Las maldiciones de los jerarcas nazis antes de ser ahorcados: «Los bolcheviques os matarán» – Archivo ABC
Las sentencias se hicieron públicas el 1 de octubre de 1946. Todo ello, después de que se celebraran 218 sesiones y de que se leyera un veredicto de más de 100.000 palabras
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Con «frío estoicismo» y la cabeza alta. Según publicó el diario ABC, así se dirigieron hasta la horca, tras ser condenados el 1 de octubre de 1946, diez de los jerarcas nazis condenados a muerte en los Juicios de Núremberg. Las ejecuciones pusieron fin a un proceso internacional con el que los Aliados quisieron dar ejemplo al mundo y demostrar que, tras las barbaridades que se habían perpetrado en la Segunda Guerra Mundial, la justicia funcionaba incluso para los perdedores. El paso por el patíbulo era un momento que la sociedad ansiaba ver. Sin embargo, tan solo se permitió asistir a un número reducido de medios de comunicación para evitar que se extendieran las soflamas que los condenados iban a espetar antes de dejar este mundo.
Fue, en parte, una decisión acertada. Y es que, los ajusticiados gritaron mensajes a favor de Adolf Hitler, amenazaron a los presentes o insistieron en su inocencia y en desconocimiento de los asesinatos masivos. Con todo, tan cierto como esto es que otros tantos de los líderes que pasaron por la horca aquella jornada instaron a Europa a que el desastre de la Segunda Guerra Mundial no se repitiera de nuevo o llamaron a la reconciliación de ambos bandos. Tras aquella declaración, la vida de todos ellos se apagó con la ayuda del verdugo John Clarence Woods, el soldado alcohólico, psicópata y degenerado elegido para acometer la tarea.
El 20 de noviembre de 1945 comenzaron los Juicios de Núremberg. Una serie de procesos en los que la justicia internacional cargó contra las barbaridades perpetradas por los germanos. A día de hoy, se tiende a pensar que los únicos acusados fueron los jerarcas de Hitler imputados en el denominado «Juicio principal». Sin embargo, y a pesar de que fue el más destacado, en este evento mundial también se dirimió la culpabilidad de hasta seis centenares de nazis más. Entre ellos, los médicos y enfermeros artífices del temido programa de eutanasia y de la experimentación en humanos.
El protagonismo, no obstante, fue para el «Juicio Principal». El proceso en el que una veintena de mandamases fueron acusados de conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. La lista de bestias nazis que pasaron, del 20 de noviembre al 1 de agosto, por la Sala 600 del Tribunal de Núremberg es escalofriante. Las sentencias se hicieron públicas el 1 de octubre de 1946. Todo ello, después de que se celebraran 218 sesiones y de que se leyera un veredicto de más de 100.000 palabras. El resultado fue de una docena de condenas a morir en la horca, como bien explicó ABC: «El tribunal de Núremberg ha dictado doce penas de muerte, tres condenas a prisión perpetua, cuatro de diez a veinte años y tres absoluciones».
Con todo, dos de las sentencias de muerte no se pudieron llevar a cabo: la de Martin Bormann (la mano derecha de Hitler, condenado en ausencia debido a que había fallecido unos meses antes en Berlín) y la de Hermann Goering. El caso del orondo jefe de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial fue el más destacado. Y es que, se suicidó apenas dos horas antes de la ejecución. No por miedo, sino porque no quería morir en la horca. «Lo único que Goering quería proteger por encima de todo era su honor como militar. Afirmó varias veces que no tendría ningún inconveniente en que le sacaran a la calle y le dispararan ahí mismo, como un soldado. El problema era que consideraba que lo peor que se le podía hacer a un militar era colgarlo», explicó por entonces el cabo Harold Burson, encargado de hacer un resumen del día a día en Núremberg.
Las ejecuciones comenzaron el 16 de octubre, de madrugada. A eso de la una empezó el desfile de los condenados hacia los tres cadalsos instalados en el gimnasio de Palacio de Justicia de Núremberg. Todos ellos estaban elaborados con madera pintada de negro, una lúgubre estampa para los jerarcas nazis que esperaban, con una mezcla de tensión y de miedo a la muerte, el destino que se avecinaba. El sistema que se planteó en principio fue sencillo: cada uno de los ajusticiados recorrería el camino desde su celda hasta la horca acompañado por dos guardias y sin ataduras. Sin embargo, como los Aliados no querían que se sucediese otro suicidio como el que había protagonizado Hermann Goering apenas unas horas antes, al final decidieron esposarlos.
En cada una de las ejecuciones se usaría una cuerda nueva para evitar contratiempos. Además, el verdugo solo utilizaría dos de los cadalsos. El tercero quedaría como reserva por si los otros fallaban. «Cuando se soltaba la cuerda, la víctima desaparecía de la vista y caía al interior del cadalso. La parte interior estaba cubierta de madera por tres lados y una cortina de tela oscura protegía el cuarto ángulo, impidiendo que nadie viera los espasmos de muerte de aquellos hombres mientras se balanceaban con el cuello roto», explicó el periodista Kingsbury Smith, del Servicio Internacional de Noticias.
A España, no obstante, había llegado que no se permitiría la entrada a medios para que (como publicó el ABC) «los reos no tuvieran ocasión de hacer propaganda en los últimos minutos de su vida». Solo habría, en palabras de este diario, «ocho corresponsales y un fotógrafo». El ambiente era de calma, aunque se ubicó «un carro blindado en cada puerta» y una ametralladora en todas las esquinas para evitar «cualquier intento de salvar» a los presos.
Poco antes de salir de sus celdas, los prisioneros tuvieron ocasión de tomar la última cena, la cual fue recogida también por el diario ABC: «La última comida de los sentenciados a muerte, según han manifestado los funcionarios de la prisión, fue más abundante que de costumbre, y consistió en ensalada de patatas, salchichas frías, pan negro y té». Este periódico también recogió que «cuatro reos católicos» recibieron «la sagrada comunión de manos del capellán O’Connor». «De todos los demás -protestantes- el único que no ha recibido auxilios espirituales de ninguna clase es Rosemberg, quien, por otra parte -según un funcionario de la prisión-, es el que más resignado con su suerte se muestra», completaba el redactor.
Joachim von Ribbentrop, el ministro de exteriores de Adolf Hitler que había orquestado (entre otras cosas) el pacto con la Unión Soviética en 1939 para conquistar de forma conjunta Polonia ya en la Segunda Guerra Mundial, fue el primero en pisar el gimnasio. Lo hizo, según las crónicas, a la 1:11 de la madrugada. Su total sumisión al Tercer Reich, el trabajo en la sombra en favor de la expansión germana y su colaboración en los crímenes de guerra le siguieron hasta lo alto del patíbulo. Tras poner un pie en el cadalso, alzó la voz y se dirigió a los presentes: «Dios proteja a Alemania» (en España, el ABC lo tradujo como «Dios salve a Alemania»). A continuación, añadió: «Mi última voluntad es que Alemania vuelva a ser una sola nación y que se pueda llegar a un acuerdo entre el este y el oeste. Deseo que el mundo consiga vivir en paz».
A la 1:13 salió de su celda el siguiente condenado: Wilhelm Keitel. El mariscal de campo falleció, según señaló ABC, como un verdadero «oficial prusiano». Su muerte sentó jurisprudencia, ya que, hasta entonces, los militares se amparaban en el cumplimiento de las órdenes para evitar las responsabilidades de los crímenes perpetrados. Según este diario, se mantuvo erguido hasta el final y, cuando le pusieron la soga, habló sin titubeos. De hecho, alzó la voz para que los presentes le escucharan bien: «Pido a Dios Todopoderoso que tenga piedad con el pueblo alemán. Antes de mí, más de dos millones de soldados alemanes partieron hacia la muerte por defender a su patria. Es el momento de que me reúna con mis hijos: todo por Alemania». Tanto él como su predecesor quedaron colgados breves minutos antes de que bajaran los cuerpos.
Como se hizo con todos los fallecidos, un médico norteamericano y uno soviético confirmaron la muerte antes de que el verdugo cortara las sogas. Exactamente 23 minutos después, tras un breve receso para fumar, le tocó el turno al sucesor de Heydrich, el sanguinario líder de las SS en Austria. Ernst Kaltenbrummer (cuya implicación en la creación de los campos de concentración y en los asesinatos masivos fue desvelada por el fotógrafo español Francisco Boix) subió las escaleras y afirmó, como había hecho un sin fin de veces, que él no había tenido nada ver en el Holocausto. «Siempre he amado al pueblo alemán y a mi patria desde lo más profundo de mi corazón. He cumplido mi deber haciendo cumplir las leyes de mi pueblo y lamento que mi pueblo se dejara guiar por hombres que no eran soldados, y que se cometieran tantos crímenes de los cuales yo nunca tuve conocimiento». Se le olvidó añadir que era uno de los encargados de supervisar a Adolf Eichmann, artífice de la Solución Final.
Tras él se dio uno de los casos más curiosos, el del gobernador de Polonia, Hans Frank. Ya cuando se enteró de la condena afirmó que «me lo merecía y me lo esperaba». Durante el camino lució una amplia sonrisa. «Agradezco el amable trato recibido durante mi cautiverio y le ruego a Dios que me acepte en su misericordia», afirmó. Según desveló ABC, «musitó una plegaria mientras le ataban los pies». El sexto en ser ahorcado fue el ministro de Interior Wilhelm Frick. Sus últimas palabras fueron sencillas: «Larga vida a la eterna Alemania».
Julius Streicher, el director del diario nazi y antisemita «Der Stürmer» (además de uno de los más fervientes seguidores del régimen), se mostró más proclive al nazismo. Según la crónica de Smith, la cara le temblaba cuando acudió a su cita con la horca. Aunque en España se explicó que había gritado «¡Heil Hitler!» en el momento de morir, lo cierto es que lo hizo cuando le pidieron que dijera su nombre a los presentes. En ‘Cazadores de nazis‘, Andrew Nagorski señala que hubo que subirle a empujones hacia el cadalso y que, ya frente a la soga, gritó tres palabras: «Purim Fest, 1946». «Fue una referencia a la fiesta judía que conmemora la ejecución de Amán, quien, según el Antiguo Testamento, planeaba matar a todos los judíos del imperio persa». El triste espectáculo continuó y, cuando le ofrecieron decir sus últimas palabras, fue tajante: «Algún día, los bolcheviques os colgarán a vosotros». Todavía le quedó tiempo para murmurar que quería a su esposa.
Una vez que fue ahorcado, los guardias acudieron hasta la celda de Fritz Sauckel (comisario encargado de la mano de obra esclava del Tercer Reich) y le escoltaron. «Muero siendo inocente. La sentencia es errónea. Que Dios proteja a Alemania y haga a Alemania grande de nuevo. ¡Larga vida a Alemania! Que Dios proteja a mi familia», espetó. Su declaración es una de las pocas que no fue recogida en el diario ABC. Alfred Jodl fue el siguiente. El que fuera el principal consejero militar de Adolf Hitler arribó vestido con su uniforme. «Murió como un oficial prusiano, con la cabeza erguida y con voz firme pidió a Dios que protegiera a Alemania», publicó este diario. Al parecer, se despidió de la siguiente guisa: «Yo te saludo, Alemania mía».
El último de los ejecutados fue Arthur Seyss-Inquart, el líder de los nazis austríacos y el comisionado del Reich para los Países Bajos (cargo en el que colaboró en la deportación de judíos a campos de concentración y en el asesinato de miles de reos). En palabras de Andrews, arribó al patíbulo cojeando, «arrastrando un pie zambo» y se mostró como un hombre de paz. «Espero que esta ejecución sea el último acto de la tragedia que ha supuesto la Segunda Guerra Mundial y que la lección que saquemos de todo este horror es que la paz y la comprensión deben guiar la relación entre los pueblos», señaló.
El ABC recordó así la última frane que pronunció antes de dejar este mundo: «El último de los ejecutados dijo en el cadalso que moría creyendo en Alemania». Tras él, y más como acto simbólico, los guardias sacaron también en una camilla el cadáver de Hermann Goering.
Todos fueron reconocidos y, tras corroborarse su muerte, acabó la sesión. «No han sido tomadas fotografías de los momentos de las ejecuciones, y si únicamente se han sacado de los rostros de los ejecutados, una vez que estos fueron bajados del patíbulo, y solamente con fines de archivo», explicó ABC. El diario añadió también que «los cadáveres fueron depositados en féretros sencillos» y que se había decidido que serían «arrojados al mar» para evitar que con ellos sucediese lo mismo que con el cadáver de Benito Mussolini (vejado por la turba). Al final, no obstante, fueron incineraron.