La trágica vida de la Emperatriz francesa que nació en Granada y enamoró a Napoleón III por su rebeldía
Matilde Bonaparte censuró con dureza el matrimonio: «Uno se acuesta con una señorita Montijo, no se casa con ella»
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Eugenia María Guzmán, conocida como Eugenia de Montijo por el título paterno, nació en medio, literalmente, de un terremoto en Granada siendo una noble castiza y segundona, y murió noventa y cuatro años después en el palacio madrileño de Liria como emperatriz viuda y depuesta de Francia cuando del temblor causado por su vida se percibían ya solo pequeñas réplicas. Este ascenso fulgurante en la constelación europea se explicó, en primera instancia, por la proyección internacional de sus padres. Él, un grande de España de filiación afrancesada y sangre de Guzmán El Bueno; ella, María Manuela Kirkpatrick y Grevignée, hija de un antiguo cónsul de los Estados Unidos con sangre malagueña y escocesa.
De la mano del padre, alérgico a esas alturas de su vida a las peleas palaciegas, la niña creció en un ambiente silvestre e impregnado del aire gitano y alegre de Albaicín. Su madre, en cambio, procuró inyectarle el gusto por la pompa y el lujo. Viuda muy pronto, esta madre ambiciosa de enorme carácter procuró una educación cosmopolita y rica en idiomas para sus hijas, la IX Condesa de Montijo, y Eugenia, que alternaron su niñez entre Madrid, Granada y viajes a Inglaterra y Francia. De resultas de esta educación, Eugenia no era excesivamente culta, como apunta el historiador Jaime de Salazar y Acha en la entrada que le dedica en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de Historia, pero disfrutaba de «una impresionante belleza, de una distinción y una elegancia fuera de lo común y de una atractiva personalidad». El novelista Juan Valera, una de las celebridades que orbitaba por el ambiente familiar de los Montijo, describió con veinte años a la joven con una mezcla de amor y aversión:
«Es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte y tan poco corta de genio y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi-casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y sobre todo riquísima».
Esa rebeldía innata se percibía igualmente en sus reparos a la hora de relacionarse con las nobles de su edad y de su entorno: «No tengo amigas, pues las chicas madrileñas son tan tontas que solo saben hablar de moda, además de que se critican las unas a las otras». Tampoco tenía parangón a nivel físico, como bien lo reflejó Madame Carette al elevarla a los altares de la princesas de su tiempo: «Los hombros, el pecho y los brazos recordaban a las más bellas estatuas. La cintura era pequeña y redondeada; las manos, delgadas; los pies, diminutos. Nobleza y mucha gracia en el porte, una distinción nata, un andar ligero y suave».
Con sus huesos en París
No iba a resultar difícil casar a aquella dama refinada con algún aristócrata castellano de postín, y sin embargo fueron las negociaciones infructuosas con el Duque de Sesto, célebre por su futuro papel como servidor e instructor de Alfonso XII durante su larga travesía por el desierto del exilio, lo que dio con sus huesos en París. Su hermana, en cambio, se casó con Jacobo Fitz-James Stuart, Duque de Alba y de Berwick, a la que las dos hermanas conocían desde niñas y del que Eugenia estaba enamorada de forma secreta. Tanto le decepcionó saber que el duque se iba a casar con su hermana que la futura Emperatriz de Francia intentó envenenarse comiéndose una caja de fósforos. Una determinación muy romántica, muy de su época, que por suerte no tuvo consecuencias físicas.
Tras el sucesivo chasco matrimonial y aquel amor adolescente frustrado, Eugenia María Guzmán se planteó tomar los hábitos y vivir en un convento: «Dios me dará el valor para acabar mi vida en un convento y nunca se sabrá de mi existencia». Sin embargo, no fue en una templo al final sino en París donde halló lo más parecido a la felicidad. Madre e hija se instalaron en la capital francesas y empezaron a codearse con la alta sociedad europea, entre ellos la dinastía Bonaparte. En el año 1850, vísperas de que Napoleón III, sobrino de Napoleón Bonaparte, iniciara el segundo imperio francés, Eugenia y el estadista se conocieron en una recepción en la casa de la Princesa Matilde Bonaparte. El llamado príncipe-presidente, pronto Emperador de los franceses por medio de un golpe de Estado, quedó profundamente enamorado de esa joven de veinticuatro años con mucho ingenio y sentido común. Tanto que, frente a aquel enamorado que le sacaba un porrón de años, concretamente dieciocho, la española resistió el cortejo y exigió que si quería una dosis de Montijo debía ser mediante matrimonio.
El 2 de diciembre de 1852, Napoleón se proclamó Emperador y, ese mismo mes, pidió matrimonio a Eugenia, que al aceptar y casarse el siguiente mes en una fastuosa boda en la Catedral de Notre Dame, posterior a una ceremonia civil igual de florida en el Palacio de las Tullerías, se convirtió en emperatriz consorte. El Emperador de Francia justificó su decisión en que «he preferido a una mujer a la que amo y respeto a una mujer desconocida cuya alianza habría supuesto ventajas unidas a sacrificios. Sin demostrar desprecio por nadie, cedo ante mi inclinación, no sin haber sopesado antes mi razón y mis convicciones. Al poner la independencia, las cualidades del corazón y la felicidad familiar por encima de los prejuicios dinásticos no seré menos fuerte, ya que seré más libre».
Desde España, muchos lamentaron, comparándola con la escandalosa Isabel II, que se hubiera exportado a tan valiosa monarca. «Eugenia de Montijo, qué pena, pena, que te vayas de España para ser Reina. Por las lises de Francia, Granada dejas, y las aguas del Darro por las del Sena. Eugenia de Montijo, qué pena, pena…», decía una coplilla de la época.
Un imperio del lujo
Eugenia desplegó sobre la corte imperial un lujo y un refinamiento desmedido, con un ligero toque español propio de aquel tiempo en el que la Península se veía como un lugar exótico, que rememoraron los tiempos del Antiguo Régimen en un país que se movía o a golpes de revoluciones o a esplendores imperiales. El trazado del París moderno cobró forma en este reinado donde la corte correspondió, en grandeza, con mascaradas fastuosas, estrenos de ópera que marcaron época y con los emperadores pasando parte del verano en la ciudad balneario de Biarritz, en el País Vasco francés. La estancia estival de la aristocracia en los lugares con playa abrió el camino a lo que hoy es parte indisoluble del verano de cualquier españolito o europeito medio. Sus detractores criticaron, sin embargo, la frivolidad de la monarca y el pueblo llano nunca conectó del todo con esa extranjera que llamaban de forma despectiva «la española», pero que también dedicaba gran parte de su agenda diaria a obras de la beneficencia visitando suburbios, hospitales y orfanatos.
En 1858, un revolucionario italiano llamado Felice Orsini, hijo de un antiguo oficial de Napoleón Bonaparte, intentó asesinar a la pareja con la bomba que hoy lleva su apellido, la Orsini, que empleaba de detonador de la carga explosiva fulminato de mercurio. Orsini y varios cómplices lanzaron varias bombas de este tipo cuando los monarcas acudían al teatro Rue Le Peletier, el precursor de la Ópera Garnier, lo que provocó ocho muertos y 142 heridos entre el gentío. No en vano, los Emperadores salieron ilesos y continuaron hacia el teatro sin perder la compostura. El mismo Orsini resultó más herido en el lance que los objetivos y fue pronto arrestado. El conato de magnicidio incrementó la popularidad de Napoleón y de Eugenia.
La granadina ejerció una importante influencia sobre su marido en varias decisiones políticas, entre ellas la desastrosa intervención francesa en México y la actuación en Roma en defensa del Papa, convertido en un islote en medio de una Italia camino de la unificación. En 1869, la Emperatriz representó al imperio francés en la apertura del Canal de Suez en Egipto, proyecto imperial que había apoyando por convencimiento y porque el responsable de la obra, su primo Ferdinand de Lesseps, era un empresario francés, medio español, con el que guardaba una relación de amor odio.
El poder congregado y su carácter independiente aumentaron los detractores de la española, a la que la familia de su marido no tragaba y de la que Matilde Bonaparte llegó a decir que «uno se acuesta con una señorita Montijo, no se casa con ella». Las numerosas infidelidades de Napoleón deterioraron la relación entre ambos e incluso llevaron a la noble española a abandonar una temporada a su marido.
Durante la guerra franco-prusiana de 1870, que vivió la caída del segundo imperio francés y el nacimiento del imperio alemán, Eugenia ejerció la regencia cuando su marido fue capturado por los prusianos en los campos de Sedán junto a miles de soldados de su ejército. París se organizó en comuna y proclamó una nueva república, tras lo cual la emperatriz depuesta abandonó París para instalarse en una casa de campo, Camden Place, en Inglaterra.
La viuda de Francia
El Emperador se desplazó allí en 1871 tras pasar un breve periodo en el cautiverio. Murió el 9 de enero de 1873, a los sesenta y cinco años de edad, dejando a la española al frente del partido bonapartista y, sobre todo, a cargo del único hijo de ambos. Del matrimonio nació el Príncipe imperial Eugenio Luis, tras un par de abortos y, cuenta el anecdotario, después de que la Emperatriz británica Victoria le aconsejara que utilizara ciertas posturas que «vendrá muy bien para tu posterior embarazo… por que no te pones estos cojines de esta manera en tus lumbares y así a lo mejor tienes suerte». Después del asunto del cojín Eugenia habría quedado supuestamente encinta.
Eugenia preparó a su hijo para regresar algún día al trono de Francia. Le hizo ingresar en la escuela militar de Woolwich e instruirse para los retos del futuro. No obstante, Eugenio Luis moriría el 1 de junio de 1879 en Ulundi, Sudáfrica, durante la humillante guerra contra los zulúes que el cine se ha encargado de mitificar hasta parecer otra gloriosa victoria de las armas inglesas frente a guerreros armados con lanzas. El joven de 23 años iba armado con la espada de su tío abuelo cuando cayó de su caballo víctima de una emboscada de los zulúes, que le mataron a a lanzadas tras un breve combate. Eugenia nunca llegó a reponerse de la muerte de su heredero y hasta quiso visitar el lugar donde falleció. Abandonó la política y vistió cuarenta años de riguroso negro, pero no dejó de viajar por el globo.
A finales de ese mismo siglo se construyó una villa en la Costa Azul, a donde acudía cada temporada bajo el título ficticio de «condesa de Pierrefonds» para no llamar la atención de nadie. También a Madrid viajaba con frecuencia, alojándose en el palacio de Liria, ese majestuoso edificio rodeado de un pequeño parque de árboles centenarios, propiedad de su sobrino el Duque de Alba, donde murió el 11 de julio de 1920. Su cuerpo fue trasladado posteriormente a Inglaterra para reposar junto a su esposo e hijo.