La masacre de cristianos en la que los musulmanes robaron la verdadera Cruz de Jesús a los templarios
En enero de 1128, el Papa declaró a esta orden ejército divino. Poco después, sin embargo, sus miembros perdieron en la batalla de los Cuernos de Hattin una de las joyas más valiosas de la cristiandad
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Hubo un tiempo en el que combatir bajo la sombra que cobijaba una reliquia santa era mejor recibido que hacerlo al lado del más habilidoso y más fuerte de los guerreros. Eran años en los que la vida humana valía menos que un grano de arena y en los que la gente consideraba afortunados a aquellos que podían coger una espada y viajar hasta Jerusalén (en Tierra Santa) para expiar sus pecados ante Dios matando musulmanes.
Era, en definitiva, la época de la Segunda Cruzada. Una etapa de la historia en la que -para su desgracia- un ejército cristiano formado fundamentalmente por caballeros templarios fue arrasado por el sultán Saladino en la batalla de los Cuernos de Hattin (1187) y perdió la que, por entonces, era su mayor joya: un pedazo de la «Vera Cruz» en la que fue crucificado Cristo.
Desde entonces, se desconoce qué fue de aquella reliquia. Una de las más sagradas para los cristianos. La historia afirma que fue robada por los musulmanes. Sin embargo, son también muchas las leyendas que explican que fue enterrada por los templarios en un lugar secreto para evitar que fuera capturada.
Y no solo eso, sino que sigue bajo las arenas de Jerusalén, esperando a que alguien la libere del olvido. Hoy, aprovechando que fue en enero cuando el Papa Honorio II concedió una sanción mediante la que declaró a los caballeros templarios «ejército de Dios» en 1128, hemos querido recuperar esta historia y plantearnos la siguiente pregunta: ¿Dónde esta la «Vera Cruz» perdida?
El origen de la «Vera Cruz»
El hallazgo de la «Vera Cruz», o la cruz en la que fue ejecutado Cristo (para aquellos que anden escasos de latín), hay que buscarlo en el siglo IV (más concretamente, en el 335). Fue entonces cuando esta reliquia fue encontrada por la emperatriz Helena, más conocida por ser la madre de Constantino I el Grande (el mismo que autorizó el culto al cristianismo en Roma tras una larga división de opiniones).
La historia (que navega entre la verdad y la leyenda) fue recopilada por el obispo del siglo XIII Jacopo della Voragine. Este era partidario de que la mujer removió la ciudad de Jerusalén hasta dar con el extraviado objeto. Una santa madera cuyo paradero -según se decía- era conocido desde hacía siglos por algunos sacerdotes de la región. «Helena, junto con Macario, obispo de Jerusalén, había amenazado a los rabinos de la ciudad con quemarlos vivos si no desvelaban el paradero de la Vera Cruz», explica David González Ruiz en su obra «Breve historia de las leyendas medievales».
Fuera bajo amenaza de ser pasados a la brasa, o por cualquier otra causa, la leyenda cuenta que los religiosos terminaron aceptando y cantaron como pajarillos cuando Helena les preguntó por el lugar exacto en el que se encontraba la «Vera Cruz».
Posteriormente, y sabiendo donde diantres estaba escondida, ya solo hubo que sacar paladas y paladas de tierra para que la reliquia volviese a ver la luz del sol. Así lo afirma Javier Martínez-Pinna en su obra «Operación trompas de Jericó», donde explica que lo primero que hizo después de que le informaran de que estaba bajo un lugar de culto fue «ordenar derribar los templos paganos de la ciudad de Jerusalén para descubrirla».
Al final, tuvo suerte. O a medias. Y es que, bajo un templo dedicado a Venus, Helena halló tres cruces. ¿Cuál era la de Jesús? La leyenda dice que la respuesta llegó de parte de las gélidas manos de un cadáver. «Se cuenta que pasó al poco tiempo por allí un cortejo fúnebre con el cadáver de un joven e […] hicieron que lo bajaran y lo depositaran sobre una de las cruces. Al colocarlo sobre las dos primeras no pasó nada, pero cuando lo pusieron sobre la tercera el difunto resucitó», determina José Antonio Martínez Pereda en su libro «La importancia de llamarse Helena». Esta es una de las teorías, pues otros afirman que lo que verdaderamente sucedió fue que una mujer agonizante tocó la madera y quedó sanada inmediatamente.
En manos cruzadas
Dice la historia que Helena, dichosa por el hallazgo de la reliquia, mandó edificar una iglesia (la del Santo Sepulcro) en el lugar en el que había sido encontrada la «Vera Cruz». La reliquia permaneció en manos cristianas hasta el año 610, cuando los persas tomaron la ciudad y se la quedaron. A partir de entonces, comenzó a cambiar de manos de forma constante.
«El emperador Heraclio llevó a cabo un último intento por recuperar la cruz, derrotando a sus odiados enemigos persas, para volver a tomar posesión de la reliquia en el 629»
«El emperador Heraclio llevó a cabo un último intento por recuperar la cruz, derrotando a sus odiados enemigos persas, para volver a tomar posesión de la reliquia en el 629, pero no por muchos años, porque poco después, en el 638, los árabes se hicieron definitivamente con el poder de la zona privando a los cristianos de su anhelado objeto de culto», explica Martínez-Pinna.
El devenir de la «Vera Cruz» queda oscurecido a partir de entonces y hasta el año 1009, cuando un cruel califa decidió que -atendiendo a su juicio- debía destruir con fuego la iglesia del Santo Sepulcro, donde se hallaba entonces la joya santa. La lógica dicta que, presumiblemente, esta se quemó. Sin embargo, la leyenda cuenta que la orden de los Templarios acabó hallando un trozo en Jerusalén después de que la urbe fuese retomada por los cristianos en el 1099. «Los caballeros templarios tenían el privilegio de llevarla y custodiarla durante las acciones de guerra», se explica en el libro «Templarios», editado por el Canal Historia. A partir de entonces se cuenta que los cruzados ganaron todas aquellas batallas en las que participaron portando junto a sí este tesoro.
Hacia la batalla
A comienzos del siglo XII, aun con la «Vera Cruz» en su poder, la situación política no podía ser peor para Jerusalén, la capital del reino cristiano en Tierra Santa. Tras décadas de guerra y de cruzadas, Balduino IV (el rey de la ciudad -tristemente famoso por ser leproso-) falleció en 1185. Y con él se marchó la cordura, pues era un monarca que -sabedor de que la ínfima cantidad de caballeros cruzados en la región era insuficiente para enfrentarse a los musulmanes- había procurado mantener la paz con el sultán Saladino. Un enemigo letal.
Su marcha al otro mundo fue seguida del ascenso al trono de un gobernante belicoso y muy maleable: Guido de Lusignan. Un galo que llegó acompañado de la facción más cruel de los caballeros cruzados (representada por el sanguinario Reinaldo de Chátillon y por Gerardo de Ridfort, maestre de los templarios). Con ese elenco de personajes rondado por palacio, solo era cuestión de tiempo que se rompiese la tregua establecida entre cristianos y musulmanes años atrás y se iniciase una guerra a sangre y espada.
«Reinaldo de Chátillon, que no podía permanecer inactivo, después de aliarse con Guido de Lusignan, comenzó a atacar caravanas comerciales [musulmanas] que pasaban cerca de sus castillos en 1886», afirman un compendio de varios historiadores en el libro «Batallas de las cruzadas». Por si tener a un tipo molesto robando las riquezas de su subordinados no fuese suficiente, Saladino terminó hasta el turbante de la situación cuando el cruzado no tuvo mejor idea que asaltar una partida de jinetes en la que viajaba su propia hermana. Aquello fue demasiado para él y, ofendido, decidió movilizar a sus ejércitos y dirigirse hacia el reino latino de Jerusalén. Acababa de iniciarse la lucha.
«Reinaldo de Chátillon, después de aliarse con Guido de Lusignan, comenzó a atacar caravanas comerciales [musulmanas]»
Los cristianos respondieron preparando a su ejército. Así pues, en 1187 dos de los más grandes contingentes vistos hasta la fecha en la región se armaron para enfrentarse al enemigo. Los números varían atendiendo a las fuentes, pero González Ruiz es partidario que estos han sido exagerados por el tiempo y que Saladino apenas logró reunir 18.000 hombres, por 11.000 de Guido (1.000 de ellos, caballeros). Con todo, entre las filas de los seguidores de Cristo se hallaban los temibles templarios (cuyo equipamiento y habilidades militares estaban sobradamente probadas).
Además, contaban con una curiosa arma secreta. «Para garantizar la victoria sobre Saladino se pidió al patriarca Heraclio que acudiera a la cruzada con la Vera Cruz. Su presencia suponía un aliciente a la moral del ejército, la leyenda contaba que siempre que la reliquia había salido a la batalla, esta había acabado con victoria cristiana y su portador sin sufrir rasguño alguno. Pero el patriarca declinó la oferta en favor de las comodidades que tenía en la ciudad», explica González Ruiz. No obstante, aceptó que la reliquia fuese portada en combate por el obispo de San Juan de Acre. Sin duda, los cristianos jugaban toda su mano en ese movimiento.
La estrepitosa derrota
El 30 de junio de ese mismo año, y después de varias batallas, Saladino asedió con sus hombres la ciudad de Tiberíades (al otro lado del Jordán) y consiguió, de esta forma, aprovisionarse de agua. Guido, en principio, tuvo la paciencia de un buen monarca y se negó a avanzar sobre la región. Sabía que la distancia entre su campamento y el enemigo era demasiada, y que su ejército corría el riesgo de padecer el cruel destino de morir de sed. Pero, a veces, el honor puede más que la razón y cuando Reinaldo y el maestre de los templarios le presionaron, terminó pasando por el aro y ordenó a sus hombres hacer el petate. Habría batalla, pero sería lejos del líquido elemento. Al menos, para ellos.
El 3 de julio, Guido se dirigió hacia el este con la «Vera Cruz» a su lado. Para su desgracia, los temores que le habían perseguido durante semanas se hicieron realidad. A las pocas horas, su ejército padecía una intensa sed y sus caballeros se abrasaban dentro de las corazas. Desesperado, el nuevo rey de Jerusalén dirigió sus huestes hacia el valle de Hattin (ubicado entre dos colinas llamadas «Los cuernos»). Si lo cruzaba, podría llegar hasta el lago de Tiberíades e hidratar a sus combatientes. Sin embargo, Saladino tenía otros planes para los cristianos. En la noche del 3 al 4 de ese mismo mes (cuando el monarca entró con sus huestes en el páramo), cerró las salidas naturales al valle con sus tropas.
Los cruzados habían caído en su trampa. El siguiente paso fue sencillo. Lluvia tras lluvia de saetas, fue diezmando al ejército cristiano. Así hasta que, cuando más debilitado estaba el enemigo, ordenó el ataque. Los caballeros hospitalarios y templarios recogieron el guante y se lanzaron (arma en ristre) contra sus huestes. A su espalda, contaban con la «Vera Cruz» y, a pesar de estar agotados, se creían invencibles. No sabían lo equivocados que estaban. Horas después, los hombres de Guido se vieron totalmente superados, y empezaron a retroceder y a defender, desesperados, el pedazo de la cruz en el que había fallecido su Señor.
«Sólo quedó un pequeño grupo de hombres tratando en vano de defender la Santa Cruz», se determina en «Batallas de las Cruzadas». Poco pudieron hacer, pues finalmente los musulmanes se hicieron con ella. «El obispo de Acre, portador de la Vera Cruz, murió de una lanzada durante la batalla, lo cual provocó la desazón de los caballeros cruzados», determina el autor de «Breve historia de las leyendas medievales». Apabullados por un brutal número de enemigos y con una sed terrible, los últimos defensores se dejaron la vida dando espadazos por aquella reliquia.
La historia afirma que aquellos últimos hombres eran sin duda templarios. Y lo cierto es que la teoría no carece de lógica. Y es que (como queda recogido en el libro «La maldición de los santos templarios» -de Rafael Alarcón Herrera-) sobre esta orden recaía el privilegio de proteger la reliquia. En palabras del autor español, esto era especificado por los Estatutos de la Casa: «Cuando se lleva la Vera Cruz en cabalgada, el comendador de Jerusalén y diez caballeros deben custodiarla de noche y día, y deben albergarse lo más cerca que puedan de la Vera Cruz mientras dure la cabalgada. Y cada noche dos hermanos deben velar custodiando la Vera Cruz».
¿Dónde está la «Vera Cruz»?
«Saladino se apropió de la reliquia y la cristiandad quedó convencida de que la Vera Cruz se había perdido para siempre en los campos de Hattin», se añade en la obra. A partir de aquí comienzan las elucubraciones. La historia nos dice que Saladino se llevó consigo la «Vera Cruz» y jamás la devolvió. La reliquia, por lo tanto, se habría perdido para siempre. Todo ello, a pesar de que el rey inglés Ricardo Corazón de León solicitó al musulmán durante la Tercera Cruzada que se la devolviese en multitud de ocasiones. Pero nada de nada. No aceptó ni entregarla como pago de soldados árabes capturados, ni como trueque para recuperar ciudades. La joya se quedó -oficialmente y para siempre- en manos de los terribles «infieles».
Sin embargo, existen multitud de leyendas sobre su «verdadero» paradero. La más famosa viene recogida en el libro «La maldición de los santos templarios» y afirma que, poco antes de ser derrotado, un caballero templario decidió enterrar la «Vera Cruz» para evitar que acabase en manos enemigas.
En palabras del autor, años después aquel mismo combatiente se personó ante el rey de Jerusalén y le dijo que, si le ofrecían la ayuda de un guía experto, hallaría la reliquia. «El rey hizo venir a un sargento nacido en la región, que marchó en la noche con el templario para evitar encuentros con los musulmanes», explica el experto. Buscaron durante tres noches, pero no les sirvió de nada. No hallaron los restos. Aquello, en la época, se entendió como una maldición divina por los pecados de los hombres.
Otro de las elucubraciones dice que los templarios, lejos de esconderla, la redujeron a cenizas con fuego para evitar que Saladino se hiciese con ella. Finalmente, las teorías más cercanas a la realidad son las que determinan que los musulmanes se llevaron su preciado botín a Egipto, y allí permanece. Con todo, poco se sabe de aquel pedazo de la «Vera Cruz» que ofreció consuelo a los últimos cruzados que lucharon en Hattin. Además, no son pocos los investigadores que declaran que es más que improbable que la reliquia que se portaba aquel día fuera un pedazo real de la cruz de Cristo, pues tras su presunto hallazgo (también discutido) se repartieron muchos falsos trozos por medio mundo.