La verdad tras la leyenda de Trepper, el espía «rojo» cuya actuación «mató a 300.000 nazis» en la IIGM
El jefe de los servicios secretos de Hitler, Wilhelm Canaris, llegó a reconocer que este agente secreto soviético «ganó él solo la Segunda Guerra Mundial»
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En agosto de 1967, el periodista francés Gilles Perrault contaba a «Blanco y Negro» como había conseguido dar con Leopold Trepper (Nowy Targ, Polonia, 1904 – Jerusalén, 1982), el «espía soviético de la mil caras», del que el mismo jefe de los servicios secretos de Hitler, Wilhelm Canaris, llegó decir: «Él solo ganó la Segunda Guerra Mundial. Su actuación costó más de 300.000 muertos a Alemania». Habían pasado dos décadas desde que se le perdiera el rastro: «Desde la liberación en 1945 habían corrido sobre él las más increíbles versiones. Se sabía que había sobrevivido y que había conseguido llegar a Rusia, pero todo el mundo estaba convencido de que estaba muerto», podía leerse en la entrevista.
Perrault había estado buscando a Trepper durante varios años, obsesionado con las historias y leyendas que circulaban acerca del que fue uno de los espías más importantes de la historia del siglo XX. Tanto es así que sus acciones fueron decisivas para el ganar la batalla de Stalingrado, desmantelar la invasión de la URSS por parte de Hitler, evitar muchos ataques contra los aliados que habrían sido nefastos y, en definitiva, evitar la victoria de Alemania en la guerra más mortífera de la humanidad.
El reportero galo había logrado averiguar que Leopold Trepper, conocido por sus subordinados como «el gran jefe», había sido solo su nombre en clave. Realmente se llamaba Lejb Domb y vivía de incógnito en Varsovia como presidente de la Unión Cultural Judía en Polonia. Viajó de inmediato hasta allí y se presentó en la sede esperando que le recibiera. Cuando entró en su despacho –«me quedé hipnotizado por sus ojos, una mirada gris acero de una dureza extraordinaria»–, le soltó de golpe: «Desde hace años vivo prácticamente con usted, el Trepper de hace veinte años. Quiero escribir un libro sobre su red de espionaje». Al callarse, Perrault vio como le temblaba la mano.
Accedió, y de aquellas conversaciones salió el libro de « La orquesta roja» (1967), un éxito mundial traducido a 19 idiomas en el Perrault sacó a la luz todos los detalles de la organización secreta creada por nuestro protagonista, que fue decisiva para que los Aliados consiguieran la victoria en 1945. «Era un hombre destrozado», aseguraba periodista a « Blanco y Negro», donde le describía como alguien «al que le daba igual morir famoso o desconocido, pero al que le acongojaba ser el único que podía hablar de toda su red. Su muerte sería la de todos, ya que su recuerdo se perdería. Por eso dijo esta frase: “Si hablo, la hierba del olvido no se posará sobre sus tumbas”». Y habló.
A partir de aquellas entrevistas supo que fue la misma Gestapo quién bautizó como «La orquesta roja» a la organización creada por Trepper en Bruselas, en 1938, que acabó siendo una auténtica pesadilla para los servicios secretos del Tercer Reich. Sin embargo, el hecho de que este se prestara a trabajar como agente secreto de la URSS en el extranjero se debió en parte al miedo que tenía a ser detenido si permanecía en su país, sobre todo teniendo en cuenta la manifiesta hostilidad desplegada por Stalin contra quienes, como él, reunía la condición cosmopolita de ciudadano polaco, de judío y de apátrida. «Mi destino estaba trazado. Habría acabado en el fondo de un calabozo, en un campo de concentración o, mejor aún, ante un paredón. Por el contrario, si lejos de Moscú combatía en primera línea contra los nazis, podría seguir siendo lo que siempre había sido: un militante revolucionario», escribió en sus memorias, «El Gran juego», publicadas en 1975.
Acertó de lleno. Durante la guerra su red de espionaje fue la que mejor funcionó de todas cuantas se establecieron en cualquier bando, hasta el punto de que fue capaz de extender su campo de operaciones por todos los territorios de Europa que habían sido conquistados por los nazis. Muchos de los agentes que Trepper consiguió reclutar eran alemanes de los más diversos estratos sociales, desde artistas a militares, pasando por escritores, comerciantes y hasta altos mandos del gobierno que no necesariamente simpatizaban con el comunismo. Su habilidad para atraer a colaboradores era infinita.
Como apuntaban Pierre Accoce y Pierre Quet en su reportaje «La guerra se ganó en Suiza» (1966): «No transcurrían más de diez horas entre el momento en que se tomaba una decisión en la Wehrmacht (Fuerzas Armadas) y la orden se conocía en Moscú. En una ocasión, inclusive el plazo se redujo a seis horas». Una eficacia que se debió a que entre sus agentes uno podía encontrarse a un teniente y un coronel de la Luftwaffe (Ejército del Aire), un alto funcionario del Ministerio de Economía alemán, diplomáticos con mucha influencia, una trabajadora del Servicio de Información de Asuntos Exteriores o la famosa bailarina Olga Schottmüller, entre otros muchos.
Fue previsor, porque empezó a trabajar en su idea un año antes de que estallara el conflicto. Él mismo le expuso sus planes al general Berzin: se irían implantando en Alemania y en los países contiguos, pero no entrarían en acción hasta que la guerra se declarara. El objetivo de su red solo sería uno y no aceptaría más encargos: luchar contra el nazismo. En Moscú aceptaron y se pusieron a trabajar creando las primeras bases y asegurando las comunicaciones y el financiamiento de la organización. Entonces se estableció en Bruselas para dirigirlo todo con una identidad falsa: Adan Midler, un industrial canadiense. Como tapadera, fue creando más empresas, alguna de las cuales llegó incluso a suministrar materiales a organizaciones del Tercer Reich. Eso quiere decir que Hitler fue espiado con el dinero de Hitler.
Cuando comenzó el conflicto, Trepper se trasladó a París, donde aumentaría su labor transmisora de despachos telegráficos sobre los materiales utilizados por el enemigo: industria de guerra, transportes y nuevos tipos de armas. Sobre este último aspecto, «La orquesta roja» realizó auténticas proezas, como enviar con suficiente antelación a Moscú los planes ultrasecretos del nuevo tanque tipo T-6 que los alemanes estaban construyendo. Eso permitió a la industria soviética construir rápidamente el tanque KV, que supuso una desagradable sorpresa para la Wehrmacht cuando se encontraron en el campo de batalla. También desveló las rampas de lanzamiento dispuestas por Hitler en el norte de Francia, que pudieron ser destruidas. E informó a los aliados de las cadenas de montaje con la que los nazis estaban fabricando las bombas V, lo que permitió anticiparse y bombardear las fábricas. Muchos expertos coinciden en que si la V-1 y V-2 se hubieran terminado, el desembarco de Normandía habría sido imposible.
La caída de Trepper
En 1941, los nazis descubrieron por casualidad una de sus sedes en Bélgica. Canaris y el mismo Himmler se asustaron. Al cabo de casi un año de concienzudas investigaciones, supieron que se trataba de la red de espionaje más grande que se había conocido en toda la historia, con más de setenta puestos transmisores a pleno rendimiento en ciudades como Lieja, Gante, Bruselas, Estambul, Atenas, Belgrado, Ginebra, Viena, Roma, Ámsterdam, Neuchâtel, Madrid, Barcelona, Amberes, Estocolmo, Copenhague, Trondheim, Lyon, Marsella, Lille y, por supuesto, Berlín. También en el París ocupado, donde localizaron más de treinta telégrafos, desde los que se informaba al gobierno soviético y a los aliados sobre todo lo que ocurría en los diversos Estados Mayores de los ejércitos del Reich y en los niveles más altos de los ministerios de Asuntos Exteriores, Armamento, Aviación, Economía, Propaganda y Trabajo. Se calcula que llegaron a enviar más de 2.000 despachos de gran importancia durante la guerra, que fueron redactados por 290 agentes que no eran necesariamente espías profesionales. Fue aquí donde decidieron bautizar a la organización como «La orquesta roja», al considerar a sus miembros como «pianistas» que transmitían la información usando el telégrafo manual.
El 30 de junio de 1942, los alemanes detuvieron cerca de Berlín a un importante miembro de la red de Trepper y pudieron acceder a una serie de informes que, una vez descifrados, dejaron petrificado a Hitler: tenía ante sus ojos la prueba de que los rusos conocían desde hace seis meses su intención de comenzar sus ataques hacia el Cáucaso. Del jefe de todo aquello, sin embargo, no tenían el más mínimo dato ni imagen. Como escribía J.R.D. Bourcart en «Los secretos del servicio secreto soviético»: «La medidas de precaución que tomó, hábiles y minuciosas, le permitieron escapar durante mucho tiempo de las investigaciones de los servicios alemanes. Trepper tenía una reputación poco común de audacia y sangre fría. Se dice que un día entró en una casa donde se hallaba una de sus emisoras clandestinas, sin saber que la Gestapo estaba a punto de registrar el local y que su personal ya había sido detenido. Una vez cogido por sorpresa, se presentó como un comerciante de pieles de conejo e imitó con tal perfección la actitud, la voz y los gestos de los trabajadores del ramo, que los policías se contentaron con ponerle de patitas en la calle con un puntapié».
Finalmente, la red fue desmantelada en parte por la Gestapo el 31 de agosto de 1942. Se hicieron más de 600 arrestos en Bruselas, París y Berlín. Entre los detenidos, miembros del servicio de inteligencia militar alemán y de los ministerios de Propaganda, Trabajo y Exterior. Los procesos judiciales se llevaron en el más estricto secreto, por vergüenza: hubo 58 condenas a muerte, los hombres ahorcados y las mujeres guillotinadas, además de centenares de cadenas perpetuas, torturas e internamientos en campos de trabajos forzado. Trepper fue capturado un poco más tarde, pero siguió alimentando su leyenda al conseguir ganarse la confianza de sus captores hasta lograr que le dejaran escapar en 1943, lo que le permitió regresar a su país y, después, a Israel desilusionado con el comunismo.
En la entrevista en «Blanco y Negro» de 1967, Perrault contaba: «Hablaba de manera deshilvanada, porque siempre íbamos a parar a un muerto. Entonces se cogía la cabeza con las manos, cerraba los ojos y decía: “¡Dios mío!”. Y luego empezaba a hablar de otra cosa. Era como un paseo por el cementerio». Aunque una década después, el propio Trepper escribió en sus memorias: «La tragedia me esperaba en cada esquina, el peligro era mi compañero más fiel, pero si tuviese que volverlo a hacer, lo haría con gusto».