28 marzo, 2024

La dolorosa mentira con la que Hitler extendió el odio hacia el Imperio español

El «Führer» fue uno de los adalides de la Leyenda Negra que persigue a España desde la época de los conquistadores. «Madrid huele a hoguera», afirmaba

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La lucha contra la Leyenda Negra que persigue desde hace cinco siglos a nuestro país es secundada cada día por más españoles. Gracias a autores como la incombustible Elvira Roca Barea o el clásico Stanley Payne (por citar a un experto local y uno foráneo) la sociedad está, al fin, siendo iluminada por una verdad histórica tergiversada durante muchas décadas. Pero todavía queda mucho camino por andar y no menos mitos por derrumbar. Falacias preservadas y expandidas a lo largo de años por todo tipo de personajes. Más allá de los famosos Bartolomé de las Casas o Guillermo de Orange, en el siglo XX hubo un líder que ayudó a apuntalar estas mentiras con sus absurdas opiniones: Adolf Hitler.

El artífice del Holocausto, probablemente sin saberlo, se convirtió en un auténtico dispensador de mitos y clichés sobre España. Y es que, además de incidir en que los habitantes de nuestro país eran unos «vagos» que adoraban a una «reina ramera» como era Isabel la Católica, cayó en los tópicos que -todavía hoy- existen sobre la Inquisición. «En Madrid, el olor nauseabundo de la hoguera de los herejes se mezcló durante más de dos siglos con el aire que se respiraba», afirmó en una conversación privada que mantuvo en febrero de 1942. El «Führer» también tuvo palabras contra Hernán Cortés, al que acusó de cometer «atrocidades» que, no obstante, «eran la imagen de la moderación» si se comparaban con la de los aztecas.

Inquisición

Si por algo destacó Adolf Hitler era por ser un gran opinador. Tuviera o no conocimientos para ello, el «Führer» no tardó en hacerse famoso entre sus allegados por divagar durante horas cuando se sentaba a la mesa. Sus conversaciones predilectas versaban sobre las bondades del vegetarianismo y la necesidad de evitar el alcohol para mantener pura la mente. Sin embargo, en la noche del 3 al 4 de febrero de 1942 varió los temas de forma sensible. En lugar de hablar sobre el judaísmo o las virtudes de la guerra, prefirió empezar narrando la anécdota en la que, de improviso, un gigantesco perro negro se abalanzó sobre su coche en mitad de la noche y el conductor tuvo que dar un volantazo para esquivarlo.

De ahí, y tras hacer un recorrido por temas tan variados como la pasión por el automóvil o la reconstitución del partido Nacionalsocialista, pasó a dar a sus correligionarios una absurda clase de historia sobre la Inquisición europea. Así queda claro en una obra tan esclarecedora como completa: «Las conversaciones privadas de Hitler» (Crítica, 2004). Tal y como se especifica en esta obra, todo comenzó después de que el «Führer» hiciera referencia a que comarcas como Tréveris, en Friburgo, habían sufrido siglos de represión religiosa.

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«Cerca de Würzburg hay pueblos en los que, literalmente, fueron quemadas todas las mujeres. Se sabe de jueces del tribunal de la Inquisición que tenían a gloria haber hecho quemar a 20.000 o 30.000 brujas».

A continuación, Hitler hizo referencia también a que «la larga experiencia de tales horrores tiene que dejar huellas indelebles en un pueblo». Una afirmación contradictoria para alguien que orquestó la matanza sistemática y estatalizada de más de seis millones de judíos y otros tantos miles de gitanos, homosexuales y soviéticos. Poco después cargó contra el Santo Oficio español:

«En Madrid, el olor nauseabundo de la hoguera de los herejes se mezcló durante más de dos siglos con el aire que se respiraba. Si en España vuelve a estallar una revolución habrá que ver en ella la reacción natural a una interminable serie de atrocidades. No se puede llegar a concebir cuánta crueldad, ignominios y mendacidad ha supuesto la intromisión del cristianismo en nuestro mundo».

A continuación, Adolf Hitler incidió en la importancia de los «crímenes del cristianismo» a lo largo de la historia. Poco después, durante la noche del 20 de febrero de 1942, el «Führer» volvió a referirse a la Inquisición. Aunque, en este caso, para dar las gracias a aquellos que habían luchado contra ella:

«El cristianismo es la peor de las regresiones que ha podido sufrir la humanidad. […] Lo único aún peor sería la victoria de judío a través del bolchevismo. […] En todo caso, debemos estar agradecidos a la providencia, que nos hace vivir mejor que hace tres siglos. En cada esquina había entonces una hoguera ardiendo».

Dichas opiniones no eran la únicas que el «Führer» esgrimía en contra de la religión y la Inquisición (ya fuera esta última germana, española o italiana). De hecho, apenas un año antes (en julio de 1941) ya había cargado contra los jesuitas y contra Lutero:

«El fanatismo es cuestión de clima, pues también el protestantismo ha quemado a sus brujas. En Italia nada semejante. […] Pero Lutero tuvo el mérito de alzarse contra el papa y la organización de la Iglesia. Fue la primera de las grandes revoluciones. ¡Y gracias a su traducción de la Biblia, Lutero sustituyó nuestros dialectos por la gran lengua alemana».

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Realidad vs ficción

La imagen que Hitler tenía de la Inquisición española era, no obstante, una mera ilusión forjada a fuego durante siglos por los enemigos de España. Así lo han demostrado historiadores como el propio Payne. Un experto que, en «La España Imperial», desmonta a golpe de cifra la barbarie del Santo Oficio y de la presunta quema de brujas en nuestro país. En sus palabras, el tribunal condenó a 50.0000 conversos a diversos castigos, pero solo ejecutó «a 3.000 reos (entre los que se encontraba un reducido número de protestantes) en un período de trescientos años».

Según Payne, basta como ejemplo el que «el número de herejes ejecutados en España en el siglo XVIII es inferior a la cifra, tanto católicas como protestantes, que se mataron en Alemania durante la caza de brujas de ese período». La realidad es que el fantasma de la Inquisición de nuestro país ha sido muy socorrido durante siglos como chivo expiatorio.

Payne no se detiene en este punto, sino que afirma también que «cuando en España ocurrieron brotes de violencia popular contra supuestas actividades nigrománticas -como pasó en Navarra Cataluña en 1527-1528, y de nuevo en Navarra en 11610-, la Inquisición procedió a calmar la histeria».

Por si fuera poco, el hispanista ahonda también otro de los grandes mitos del Santo Oficio: el que habla de torturas sistemáticas a los presos. «La mayoría de los reos que pasaron por sus cárceles no fueron torturados», añade. Con todo, el experto incide en que esto no significa que fuera una institución modélica, pero huye de la versión que se ha extendido durante siglos gracias a personajes como el mismo Adolf Hitler.

La mayoría de críticas huecas que se hacen contra el Santo Oficio, según afirma Pedro Insua en «1492, España contra sus fantasmas», arguyen también lo mismo que afirmó Hitler aquella noche de 1942: que el principal castigo contra los prisioneros era la hoguera y lo fácil que era acusar a un inocente de forma infundada. Dos errores recurrentes ya que «ninguno de los ejecutados fue quemado vivo» y «se omiten especificaciones como la relativa al castigo que recibía el que promoviese acusaciones falsas» o a que la Inquisición mantenía en secreto a los «informantes y testigos» para «evitar represalias» contra ello.

Colonización y Cortés

Pero Adolf Hitler no opinó solo de temas tan controvertidos como la Inquisición. Ni mucho menos. El 22 de agosto de 1942, en plena tarde, decidió abordar junto a sus invitados otro igual de controvertido: el colonialismo y el supuesto genocidio español de nativos en el Nuevo Mundo. Aunque hay que señalar que, en este caso, cargó de forma acertada contra los ingleses y su aniquilación de la población local a base de epidemias y armas. El problema es que, de paso, también recibieron un coscorrón infundado los españoles:

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«Acabo de leer algunos libros cuya lectura debería ser obligatoria para todo alemán que salga para el extranjero. Habría que empezar por el libro de Aladorff, y proporcionárselo a todos nuestros diplomáticos. De su lectura se deduce que no son los ingleses quienes han enseñado el mal a los indios. Cuando los primeros blancos desembarcaron en la India, encontraron ciudades cuyas murallas estaban construidas con cráneos humanos».

«Asimismo, tampoco fue Cortés quien enseñó la crueldad a los mejicanos. Esta ya existía en ellos en estado endémico. Los mejicanos practicaban los sacrificios humanos, y llegaban a sacrificar hasta 20.000 hombres a la vez. Por comparación, las atrocidades atribuidas a Cortés son la imagen de la moderación. De todo ello se desprende que es completamente inútil querer pintar a las razas indígenas como razas más sanas que las nuestras».

Equiparar la colonización española a la inglesa supone uno de los mayores absurdos históricos que pueden perpetrarse. Así lo afirmó el propio Payne en declaraciones para ABC a finales de 2017. En sus palabras, el genocidio y las barbaridades de Hernán Cortés o Francisco Pizarro en el Nuevo Mundo suponen «el origen de la Leyenda Negra clásica». Unas mentiras que levantó el cronista español de la época Bartolomé de las Casas en su «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» «exagerando enormemente las cifras». «No hubo un verdadero genocidio», explicó el experto a este diario.

Según Payne, los británicos hicieron todo lo contrario: «Cuando los ingleses empezaron la colonización en Virginia afirmaron que no querían repetir los errores y los crímenes de los españoles. Pero luego, durante sus guerras con los indios, tuvieron que luchar de forma muy vigorosa. Se vieron obligados a atacar los pueblos y las aldeas de los nativos para reducirles, en lugar de combatir contra ellos en el campo de batalla».

No le falta razón. Un ejemplo es que, en el siglo XVIII, Jeffrey Amherst entregó mantas con viruela a los nativos para acabar con ellos y lograr que abandonasen el sitio de su fuerte. En el caso español, las enfermedades fueron un arma contra los nativos, pero involuntaria. Hitler, de nuevo, desconocía casi con total seguridad la verdad histórica.

Origen: La dolorosa mentira con la que Hitler extendió el odio hacia el Imperio español

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