Los motivos por los que los Reyes Católicos no destruyeron la Alhambra de Granada
El 6 de enero de 1492, la multitud observó, entre el temor y la esperanza, cómo el estandarte real se elevaba sobre los muros de Granada
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Llega la conmemoración de la rendición de Granada en 1492 por parte de los Reyes Católicos y, como cada año, viene con ella la polémica de quien considera este hecho histórico un episodio oscuro de la historia. Si bien resulta innegable que Isabel y Fernando buscaban con la campaña nazarí y la persecución de los falsos conversos la unificación religiosa de sus reinos, como el resto de estados europeos, también lo es que ambos monarcas estaban embriagados de tradiciones musulmanes, de consejeros judíos y que su primera estrategia pasaba por la conversión y no la persecución de estas minorías.
El 6 de enero de 1492, la multitud observó, entre el temor y la esperanza, cómo el estandarte de los Reyes Católicos se elevaba sobre los muros de Granada, mientras se difundía por Europa la noticia de que el último bastión musulmán de la Península había caído. Fernando anunció al Papa que se había tomado el reino de Granada, el cual «sobre 700 años estaba ocupado por los infieles».
La campaña contra el reino musulmán había durado más de diez años y costado miles de muertos en episodios tan salvajes como el asedio de Málaga. No obstante, el episodio final estuvo exento de violencia y buscó la preservación intacta de la ciudad, una de las más importantes de la Península. Granada estaba rodeada de las tierras más fértiles de España, pobladas de huertas, higueras, cerezos, naranjos, limoneros, perales y manzanos. La comida y la bebida no faltaban para sus más de 40.000 habitantes, y rara era la vivienda que no venía equipada con cisternas y conducciones que separaban el agua limpio del sucio que iba a parar a su impresionante sistema de alcantarillado subterráneo.
Los Reyes Católicos acordaron con el último monarca del reino nazarí una serie de condiciones favorables para respetar las costumbres, instituciones y creencias de la población a cambio de que rindiera la capital sin luchar. Incluso garantizaron exenciones fiscales y un salvoconducto a todos los que quisieran abandonar la ciudad. No querían que Granada se sintiera postrada ante sus conquistadores, por lo que evitaron entrar en la ciudad con hombres armados. De hecho, las capitulaciones prohibían expresamente al ejército cristiano poner un pie en Granada, limitándose a ocupar sus murallas y torres.
El asombro de La Alhambra
Granada encandiló desde el primer día a los Reyes con sus jardines, su aire de oasis en el desierto, su palacio repleto de mármoles, sus toques exóticos. Los jardines llenos de fuentes y cascadas del Generalife no tardaron en convertirse en uno de los lugares favoritos de Isabel. La Reina incorporó a su escudo de armas el símbolo de la granada, con la piel dorada y semillas rojas, que todavía está presente en la heráldica de España, y decidió que algún día su descanso eterno estaría no en Toledo, sino en la Capilla de los Reyes de la catedral granadina, un templo construido sobre la antigua gran mezquita que fue purificado a conciencia «al servicio de la fe verdadera».
El viajero alemán Jerónimo Münzer describiría todo el complejo de La Alhambra como «tan magnífico, tan majestuoso, tan exquisitamente labrado… que el que lo contempla sueña que está en un paraíso». Los reyes se preocuparon por conservar en las mejores condiciones el palacio, que contaba con baños abovedados distintos para el agua fría, el caliente y el templado, restauraron varias partes y dieron luz verde a la construcción de un pequeño monasterio franciscano sin mancillar la esencia nazarí.
El confesor Hernando de Talavera fue designado arzobispo de la ciudad con la misión de evangelizar la zona de manera pacífica. Permitió el uso del árabe como lengua litúrgica para atraer feligreses y se adentró en la sierra para decir misa a viva voz. Pero, a pesar de estar asediados por iglesias, conventos y ermitas, gran parte de los granadinos se aferraron a su religión y siguieron vistiendo a la moda morisca.
Los Reyes Católicos quedaron horrorizados al ver de primera mano, en 1499, los pobres resultados que había cosechado la estrategia suave del clérigo y decidieron encomendar la misión a otro confesor, fray Francisco Jiménez de Cisneros, un hombre resoluto. La solución que él defendía para el problema mudéjar era que se «les debía bautizar y luego vender como esclavos, porque como esclavos serían mejores cristianos y así la tierra quedaría en paz para siempre». Como resultado de una evangelización más agresiva se obtuvo un incremento de las «conversiones» (más de 3.000 bautizos en una semana), pero también una serie de desórdenes en el Albaicín que sumieron a las autoridades en el desconcierto.
El Rey reconoció que a Cisneros, «que nunca vio moros, ni los conoció»
La casa de Cisneros fue saqueada y el clérigo tuvo que marcharse a escondidas. La guarnición de La Alhambra recuperó al cabo de tres días el control de la ciudad, provocando una conversación multitudinaria de musulmanes que temían las represalias. No en vano, la rebelión no había hecho más que empezar y pronto se extendió a otros puntos del reino, de las escarpadas Alpujarras a la sierra de Almería.
Después de que un destacamento cristiano fuera derrotado en Sierra Bermeja, el propio Fernando se enfundó de nuevo la armadura y apagó con extrema dureza la revuelta. El Rey reconoció que a Cisneros, «que nunca vio moros, ni los conoció», se le había ido la mano. Temerosos del castigo, la cascada de bautismos dio la vuelta varias veces a La Alhambra. Pero era ya tarde para la conversión pacífica.
Estos episodios fueron considerados como una ruptura de las condiciones de la capitulación, con lo que, libres de cortapisas, los Reyes emitieron la Pragmática del 11 de febrero de 1502 que obligaba al bautismo o al exilio de los musulmanes de Castilla, que eran una gota de agua en el océano en comparación con la rica comunidad mudéjar de Aragón y Valencia, la cual Fernando optó por no molestar por motivos mundanos. «El que no tiene moros, no tiene oro», enunciaba una refrán de la época sobre la importancia de los agricultores musulmanes para la economía de estos reinos.
No era menor la influencia árabe de Isabel, cuya corte vivía embriagada de elementos musulmanes, empezando por unos aposentos íntimos decorados hasta lo barroco con cojines, almohadas y alfombras de seda. Comía alimentos de regusto musulmán, se perfumaba con sus olores, vestía sus palacios con sus elementos arquitectónicos y hasta montaba a caballo como ellos. Isabel era más musulmana de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Para una gran parte de mudéjares no fue un gran dilema tomar el camino rápido de la conversión, pero para los que persistieron en no bautizarse se abrió bajo sus pies una viaje de pesadilla. Fueron obligados a marcharse a países musulmanes con los cuales los Reyes no estuvieran en guerra. Y no todos los que se quedaron lo hicieron en respeto con su nueva fe. Después de cien años de constantes fricciones, Felipe III firmó la expulsión definitiva de los moriscos a principios del siglo XVII. No ya de Granada, sino de toda la Península.
Origen: Los motivos por los que los Reyes Católicos no destruyeron la Alhambra de Granada