La gran aventura del Camino de Santiago
A penas quedan algunos reductos cristianos en los inaccesibles valles ocultos tras la cordillera cantábrica. Es finales del siglo VIII y, en uno de ellos, santo Toribio se afana en terminar un códice
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Apenas quedan algunos reductos cristianos en los inaccesibles valles ocultos tras la cordillera cantábrica. Es finales del siglo VIII y, en uno de ellos, santo Toribio se afana en terminar un códice miniado que hoy conocemos como el ‘Beato de Liébana’. En él, además de luchar contra herejías, difunde una controvertida premonición: la de la predicación del apóstol Santiago el Mayor en la península Ibérica como realidad histórica y su posible enterramiento en un lugar que denomina ‘Finisterrae’. La idea se verá confirmada con el descubrimiento, en torno al año 830, de un santuario.
Superado el primer cuarto del siglo IX, Alfonso II de Asturias, el Casto, se atreve ya a expandir sus dominios atacando a los musulmanes, cuando su presencia es reclamada por el obispo de Iria Flavia. Ha encontrado cerca de su sede una sepultura cubierta con una cúpula de piedra y oculta bajo tierra. En ella reposan tres cuerpos y uno de ellos es, sin duda, de un santo cristiano. Por el ara convertida en altar se sabe que la tumba es del siglo I. La zona todavía es insegura por el dominio musulmán y desconocen cómo puede reaccionar Roma. Solo cuando consigue liberar Galicia, Alfonso II anuncia al orbe el hallazgo del sepulcro del apóstol Santiago.
En un mundo de oscuridad y sufrimiento, la fe era la única luz y esperanza para los desamparados. El ser humano se aferraba a cualquier refugio que ofreciese un atisbo de esperanza y pronto comienza la llegada de gente humilde, que durmiendo al raso y viviendo de limosna acude a suplicar ante la tumba la intercesión divina, y también la de nobles que tratan de comprarla con sus ofrendas. Y llegamos así a la mitad del siglo IX.
Ramiro I se refugia con unos pocos supervivientes en un monasterio del monte Albelda en La Rioja. Han sufrido una dura derrota y esperan la llegada de los sarracenos que los persiguen. Contará la leyenda que el apóstol se apareció al monarca y lo conminó a luchar, pues él lo haría a su lado. Para sorpresa del ejército perseguidor, es el puñado de cristianos quien los atacan, capitaneados por alguien montado en un caballo blanco y arrollándolos con su ímpetu. Como agradecimiento, el rey instituye el voto a Santiago, tributo anual que aún hoy se mantiene. La noticia recorre la Península y los fieles afianzan su fe en el carácter milagroso de la tumba.
El viaje épico con osos y lobos, hambre y sed
Pero, frente a los cientos de santuarios que existían en Europa, con caminos y alojamientos seguros, la peregrinación a Santiago era épica. En primavera y verano, las tropas musulmanas recorrían las comarcas cristianas en busca de botín y esclavos; y, en invierno, las inclemencias del tiempo castigaban con dureza a quienes debían transitar por veredas inhóspitas donde el oso y el lobo reinaban y dormir sobre piedras, pues la repoblación de la zona todavía estaba por hacer. Sufrir hambre y sed era el menor de los males para aquellos peregrinos.
Y, además, estaba Roma, que se negaba a admitir la presencia de Santiago en el sepulcro, excomulgando a los obispos que así lo afirmasen, como a Cresconio en 1049. Nadie podía hacer sombra a la Santa Sede. La fragilidad del Camino era tal durante esos primeros 250 años que, en el 997, Almanzor –azote de los súbditos cristianos que no cumplieran la voluntad de Córdoba– decide castigar por desleal al rey Bermudo II de León. Almanzor había ayudado a alcanzar el trono al monarca con tropas y, a pesar de tener una hija de este entre sus esposas, arrasa el reino de Galicia desde Tui hasta Compostela, destruyendo no solo la villa, sino el templo que cubría la tumba. Solo respetará el santo sepulcro, pues para los musulmanes Jesús –al que ellos llaman ‘Isa’– es un profeta y sus discípulos, hombres santos, por lo que consideró la tumba sagrada. Los cristianos capturados deberán transportar sobre sus hombros las puertas y campanas del templo destruido, que serán utilizados en la Mezquita de Córdoba.
Los primeros peregrinos corrían el riesgo de morir y de ser capturados como esclavos e incluso excomulgados por Roma
Y llegamos así a otro momento crucial en la historia del Camino. La Santa Sede amenaza con la excomunión a Alfonso VI, rey de Galicia y León. Le reclama el territorio conquistado a Córdoba como propiedad del papado y le exige también que se elimine el rito mozárabe de las iglesias hispanas. El rey de Aragón, pese a su condición de vasallo de León, se alía con el Papa para debilitar a su primo. Alfonso, hábilmente, acude a Cluny, y su abad le ofrece una alianza que firman en 1077 y frena en gran parte las ambiciones del Pontífice. La poderosísima orden quiere a cambio oro –que recibe de forma generosa– y desea las principales abadías del Camino de Santiago, y pronto Nájera, Sahagún y muchas otras pasan a depender de los monjes negros.
Hugo de Cluny decide utilizar el Camino, que ya se extiende por toda Europa, como vía de comunicación para expandir la reforma de la Iglesia por el Viejo Continente. Y crea así una red de abadías, prioratos y conventos que, siguiendo las rutas xacobeas, transmiten sobre todo dogma, pero también ideas, arte, cultura e influencias políticas, como no se había visto desde la administración del Imperio romano. Nobles y religiosos peregrinarán ahora de monasterio en monasterio. Y, al tiempo que sus donaciones enriquecen a la orden, sus encargos llevarán manuscritos de reino en reino unificando cultura.
Es el momento propicio y solo falta la llegada del hombre adecuado. Y este es Gelmírez. Es imposible resumir en este artículo cómo la habilidad de don Diego de Gelmírez para negociar, comprar o conspirar lo llevó, primero, a conseguir ser nombrado obispo de Santiago por el Papa y, después, señor de Compostela por la Corona. Y desde esa doble condición, durante sus cuarenta años de mandato, logra por fin que Roma admita la condición de sede apostólica de Compostela y la eleve a rango arzobispal, obteniendo el reconocimiento oficial que durante casi tres siglos le había negado. Inicia la construcción, cuando solo era tesorero del Cabildo, de la Catedral románica más grande de la cristiandad, cuyas obras deja a su muerte muy avanzadas. Logra que el papa Calixto II firme como propio el Códice Calixtino en honor de Santiago. Transforma el burgo de Compostela en ciudad, a la que configura urbanísticamente y dota de servicios. Adquiere la primera flota armada de Hispania para proteger la llegada de peregrinos por mar. Participa en todas las intrigas y guerras abiertas por el poder de su época; y a su muerte, con el báculo en una mano y la ballesta en la otra, solo Roma o Jerusalén pueden compararse con Compostela.
De entre los cientos de nobles y reyes que acudieron a rendir pleitesía a Compostela, quedará la memoria de Guillermo de Aquitania, poderoso noble francés que tras una vida llena de batallas y crueldad acudió a pedir perdón por sus errores, incluido apoyar a un anti-Papa. Humillado ante el altar mayor, fallecerá de forma repentina mientras el arzobispo leía la Pasión de Jesús, el Viernes Santo del año 1137.
El Camino suma así, a la épica y la ética, la política y la intriga en su historia. Pero sin dejar nunca de lado la mística. Santo Domingo de la Calzada, san Veremundo, san Juan de Ortega… el Camino de Santiago fue la vocación que permitió alcanzar la santidad a religiosos que se entregaron a acoger y auxiliar peregrinos en su recorrido hacia Galicia. Otros, como santa Isabel de Portugal, encontraron en la devoción al apóstol y la peregrinación a su tumba la inspiración para una vida de perfección cristiana. También hubo quien ya alcanzada la espiritualidad viajó a Compostela para rendir culto al santo, como san Francisco de Asís o santo Tomás Becket, dejando una huella imborrable de su estancia. Ninguna otra ruta de peregrinación cuenta con un elenco de místicos tan numeroso y universal como el Camino de Santiago.
Los grandes olvidados son los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, conocidos posteriormente como Orden de Malta. Estos cruzados fueron los primeros en establecer hospitales, tal y como hoy los entendemos, albergues destinados exclusivamente a enfermos. Y ello, al tiempo que protegían y asistían todo tipo de necesidades de los caminantes. De sus decenas de encomiendas apenas queda más recuerdo que la del hospital de Órbigo, pues otras como la de Portomarín han desaparecido.
Truhanes, lupanares y vigías en la catedral
Pero también hay una historia del Camino más terrenal. Junto con los que viajan hasta Santiago por devoción, comienzan a aparecer los condenados a dicha penitencia por sentencia, sea esta seglar o civil. Normalmente, nobles a quienes se considera exentos de otros castigos físicos. Y también los que lo hacen por encargo, a cambio de precio, para ganar indulgencias en favor de terceros. Y como donde hay multitud hay dinero, y donde hay dinero acuden los oportunistas, también el Camino se llenó de licenciosos, truhanes, pillos y vendedores de todo tipo de placeres. Llegando incluso a escribirse una guía en alemán de las mejores hospederías y lupanares del recorrido en el siglo XVI. El Cabildo compostelano se vio obligado a poner vigías en el triforio de la Catedral, donde se permitía pernoctar a los peregrinos para que estos no se entregasen al vino y la fornicación después de haber culminado con éxito su viaje. Pero ni todas las tentaciones terrenales consiguieron destruir su esencia.
El Camino ha conocido épocas de esplendor y decadencia. Muchos han tratado de desacreditarlo y otros, de ensalzarlo con fenómenos milagrosos. Unos y otros se equivocan. Su éxito, que se limita a seguir llamando a caminantes a recorrerlo, consiste en aportar al individuo la mezcla justa de naturaleza y espiritualidad, de aislamiento y esfuerzo que nos abre la vía al camino interior y a encontrarnos con nosotros mismos.
El error es buscar milagros que justifiquen el Camino de Santiago, pues el propio Camino es el milagro.