La humillación de Hernán Cortés en Colhuacatonco: la batalla en la que los aztecas robaron la honra a España
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Tras la caída de Tenochtitlan, los conquistadores tuvieron que acabar con la resistencia nativa ubicada en los «barrios» cercanos a la ciudad
El misionero del siglo XVI Bernardino de Sahagún apenas dedica en sus crónicas unos pocos párrafos a hablar de la batalla de Colhuacatonco. Más bien unas líneas dentro de su extensa obra «Historia general de las cosas de Nueva España». Pero en ellas deja patente la humillación que sufrieron los conquistadores a manos de unos combatientes obcecados en defender los barrios aledaños a Tenochtitlan (la capital del Imperio Azteca) después de que esta hubiese caído en manos de Hernán Cortés en 1521. Y es que, tras la lid de aquella aciaga jornada, los «mexicanos» (como les denomina el cronista) lograron arrebatar una de sus banderas a los españoles y llevarse consigo más de medio centenar de prisioneros que, posteriormente, sacrificaron sin piedad.
Hasta hace poco la contienda permanecía oculta por el paso del tiempo. Olvidada entre los capítulos y capítulos de la obra de Sahagún por su brevedad y concisión. Sin embargo, a principios de julio el barrio de Colhuacatonco ha vuelto a ser noticia gracias al trabajo de los arqueólogos locales del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Estos expertos han descubierto en el barrio los restos de un recinto ceremonial utilizado por nobles de las tribus mejicanas (mexicas) durante los últimos días de la conquista española.
Según ha desvelado el mismo centro en un comunicado, al norte del terreno ha sido hallada una plataforma prehispánica de 3,16 metros de largo y 4,30 metros de ancho que todavía «preserva su piso bruñido en excelentes condiciones y cuya factura es de calidad semejante a las superficies del Templo Mayor de Tenochtitlan». Eso es decir mucho ya que, como explica el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma en su obra «Vida y muerte en el templo mayor», esta construcción «era el centro de la concepción universal del azteca y, por tanto, el lugar de mayor sacralidad por donde cruzaban los caminos que llevaban a los niveles celestes y al inframundo». El descubrimiento, en palabras de la arqueóloga María de la Luz Escobedo, es contemporáneo al contacto entre aztecas y españoles.
Una noche muy triste
Entender la batalla de Colhuacatonco requiere retroceder en el tiempo hasta el 30 de junio de 1520. Fue en esa jornada en la que Hernán Cortés y sus hombres (que habían entrado en Tenochtitlan como invitados del pueblo mexica) se vieron obligados a escapar de la capital después de que el pueblo se rebelara contra ellos. Para entonces los nativos ya estaban cansados de los españoles. Y en cierto modo no les faltaba razón ya que, tras acceder a la ciudad, aquellos «monstruos barbudos» raptaron al mismísmo emperador Moctezuma y trataron de hacerse con sus riquezas. La huida (conocida posteriormente como «La noche triste») dejó unos 600 cristianos muertos y obligó a los conquistadores a retirarse hasta la región amiga de Tlaxcala. Tierra en la que, según afirma Fernando Orozco en su obra «Grandes personajes de México», fueron «recibidos con la más cordial benevolencia».
Desde Tlaxcala Cortés organizó un nuevo ataque contra Tenochtitlan. Aunque, en este caso, decidió no pisar sobre terreno pantanoso y planeó pormenorizadamente cada uno de sus pasos. En primer lugar buscó aliados similares a los txacaltecas. Es decir: que odiaran a los mexicas y estuvieran dispuestos a alzarse en armas contra su imperio tiránico. «El imperio mexica tampoco era una nación; era un reino que tenía sometidos a muchos otros reinos, más o menos lo que muchas veces entendemos por la palabra “imperio”», explica el historiador Christopher Domínguez Michael en su obra «Profetas del pasado.: Quince voces de la historiografía sobre México».
Por si el odio hacia aquellos que les mantenían sometidos no era suficiente, los conquistadores también llevaban en el zurrón alguna que otra alhaja para acabar de convencer a los líderes dubitativos, como bien explica el cronista Bernal Díaz del Castillo en su obra «Historia verdadera de la conquista de Nueva España»: «Cortés les dio a todos los principales joyas de oro y piedras, que todavía se escaparon, cada cual soldado lo que pudo; asimismo dimos algunos de nosotros a nuestros conocidos de lo que teníamos».
Tras reunir un ejército de aliados, Cortés dirigió sus pasos en primer lugar hasta la ciudad de Tepeaca. Esta fue capturada en poco tiempo y utilizada como punto de partida de las posteriores expediciones. «Nos fuimos al pueblo de Tepeaca, donde se fundó una villa que se nombró Segura de la Frontera, porque estaba en el camino de la Villa Rica», completa Bernal Díaz del Castillo. El cronista también explica en sus escritos que «allí se nombraron alcaldes y regidores y se dio orden [de recorrer] los rededores sujetos a Méjico, en especial los pueblos adonde habían muerto a españoles».
Todo ello, con el objetivo de reunir un ejército todavía mayor y dar un escarmiento a aquellos que se hubiesen rebelado contra España. «En obra de cuarenta días tuvimos aquellos pueblos muy pacíficos y castigados», añade el autor del siglo XVI.
Enfermedad
La suerte se alió a partir de entonces con Cortés. O más bien la parca tras adquirir forma de viruela. Sahagún no ahorra adjetivos escabrosos a la hora de describir la forma en que esta cruel enfermedad segó la vida de cientos de mexicas: «Tenían todo el cuerpo y toda la cara y todos los miembros tan llenos y lastimados de viruelas que no se podían bullir ni menear de un lugar, ni volverse de un lado a otro, y si alguno los meneaba daban voces». Aquellos que tuvieron la suerte de no sucumbir a la enfermedad murieron de hambre debido a que no había población que produjera comida.
«Los que escaparon de esta pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos quebrados»
La plaga duró nada menos que sesenta jornadas. «Los que escaparon de esta pestilencia quedaron con las caras ahoyadas, y algunos los ojos quebrados», finaliza.
La enfermedad diezmó a las huestes mexicas hasta la extenuación. De ella no se libró ni el sucesor de Moctezuma. El mismo que había subido al poder después de que el pueblo asesinara a pedradas a su antiguo emperador por apoyar a los españoles. «Ya en aquella sazón habían alzado en Méjico otro señor, porque el que nos echó de Méjico era fallecido de viruela, y al señor que hicieron era un sobrino o pariente muy cercano de Montezuma» determina, en este caso, Bernal Díaz del Castillo. El nuevo enemigo era un tal Guatemuz, «mancebo de hasta veinticinco años, bien gentil hombre para ser indio, y muy esforzado».
La caída de Tenochtitlan
Al mando de un nuevo ejército, sediento de venganza y ávido de hacerse con las riquezas de Tenochtitlan (no solo de victorias vive el conquistador), Cortés no tardó en volver a considerar factible la toma de la capital. Aunque, eso sí, de una forma diferente.
En este caso, en lugar de lanzarse de bruces por tierra contra las tropas mexicas, apostó por asediar la urbe (rodeada de lagos) desde el mar mediante 13 bergantines. Buques cuya construcción dirigieron el maestro Martín López y su ayudante Alonso Núñez y que, a la postre, se convertirían en una pieza clave para la conquista de ciudad. En un alarde de ingenio, los bajeles se ensamblaron primero en Tlaxcala (tierra adentro) y, posteriormente, fueron desmontados y trasladados pieza a pieza hasta Texcoco. «Ante que los armasen trajéronlos en piezas los indios hasta Tetzcuco, y allí los armaron, enclavaron y brearon», señala Sahagún en su obra.
El historiador del siglo XVII Antonio de Solís fue uno de los que más datos ofrece sobre las fuerzas que Cortés dirigió contra la capital mexica. En su obra «Historia de la conquista de México» señala que los bergantines fueron cargados con un total de 900 hombres, «194 entre arcabuces y ballestas; los demás de espada, rodela y lanza». A su vez, especifica que el conquistador contaba también con 86 caballos, 18 piezas de artillería y cientos de aliados. Todo este potencial tecnológico se vio sumado al empuje naval que ofrecían los navíos, capaces de aplastar sin piedad a las pequeñas canoas de Tenochtitlan (las únicas naves con las que contaban los defensores).
Por si fuera poco, el español también envió por tierra una parte del contingente para atacar los principales accesos a la urbe.
El entrenamiento de los versados conquistadores, su potencial tecnológico y los planes de Cortés no tuvieron réplica. A lomos de sus bergantines, y apoyados desde tierra, los españoles sitiaron Tenochtitlan aproximadamente el 26 de mayo de 1521, poco después de cortar el acueducto que nutría de agua a los defensores. «A partir de ese día, los combates se sucedieron a diario. El sitio de la capital se convirtió en una terrible lucha prolongada», completa -en este caso- Orozco. Finalmente, entre disparos de arcabuz y flechas de arco, la urbe cayó tres meses después.
A partir de entonces comenzó un éxodo de cientos de guerreros y ciudadanos mexicas. Algunos huyeron de Tenochtitlan, pero otros prefirieron quedarse en los barrios limítrofes para seguir plantando cara a los «monstruos barbudos» que ansiaban quebrantar su imperio. Sahagún se refiere a esta situación en sus crónicas: «Muchos de los mexicanos […] comenzaron a huir con sus hijos y con sus mujeres; algunos llevaban a cuestas a sus hijos y otros en canoas. Todas sus haciendas dejaban en sus casas, y los indios que ayudaban a los españoles entraban en las casas que dejaban y robaban cuanto hallaban».
Resistencia
Si la rendición de Tenochtitlan fue relativamente sencilla, no sucedió lo mismo con los barrios que la rodeaban. En las semanas siguientes, Cortés y sus conquistadores se vieron obligados a combatir hasta la extenuación para acabar con los últimos reductos mexicas. Una resistencia que se vio fortalecida por algunas tribus cercanas como -en palabras de Sahagún- «Xochimilco, Cuitláoac, Mízquic, Iztapalapan, Mexicatzinco».
El cronista recuerda en sus textos los sangrientos combates que, en no pocas ocasiones, acabaron con decenas de españoles sacrificados a los dioses locales. Y es que, para ellos hacer prisioneros significaba poder deleitar con más y más sangre a sus deidades.
«En este lugar tomaron a los españoles una bandera, donde está la iglesia de la Santísima Concepción»
Lo tenaz que fue la resistencia nativa queda patente en las crónicas de Sahagún. En ellas el autor explica, por ejemplo, cómo fueron los combates en barrios como Xocotitlan o Tetenanteputzco. «Otra vez vinieron dos bergantines al barrio que se llama Xocotitlan, y como llegaron a tierra, saltaron en tierra por el barrio adelante peleando. Y como vio aquel capitán indio, que se llamaba Tzilacatzin, que entraban peleando, acudió a ellos con otra gente que le siguió, y peleando los echaron de aquel barrio y los hirieron acoger a los bergantines».
Otro tanto ocurrió en Coyonacazco donde, después de que «saltaron en tierra los españoles y comenzaron a pelear», el capitán Rodrigo de Castañeda escapó por los pelos de la muerte tras ser atacado por decenas de enemigos. Así pues, en cada barrio los conquistadores se vieron obligados a avanzar a base de arcabuz y espada. Aunque, eso sí, con la ayuda de sus aliados. «Venían tras ellos todos los indios de Tlaxcalla y de otros pueblos, que eran amigos. Entraron los españoles con mucha fantasía que no tenían en nada a los mexicanos, y los tlaxcaltecas y otros indios amigos iban cantando», destaca Sahagún.
Colhuacatonco
De todos los barrios en los que los conquistadores españoles y sus aliados se vieron obligados a combatir, Colhuacatonco fue uno de los que más resistencia ofreció. Así lo explica Sahagún en el capítulo 35 de «Historia general de las cosas de Nueva España». El título del mismo no deja lugar a equívocos: «De cómo los mexicanos prendieron otros españoles, más de cincuenta y tres, y muchos tlaxcaltecas, tetzcucanos, chalcas, xuchimilcas, y a todos los mataron delante de los ídolos». Aquella jornada imposible de fechar en el calendario (no se especifica en la crónica) fue, sin duda, aciaga para las huestes de Hernán Cortés.
Siempre en palabras del cronista, aquel día se trabó en las cercanías del barrio «una batalla muy recia» en la que, para sorpresa de los españoles, los «mexicanos se arrojaron contra los enemigos como borrachos». Según parece, fueron los aztecas los que golpearon primero paras atrapar por sorpresa a los conquistadores. Y no les fue mal. Al menos, según las palabras del propio Sahagún: «[capturaron] muchos de los daxcaltecas y chalcas y tetzcucanos, y mataron muchos de ellos».
El ataque fue llevado a cabo con tanta determinación que los españoles y sus aliados se vieron obligados a abandonar sus defensas y retirarse hasta un lugar seguro. Algo que, según Sahagún, no fue sencillo, pues el fango ralentizó a los hombres de Hernán Cortés. El desastre fue total. «Aquí prendieron muchos españoles y los llevaron arrastrando», añade el autor. Fue precisamente en este instante cuando los aztecas lograron robar una bandera a los conquistadores. Una auténtica deshonra para los soldados de la vieja Europa. «En este lugar tomaron a los españoles una bandera, donde está la iglesia de la Santísima Concepción», completa el cronista.
Tras hacer huir a los conquistadores, los mexicas de Colhuacatonco regresaron a sus dominios, donde rindieron homenaje a sus dioses sacrificando a los prisioneros sacándoles el corazón. «Y los indios volvieron a coger el campo y tomaron sus cautivos, y los pusieron en procesión todos maniatados. Pusieron delante a los españoles, y luego a los daxcaltecas, y luego a los demás indios cautivos, y los llevaron al cu que llamaban Mumuzco. Allí los mataron uno a uno», determina Sahagún. Posteriormente, clavaron las cabezas de los fallecidos en estacas formando un tzompantli. Un macabro altar de sacrificios. «[Colocaron las cabezas] de los españoles más altas y las de los otros indios más bajas, y las de los caballos más bajas».
En esta pequeña, aunque sangrienta batalla, fallecieron 53 españoles y 4 caballos. Con todo, la masacre no evitó que los hombres de Hernán Cortés detuvieran su avance a través de los reductos de resistencia ubicados en Tenochtitlan. Todo lo contrario. Al final, las armas y el hambre terminaron por dar al traste con los aztecas. «Y había gran hambre entre los mexicanos y grande enfermedad, porque bebían del agua de la laguna y comían sabandijas, lagartijas y ratones, etc., porque no les entraban ningún bastimento, y poco a poco fueron acorralando a los mexicanos, cercándolos de todas partes», finaliza el autor.