23 noviembre, 2024

La venganza de Julio César contra los piratas que le tuvieron 38 días secuestrado en una isla perdida de Asia

Representación de los piratas que surcaban el Mediterráneo ABC
Representación de los piratas que surcaban el Mediterráneo ABC

Roma no se construyó en un día, y un dictador de la talla de don Cayo Julio César no brotó del vientre de su madre con toga y corona de laurel. El hombre que actuó como vector entre la República y el Imperio tuvo juventud, y vaya si fue entretenida aunque no haya llegado a nuestros oídos. Líos políticos, guerras en Asia… y hasta un secuestro por piratas similar al que padeció Miguel de Cervantes muchos siglos después. Aunque el desenlace fue mucho peor para los criminales en este caso. Durante el cautiverio, el patricio prometió volver para crucificarlos si alguna vez le liberaran, y no bromeaba.

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Años de juventud y piratería

Pero vayamos por partes. Cuando se sucedió el episodio, el joven Julio no vivía sus mejores años. Alumbrado en el 100 a. C. al calor de una familia de renombre, había caído en desgracia por sus enfrentamientos con la dictadura de Lucio Cornelio Sila. Nada fuera de lo normal: líos de matrimonios concertados y diferencias políticas entre clanes. Narra el historiador Plutarco (350-432) en ‘Vidas paralelas’ que el Estado movió ficha y «le confiscó la dote» a nuestro patricio. Y él, como reacción, se marchó a Asia para empezar a versarse en el arte del gladius. Allí obtuvo nada menos que una Corona Cívica, una de las mayores condecoraciones de las legiones romanas. Empezaba a forjarse su leyenda.

Mientras Julio César andaba a mandobles en Asia, el Mediterráneo vivía su particular pesadilla; una con nombres y apellidos. Así lo explica a ABC el historiador Federico Romero Díaz, coautor de la obra coral ‘Ab urbe condita’, presidente de Divulgadores de la Historia y cofundador del Día de la Romanidad: «Hasta el año 67 a. C., en el que el general Pompeyo recibió la autoridad absoluta para acabar con la piratería, esta supuso un problema muy serio para la autoridad romana». En sus palabras, los piratas «interferían el comercio y secuestraban a personas ilustres para exigir un rescate a cambio». Y eso, si los reos tenían la suerte de ser ricos. «A los más pobres los vendían como esclavos», sentencia.

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La inseguridad reinaba en el ‘Mare nostrum‘, los criminales dominaban las aguas y sus golpes de mano afectaban de forma más que notable a la actividad comercial de la Ciudad Eterna. «La piratería era una auténtica industria que ofrecía pingües beneficios económicos. Había regiones como Cilicia que vivían de ella, poblados enteros en los que el oficio de pirata se pasaba de padres a hijos», añade Romero a este diario. Lo peor es que la «complicada orografía de las islas en las que construían sus bases estos piratas, las torres de vigilancia que levantaban, y las fortificaciones con las que defendían sus poblados» hacían que cazarles supusiese un auténtico infierno.

Así de peligroso lucía el Mediterráneo cuando, allá por el 78 a. C., Cayo Julio César se enteró de la muerte de Sila y movió ficha. «Era joven, tendría unos 25 años y decidió dirigirse a Rodas para ampliar sus estudios de retórica y filosofía con uno de los mejores maestros de la época: Apolonio Molón», añade Romero. Durante ese viaje, que cuesta ubicar en el calendario –cosa de las fuentes clásicas–, dice Plutarco que comenzó la locura: «Fue apresado junto a la isla de Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques».

«Se quedó entre los pérfidos piratas de Cilicia y, sin embargo, les trataba con tal desdén, que, cuando se iba a recoger, les mandaba a decir que no hicieran ruido»

Plutarco

El cómo diantres se sucedió el secuestro es todavía un misterio histórico. «Solo se sabe que fue cerca de Farmacusa, una isla próxima a la costa de Asia Menor, y que los piratas que le interceptaron eran cilicios. Es posible que la amplia red de espías que tenían en los puertos cercanos les informara de que en el buque viajaba un romano acaudalado y de buena familia», sentencia Romero. Un noble era una golosina; un sinónimo de dinero, vaya. Lo que sí conocemos es que dieron buena cuenta de la tripulación, capturaron al chico y se lo llevaron a su base con dos asistentes de cámara y un médico.

Aquellos desgraciados no tenían idea de con quién se habían topado. Cuando le informaron de la cantidad que iban a pedir por su vida, Julio César se burló de ellos. «Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que, pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta», explica Plutarco. El equivalente en la actualidad, según Romero, serían «millones de euros, una auténtica fortuna». Y vayan por delante los datos: en el Antiguo Testamento, un talento equivalía a 34 kilogramos de plata.

El joven despachó una comitiva para buscar su rescate y, mientras aguardaba la respuesta, se dedicó a la vida contemplativa y a la chanza. Porque sí, tal y como recoge Plutarco, poco miedo le tenía a sus captores: «Se quedó entre los pérfidos piratas de Cilicia y, sin embargo, les trataba con tal desdén, que, cuando se iba a recoger, les mandaba a decir que no hicieran ruido». Pasó 38 jornadas entre ellos descansando y perfeccionando su oratoria. «Estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad, y, dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían», añade el autor clásico.

Julio César regresó a Mileto y reclutó una flota de mercenarios con la que apoderarse de la isla pirata ABC

Y de cuando en cuando, entre discurso y merendola, el reo colaba una verdad incómoda que sus captores interpretaban como una fanfarronada típica de su edad. «Muchas veces les amenazó, entre burlas, con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza», desvela Plutarco. ¿Qué podía hacerles aquel chiquillo? Explica Romero que, una vez pagado el rescate desde Mileto, los secuestradores entregaron a Julio César y se olvidaron del asunto. El problema es que el joven había hablado muy en serio.

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Narran las crónicas de la época que, ya en Mileto, Julio César orquestó su venganza tras reclutar una flota mercenaria: «Equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los Milesios, se dirigió contra los piratas, los sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos». Romero, por su parte, recuerda algo que se suele obviar: «En principio no acabó con ellos. Los encarceló en Pérgamo y puso su destino en manos del gobernador romano de Asia, Marco Junio Junco». Pero la avaricia del mandamás, que vio en los presos a unos esclavos fuertes que vender por una buena cantidad de monedas, acabó con su paciencia.

Un aristócrata romano no podía faltar a su palabra, y Julio César no iba a ser menos. Al poco, volvió a la prisión y les crucificó. «No haciendo cuenta de Junio se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos los puso en un palo, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla», explica Plutarco. Hay que señalar, eso sí, que los estranguló antes para agradecerles lo bien que le habían tratado durante aquellos 38 días de cautiverio. Aquello de lo cortés y lo valiente. Como redoble, Romero nos añade un análisis final: «Es un episodio que nos demuestra la extraordinaria personalidad que mostró desde su juventud, y el elevado concepto que tenía sobre sí mismo y sobre su ‘dignitas’». No albergamos dudas…

Origen: La venganza de Julio César contra los piratas que le tuvieron 38 días secuestrado en una isla perdida de Asia

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