues, no solo no se emprendieron obras de fortificación, sino que incluso se prohibió, para no dañar la moral, que los trenes de refugiados procedentes del este se detuvieran en sus estaciones.

Hitler hacía oídos sordos a los informes sobre el inminente paso del Óder por los soviéticos.

Y es que las batallas defensivas no tenían cabida en la mente de Hitler, que hacía oídos sordos a los informes sobre el inminente paso del Óder por los soviéticos. Se aferraba a cualquier vana esperanza, moviendo una y otra vez los ejércitos germanos en busca de la oportunidad de recuperar la iniciativa definitivamente pérdida. Nadie, o casi nadie, se atrevió a llevarle la contraria. Al menos permitió a Gotthardt Heinrici (que había tomado el mando del Grupo de Ejército Vístula en sustitución del ineficaz Himmler) la creación de un precario sistema defensivo a retaguardia de su primera línea. Heinrici podría situar la mayor parte de los cañones antiaéreos de la guarnición de Berlín y sus alrededores. Pero, lejos de darle más fuerzas, Hitler haría retirar a algunas de sus veteranas unidades y las sustituiría por tropas de servicios, carentes de toda instrucción de combate.

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Aunque muy envejecido y con un andar vacilante, el Führer seguía imponiendo su voluntad sobre quienes le rodeaban. Sin embargo, ahora rehuía el contacto con su pueblo, y promulgaba duras directrices como las “Medidas de destrucción en el territorio del Reich” (Orden Nerón), que establecían una política de tierra quemada, o aquella que ordenaba el fusilamiento de todos los varones de las casas en que ondeara una bandera blanca. Tampoco eran infrecuentes sus largas divagaciones sin relación alguna con lo que se estaba tratando, o sus estallidos de cólera contra todo y todos, en especial sus generales, a los que acusaba de ineficacia y traición y a los que cubría de insultos e improperios. Ello contrastaba con el tono amable y paternal que empleaba con sus allegados y el personal de servicio. Por otra parte, desde que se había trasladado al búnker de la Cancillería, destruida esta por los bombardeos aliados, su particular noción del tiempo se había acentuado. No resultaba extraño que las reuniones con sus ayudantes fueran convocadas a horas intempestivas porque él se había levantado a media tarde. Sería en una de ellas cuando, angustiado por la pérdida de Küstrin, Guderian le recriminara no haber aplicado las oportunas medidas para defender Berlín. Al acabar, le sería sugerido que tomara un descanso, mientras era sustituido por el general Hans Krebs, un impertérrito optimista. La lucha de camarillas seguiría desarrollándose mientras el Reich ardía por los cuatro costados.

¿Quién obtendrá Berlín?

El general americano Dwight D. Eisenhower, jefe del Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas (SHAEF), estaba obsesionado por llegar a Baviera antes de que los nacionalsocialistas pudieran organizar en sus montañas un reducto defensivo que alargara la guerra. Con el visto bueno de su presidente y ante la desesperación de Churchill y del también británico mariscal Montgomery, Eisenhower comunicó a sus oficiales y al propio Stalin que sus fuerzas avanzarían hacia el sudeste de Alemania en lugar de seguir hacia la capital. Ello dejaba el más ansiado trofeo de guerra en manos del dictador soviético.

El 10 de abril, como si de un preludio se tratara, la ciudad de Spree sufría el mayor ataque de la guerra a manos de 1.232 bombarderos norteamericanos. Cuatro días después, en el búnker se especulaba en torno a las disensiones que entre los aliados podía provocar la “providencial” muerte de Roosevelt, el presidente norteamericano. No sabían que en esos mismos momentos los tanques soviéticos tanteaban los altos de Seelow, tras los que se abría la llanura que conducía a Berlín. El ataque, de todos modos, estaba previsto para el 16. En ese día, el 1º Frente bielorruso avanzó frontalmente para abrirse a norte y sur en sus proximidades, y así establecer su cerco. En ello sería apoyado por el 2º de Bielorrusia (Rokossovsky) y el 1º de Ucrania (Konev), que cubrirían sus flancos y evitarían que ayuda alguna llegara a los defensores.

El canciller alemán creía que el ataque podría ser detenido, y con esta esperanza recibió en su búnker a las máximas autoridades del régimen, que venían a felicitarle por su aniversario.

De madrugada, tras una terrible preparación artillera, la infantería y los carros soviéticos lanzaron un furioso ataque contra los altos de Seelow, a cuyos pies se extendía una estrecha zona pantanosa surcada por numerosos canales. Sin embargo, con los primeros movimientos, el experimentado Heinrici había hecho retirar a sus tropas de primera línea, para hacerlas volver una vez enmudecieran los cañones rusos. De ahí que la vanguardia atacante tropezara con una defensa más fuerte de lo previsto. Su detención provocó una gran confusión, acentuada por lo embarrado del terreno, en el que apenas se podía maniobrar. Una y otra vez repitieron el asalto bajo el fuego de los cañones antiaéreos alemanes. Sin embargo, la superioridad numérica del Ejército Rojo era aplastante. El 9º Ejército alemán (Theodor Busse) no podría resistir indefinidamente. Máxime cuando, como Heinrici intuyó con acierto, la reserva soviética intentase una maniobra de flanqueo. Por una vez, la petición de refuerzos de Heinrici sería atendida, y Hitler le concedió cuantas tropas pudiera encontrar en Berlín, aun a costa de desguarnecerla. De lo que nadie parecía darse cuenta es de que, mientras tanto, Ivan Konev había cruzado con su 1º Frente ucraniano el Neisse por Lausitz y disputaba a Zhúkov ser el primero en llegar.

El día 20, cumpleaños del Führer, parecía comenzar bien. El canciller alemán creía que el ataque podría ser detenido, y con esta esperanza recibió en su búnker a las máximas autoridades del régimen, que venían a felicitarle por su aniversario. Junto a los ya habituales Goebbels, Bormann o Keitel, recibiría a Himmler, Göring, Speer o Dönitz. También se hallaba allí Eva Braun, que se había trasladado a Berlín días antes. Pese a todo, el ambiente era tenso, y se intuía que quizá sería la última vez que pudieran reunirse. Algunos apremiaron al Führer para que se trasladara a lugar seguro, pero él siempre se negó. Se quedaría en la capital, y nada ni nadie le harían cambiar de opinión.

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Tras una brevísima ceremonia, quien pudo marchó mientras fue posible. Hitler dio instrucciones al almirante Dönitz para que se hiciese cargo del norte en caso de que Alemania quedara dividida por el avance enemigo. Al atardecer llegaron las primeras informaciones en el sentido de que los soviéticos habían logrado abrir una brecha entre los grupos de Ejército Vístula y Centro, por la que sus tropas se dirigían hacia la capital.

la caída de berlin

Se cierra el cerco

Las noticias del día siguiente no aclararon la situación. Tan pronto se decía que el 4º Ejército Panzer avanzaba hacia el noroeste de Görlitz y se disponía a cerrar la brecha como que los soviéticos proseguían su avance. En la reunión del día 22 con sus generales, Hitler estalló: preguntaba a voz en grito por el resultado del contraataque ordenado al general de las SS Felix Steiner sin que nadie supiera contestarle, se dijo abandonado por todos y les recriminó su pusilanimidad. De repente, alguien le habló del 12º Ejército del general Walther Wenck, que al sudeste de Magdeburgo luchaba contra los norteamericanos. Su rostro se transmutó, y pareció que el continuo temblor de su brazo izquierdo había desaparecido. En uno de sus habituales cambios de humor encontró la solución: Wenck giraría sobre sí mismo y socorrería Berlín, con el apoyo de Steiner. Los soviéticos se desangrarían ante la capital, y el curso de la guerra cambiaría.

Pero la realidad era muy distinta. Aunque Wenck lo intentó en los días siguientes, el objetivo rebasaba con mucho la capacidad de sus fuerzas, y nunca logró establecer el necesario pasillo entre la capital y el resto del Reich. Berlín estaba cercada, y ya no se podía dirigir nada desde allí. El mariscal Wilhelm Keitel, jefe del Cuartel General de las Fuerzas Armadas (OKW), abandonó el búnker junto con su sección de operaciones para reorganizar lo que quedaba de la Wehrmacht y ayudar a la capital.

Desde ese momento, y tras haber renunciado a dirigir la guerra, a Hitler solo le quedaba defender Berlín con la esperanza de que llegara el ansiado socorro. A su cabeza pondría al general Helmuth Weidling, a quien el 22 había mandado fusilar por desobediencia, aunque la orden nunca se cumplió. El recién nombrado se entregó en cuerpo y alma a su tarea, pero poco podía hacer. Faltaban unidades completas, y lo único que poseía eran los restos de los ejércitos en retirada que convergían hacia la ciudad (entre ellos, un grupo de españoles al mando del teniente coronel Ezquerra). Únicamente podían ser reforzados con miembros del Volkssturm, las Hitlerjugend y la policía. Sin embargo, como tantas veces se había demostrado, una urbe resuelta a defenderse no resulta fácil de tomar. Los berlineses construyeron inútiles barricadas con sus tranvías, animados por las pintadas que hablaban de resistencia y victoria, y Weidling organizó sus exiguas fuerzas mientras los proyectiles soviéticos llegaban ya al mismo centro de la capital.

Uno a uno, los barrios de la ciudad fueron ocupados, mientras la población civil, que no había sido evacuada, se escondía en los sótanos y entre las ruinas.

En realidad, el destino de Berlín se había decidido en el Óder. Si bien la ciudad resistiría más allá de sus fuerzas, con la determinación del que no tiene otra salida, la suerte estaba echada. Poco influyeron el heroísmo suicida de los jóvenes nacionalsocialistas o la brutalidad de los tribunales volantes. Uno a uno, los barrios de la ciudad fueron ocupados, mientras la población civil, que no había sido evacuada, se escondía en los sótanos y entre las ruinas. El polvo y el humo lo invadían todo, haciendo irrespirable el aire, y en los abarrotados túneles del metro los gritos de dolor de los heridos ahogaban el llanto de los niños. La ciudad agonizaba. Se recurrió a medidas extremas, como la voladura de los diques que separaban el canal de Landwehr de las líneas del suburbano. La idea era impedir que fueran utilizados por los rusos en su avance, aun a costa de la vida de los allí refugiados. Pero ni siquiera disposiciones de este calibre podían cambiar el curso de los acontecimientos. Antes de caer en manos de las tropas soviéticas, muchos optarían por el suicidio, una verdadera epidemia que continuó durante varias semanas.

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La muerte de Hitler

De la estructura jerárquica del Tercer Reich, tan solo acompañaban a Hitler en el búnker el ministro de Propaganda Joseph Goebbels, el jefe de la Cancillería Martin Bormann, el jefe del Estado Mayor del Ejército Hans Krebs y algunos oficiales de enlace. La disciplina se había relajado, y se fumaba y bebía incluso en presencia de Hitler. Este mostraba por primera vez en su vida signos de dejadez. Aunque seguía moviendo tropas imaginarias y haciendo planes para después de la guerra, era consciente de que los días del Tercer Reich, y con él su propia persona, habían llegado a su fin. Las defecciones de Göring (que había mandado un teletipo diciendo que, de no recibir noticias en contra, asumiría el mando) y de Himmler (que intentaba negociar con los aliados por medio del diplomático sueco Folke Bernadotte) no hicieron sino confirmarlo. Hasta los más allegados estaban abandonando el barco.

Había decidido suicidarse, y la mejor forma de hacerlo se convirtió en el primer tema de conversación de aquellos últimos días. La noticia de la muerte de Mussolini no hizo sino precipitar su decisión. Pero antes debía resolver sus asuntos personales. Así, hizo redactar un testamento privado y otro público. En este seguía acusando a los judíos de todo mal, designaba como sucesor al frente del Estado y de la Wehrmacht al almirante Dönitz, nombraba a Goebbels canciller y a Bormann jefe del partido. Después contrajo matrimonio con Eva Braun.

Sobre las 14 h del día 30, y mientras ya se combatía en los aledaños del Reichstag, Hitler comió a solas con sus secretarias y cocinera. Luego, tras despedirse de sus más íntimos colaboradores, se encerró con su esposa en su habitación. A las 15.30 se oyó una detonación y, tras un breve silencio, ambos cuerpos fueron hallados sin vida. Él se había disparado, y posiblemente había ingerido una cápsula de ácido prúsico al mismo tiempo; para ella había bastado con el veneno. Ambos cadáveres serían trasladados al exterior del recinto e incinerados, siguiendo sus previas instrucciones. Afuera la lucha seguía, y mientras el general Krebs intentaba una rendición honorable ante su homólogo soviético Vasili Chuikov, Weidling llegaba al convencimiento de que el combate debía cesar.

El 1 de mayo, Dönitz constituyó un gobierno en el que no solo no incluyó a ningún nacionalsocialista notorio, sino que algunos, como Himmler, fueron destituidos. Esperaba que ello le permitiese un más fácil trato con los aliados. Al día siguiente, sobre las 9 de la mañana, y tras haber envenenado a sus seis hijos, el matrimonio Goebbels acababa con su vida, y quienes estaban aún en el búnker buscaron su propia salvación en pequeños grupos, en uno de los cuales se hallaba Bormann, que moriría en el intento. Los combates continuaron un día más, pero todo fue en vano. Tras la rendición de la Wehrmacht, el propio Dönitz y los miembros de su gobierno fueron detenidos por los británicos en Mürwick. El telón había caído sobre el Tercer Reich.

Este artículo se publicó en el número 470 de la revista Historia y Vida. Si tienes algo que aportar, escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Origen: La caída de Berlín

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