Las confesiones de Primo de Rivera horas antes de su ejecución: «Me horripila morir fusilado»
El 19 de noviembre de 1936, el fundador de Falange envió una serie de misivas a su cuñada desde la cárcel de Alicante, para sortear la censura de la República y que esta las repartiera después entre los familiares y amigos a los que se las había escrito
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!
Contaba Luis de Armiñán en ABC que, en 1953, su «viejo amigo» Antón Heredia le citó en el Café Lion d’Or, el mismo establecimiento de la calle Alcalá en el que Valle-Inclán, Eugenio d’Ors, José María de Cossío o Edgar Neville celebraban sus tertulias y en el que se reunían militares y políticos como Queipo de Llano y la familia Primo de Rivera al completo. Una vez allí, este «amigo y consejero de la aristocracia madrileña» le entregó la carta de despedida que su sobrino José Antonio Primo de Rivera le envió un día antes de ser ejecutado en la cárcel de Alicante, el 20 de noviembre de 1936.
Hablamos de una de las cartas que el fundador de Falange escribió antes de morir y que llevaba casi veinte años escondida. Al abrirla los dos juntos en la citada cafetería, Heredía se preguntó en alto, como compartiendo sus duda con Armiñán: «Estos renglones rectos, esta letra igual, armoniosa y clara, con la puntuación correcta, casi académica, ¿son de un hombre que va a morir luego?». Y, tras leerla los dos juntos en voz alta, hizo un gesto de extrañeza y afirmó: «Desborda el deseo de vivir, pero palpita una conformidad de cristiano, que con esperanza y dulce temor se dispone a comparecer ante Dios».
Ese mismo día, sin embargo, escribió varias misivas más que envió todas juntas a su cuñada Margot Larios, recluida en el reformatorio para adultos de Alicante, con el objetivo de que pudieran sortear la censura de la República y que esta pudiera repartirlas después a sus destinatarios: a Rafael Sánchez Mazas, a Raimundo Fernández Cuesta, a su tía Carmen, que era monja; a su ahijada Lola, a futuro ministro de Asuntos Exteriores de la dictadura, Ramón Serrano Suñer; a sus hermanos Rosario, Pilar y Fernando, y a todos sus tíos, incluido el citado Antón, entre otros. «Hazme el favor de guardarlas y no darles curso si no llega la ocasión triste para la cual han sido escritas», le advertía a Larios el fundador de Falange.
A su amiga Carmen Werner, simpatizante de la Alemania nazi, le contaba aquel 19 de noviembre: «Tengo sobre la mesa, como última compañía, la Biblia que tuviste el acierto de enviarme a la cárcel de Madrid. De ella leo trozos de los Evangelios en estas últimas horas de mi vida». A su tía Carmen: «Dos letras para confirmarte la buena noticia de que estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir mejor que hasta ahora». A Sancho Dávila: «Pocas palabras, porque quizá no disponga de mucho tiempo: mil gracias por tu lealtad». A sus hermanos les comentaba: «Te confieso que me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y haciendo una macabra pirueta».
«Mis últimas horas»
La carta a Heredia decía así: «Querido tío Antón: me despido de ti con mucho cariño, de toda la familia de mi madre. Hazme el favor de decírselo a todos sin olvidar a ninguno […]. No dejes fuera a ninguno de los primos y primas y a sus maridos y mujeres. De mis sobrinos no te digo nada porque son tan chicos que iban a oír la noticia como quien oye llover. No escribo a ninguno porque tendría que hacerlo a todos, y no quiero dedicar a cartas mucho tiempo del limitado que me queda de vida, salvo que Dios haga todavía que se me prorrogue.
Y continúa: «Créeme que me alegraría que así fuese, pero, por si no es así, trato de disponerme lo mejor posible para el juicio de Dios. Ayer me confesé con un sacerdote viejecito y simpático que está preso aquí y hoy estoy lleno de paz, todavía en gran parte porque me ilusiona la esperanza de vivir. En fin, perdonadme en lo que os haya podido molestar y reciban todos por medio tuyo fuertes abrazos de tu sobrino que mucho te quiere».
Un día antes, el 18 de noviembre de 1936, la edición madrileña y republicana de ABC publicaba la noticia de su sentencia: «Ha terminado la vista de la causa contra José Antonio Primo de Rivera. Ha sido condenado a la pena de muerte. Su hermano Miguel, a 30 años, y la mujer de este, a seis». Se habían cumplido cuatro meses del inicio de la Guerra Civil y el fundador de Falange Española era acusado de apoyar la rebelión de Franco. El origen de dicho juicio hay que buscarlo el 14 de marzo, durante la Segunda República, en la que Primo de Rivera era diputado de la coalición conservadora monárquica.
La detención
Ese día fue detenido junto a otros seguidores de Falange por haber obviado la prohibición de hacer uso de un centro en el que, según explicó la prensa, había sido cerrado dos semanas antes después de que la Policía descubriera en su interior «algún olvidado pistolón, algún cargador y alguna porra». Es decir, por posesión ilícita de armas. De la calle pasó a las dependencias de la Dirección General de Seguridad para ser interrogado y, poco después, ya ocupaba una celda de la cárcel Modelo de Madrid. Desde allí fue trasladado a la prisión de Alicante durante la madrugada del 5 al 6 de junio, por miedo a que se fugara.
El golpe de Estado se produjo cuando José Antonio se encontraba en su nuevo destino. Esa fue la razón también de que fuera juzgado por segunda y última vez, aunque en esta ocasión por conspiración y rebelión militar. El fundador de Falange había tenido una vida plácida de soltero durante el primer tercio del siglo XX. Había perdido a su madre cuando tenía cinco años y la relación con su padre había sido intermitente y distante por los destinos militares de este fuera de Madrid.
Se presentó sin éxito a diputado en la primera legislatura de la Segunda República, pero no lo consiguió hasta la segunda. Obtuvo un acta por Cádiz en las listas de la derecha en noviembre de 1933, un mes después de fundar Falange, y a pesar de su deriva totalitaria, mantuvo conversaciones con personalidades del socialismo moderado como Indalecio Prieto y Manuel Azaña, que en aquellos momentos le apreciaban como persona, aunque discreparan en la política. Esto, sin embargo, no le ayudó en el juicio en medio de la Guerra Civil.
Sus últimos años
En la madrugada del 20 de noviembre de 1936, algunos testigos y biógrafos destacaron que José Antonio Primo de Rivera afrontó el momento con dignidad y serenidad, tal y como le comentaba Antón Heredia a Luis de Armiñán. Cuentan que, incluso, dejó caer el abrigo en los primeros pasos mientras caminaba hacia el paredón al lado de dos falangistas y dos requetés alicantinos. Unos dicen que animó a los autores de los disparos con un «¡Venga!» y otros con un «Arriba España», según las dos versiones más fiables.
En ‘Las últimas horas de José Antonio’ (Espasa, 2015), José María Zavala aportó una serie de documentos inéditos que revelaban que la ejecución de Primo de Rivera no había sido un simple acto de cumplimiento de la pena capital, entonces en vigor en España en el ámbito castrense. Según esta declaración, no estuvo precedida por la reglamentaria orden de «fuego», sino que «los disparos se efectuaron a capricho» y de forma reiterada en varias descargas «a tres metros de distancia», contó a EFE el periodista e investigador.
Origen: Las confesiones de Primo de Rivera horas antes de su ejecución: «Me horripila morir fusilado»