Los recuerdos de Bibiano, el joven que sobrevivió a la matanza del cuartel de la Montaña: «¡Váyase a casa y vístase de soldado!»
Tenía 18 años cuando se produjo el asalto que inició la Guerra Civil. Era el asistente de uno de los líderes del golpe de Estado contra República y se le obligó a coger un arma: «Mi familia, pobrecita, estaba convencida de que me habían fusilado»
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El 18 de julio de 1936, Bibiano Morcillo fue recibido con sorpresa y alegría, en el cuartel de la Montaña de Madrid, por el oficial que supuestamente estaba al mando de las instalaciones: «¡Hombre, Morcillo! Usted por aquí. Me alegro mucho de verle. Mire, me va a hacer un favor. Se va a ir a casita a vestirse de soldado y se viene para acá, que esta misma tarde tomamos militarmente Madrid». Nuestro protagonista tenía 18 años y era el asistente de este. Aunque por la mañana ni se lo imaginaba, estaba a punto de vivir en primera persona el primer episodio de la Guerra Civil.
El asalto al Cuartel de la Montaña, hoy desaparecido, provocó en apenas unas horas entre ciento cincuenta y novecientos muertos, según la fuente a la que se acuda. Y el joven Morcillo estuvo allí para verlo. «Se notaba que el oficial tenía unas ganas enormes de tomar el cuartel y acabar con la República», subraya. En aquel momento no salieron a relucir los nombres de Franco, Emilio Mola, Joaquín Fanjul ni de ninguno de los otros generales implicados en el golpe de Estado. Nuestro protagonista tampoco se quedó a averiguarlo, puesto que, escandalizado ante las órdenes que acababa de recibir y comprometido «ideológicamente con el bando contrario», se marchó de allí corriendo para intentar frenarlo.
Aunque en un primer momento no estaba claro quién era el encargado de dirigir la sublevación en este importante enclave de la capital —en principio había sido designado el general Villegas—, fue Fanjul quien se presentó allí, el 19 de julio, vestido de paisano y acompañado de su hijo Juan Manuel. Camino de su casa en la calle Ferraz, Morcillo interrumpió a un grupo de conocidos que se encontraban en un bar para anunciarles lo que le había pasado y lo que le había pedido su oficial. Dos de ellos le acompañaron de inmediato a la sede del Partido Comunista para informar a sus responsables de lo que estaba a punto de suceder y, de allí, se marchó corriendo al Ministerio de la Guerra. «Cuando llegué creo que ya habían tomado medidas, porque allí no había más que soldados», relató a ABC en 2011.
El cuartel de la Montaña preocupaba al Gobierno republicano más que cualquier otro de Madrid, sobre todo desde que se habían empezado a oír campanas acerca de un levantamiento militar. En primer lugar, por su situación, junto a la céntrica plaza de España. En segundo lugar, por su arquitectura, pues era una fortaleza de tres pisos casi inexpugnable que había sido construida no hacía tanto; concretamente, en 1860. Y, en tercero, por su capacidad, ya que en sus instalaciones podían pernoctar más soldados que en cualesquiera otras; en total unos tres mil, en caso de que se produjera la asonada. «Durante los dos días anteriores, los oficiales que allí estaban acuartelados habían intentado determinar con qué apoyos contaban para sublevarse, encontrándose con que ni el cercano cuartel de la Guardia Civil de Conde Duque ni el de Infantería, que estaba en Rosales, les apoyaban. Ante ello habían decidido esperar acontecimientos», cuenta Pedro Montoliú en ‘Madrid en la Guerra Civil’ (Silex, 1999).
Ministerio de la Guerra
Morcillo insistió en que alguien le recibiera en el Ministerio de la Guerra. No iba a marcharse a casa. El soldado de la puerta le envió al sargento de guardia y este al capitán, quien a su vez le dijo que subiera a hablar con un superior suyo. En las escaleras, sin embargo, se cruzó con un coronel que le interrumpió, visiblemente alterado, para preguntarle adónde iba. Cuando se lo dijo, este se encaró con él: «¿Usted no sabe que los militares no debemos meternos en política?». Él trató de justificarse: «No, esto no es meterse en política, esto es traer una noticia a la autoridad que creo que es de importancia». Pero la única respuesta que obtuvo fue un grito: «¡Váyase a su casa ahora mismo, vístase de soldado y preséntese a su oficial».
Al llegar a su domicilio, la cuñada de Morcillo no dio crédito a lo que este le estaba contando. Ella insistió en que no se vistiera ni saliera de allí, pues estaba convencida de que aquel coronel del ministerio con el que había hablado era uno de los sublevados, por lo que corría el peligro de ser denunciado y fusilado. Se lo pensó, pero al final no hizo caso y se presentó en el cuartel de la Montaña, que se ubicaba en el espacio donde hoy se encuentra el templo de Debod. «Me alegro mucho de que estés aquí, Bibiano. Sube inmediatamente arriba para que te den tu armamento. Ya estamos todos preparados», le advirtió su oficial durante las horas de tensa calma que discurrieron antes de que todo estallara por los aires.
La mañana del día 19, las horas transcurrieron sin que se produjeran muchos incidentes; tan solo un tiroteo sin víctimas de los rebeldes contra una patrulla de milicianos que no respetó el alto que se le había dado desde el cuartel al abandonar el lugar. Los tranvías seguían haciendo su itinerario normal por la calle Ferraz, y cuarenta y dos cadetes incluso salieron de la Montaña, en formación, para oír misa en el cercano convento de las carmelitas, sin que nadie se metiera con ellos. Solo cuando, a las 12.30 horas de la mañana, llegó al cuartel el general Fanjul, dieron inicio la sublevación y los enfrentamientos armados.
El bando
Lo primero que hizo Fanjul, convertido ya en el jefe del alzamiento madrileño, fue entrevistarse con los oficiales de las tres unidades allí acuarteladas y arengar a los soldados, tras encerrar a los que no estaban de acuerdo con lo que iba a ocurrir. A continuación, redactó y ordenó que se imprimiera en los talleres del propio cuartel el bando que se leería en las calles de la capital, donde se declaraba el estado de guerra en Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara. En él se decía que el ejército español estaba «dispuesto a salvar a España de la ignominia y dispuesto a que no sigan gobernando bandas de asesinos ni organizaciones internacionales».
El documento prohibía las publicaciones y las reuniones, disolvía los sindicatos marxistas y exhortaba a los obreros a que mantuviesen una actitud patriótica de acatamiento. Para infundir confianza en sus hombres, les aseguró también que las tropas del general Mola se encontraban ya en San Rafael, por lo que no tardarían en llegar a la capital. Desde el punto de vista militar, Fanjul propuso a los oficiales sacar a las tropas a la calle de forma coordinada con las unidades de Carabanchel, con las que había intentado ponerse en contacto a través del heliógrafo, puesto que los teléfonos estaban intervenidos.
Gracias a este instrumento de señales telegráficas, los jefes de la Montaña y Carabanchel acordaron que, a las cuatro de la madrugada del día 20, iniciarían una serie de acciones conjuntas con el objetivo de bombardear los aeródromos en poder del Gobierno. Fanjul, que solo contaba con un millar de hombres, incluidos sus dos hijos, recibió antes la ayuda de un nutrido grupo de afiliados a la Falange; en total, 186 jóvenes que pronto se vistieron con el uniforme militar. A las dos de la madrugada, según explica Morcillo, les levantaron de la cama para hacer una barricada en la puerta principal. Y al amanecer vio un avión lanzando pasquines al patio, en los que pudo leer a escondidas el siguiente llamamiento: «Soldados, no obedezcáis las órdenes de vuestros jefes, porque el Gobierno os ha licenciado».
Los primeros disparos
Fanjul había sido informado poco antes de que no podrían utilizar las dos piezas de artillería de 7,5 centímetros por tener los frenos descargados; una avería que nadie había tenido la precaución de solucionar en los días anteriores, a pesar de los rumores sobre el posible golpe de Estado. También se encontraban en el cuartel los cuarenta y cinco mil cerrojos de otros tantos fusiles que el coronel Serra se había negado a entregar a los republicanos, y, en los almacenes, setecientos mil cartuchos, cuarenta ametralladoras y quince morteros más.
Poco después se produjeron los primeros intercambios de disparos, en los que murieron tres cenetistas. Al enterarse, el Gobierno mandó a la zona varios vehículos blindados, así como tres compañías de asalto y dos de la Guardia Civil. Los guardias de asalto tomaron posiciones en las azoteas próximas al cuartel, mientras se levantaban barricadas y se colocaban algunos altavoces para comunicarse con los amotinados. Estos, a su vez, tomaron sus propias medidas preventivas: las ventanas fueron protegidas con sacos terreros, se colocaron ametralladoras en el piso superior y las aberturas fueron tapadas con colchones y chapas metálicas. Al llegar la noche, el alumbrado público no se encendió ni dentro ni fuera de las instalaciones. El líder socialista Indalecio Prieto imprimió unas octavillas para ser lanzadas sobre el edificio, al tiempo que enviaba dos cañones al principio de la calle Ferraz y movilizaba a los voluntarios que se iban concentrando en la plaza de España.
El ataque al cuartel comenzó, finalmente, a las cinco de la mañana. Morcillo califica aquella ofensiva republicana de «feroz y valiente». A esas horas, el joven ayudante todavía se encontraba en el interior del cuartel. Recuerda como en uno de los rincones habían plantado una ametralladora para que disparara a los aviones que sobrevolaban el cuartel, pero no hubo manera. «Pocos minutos después dio la casualidad de que una bomba cayó encima de esta y provocó una auténtica debacle. En ese mismo punto se concentraron una gran cantidad de muertos», subraya.
Escalar los muros
En el momento más duro del combate apareció una sábana blanca en una de las ventanas. El fuego cesó, pues las tropas atacantes pensaron que el cuartel quería rendirse. De repente, cuando un grupo de soldados republicanos decidió acercarse, el tiroteo se reanudó desde el interior del edificio. El resultado fueron veinte bajas. La única forma de enfrentarse a la sublevación fue escalar los muros y meterse por los boquetes que habían abierto los cañonazos. No tuvieron muchos problemas para hacerlo, puesto que en el interior del cuartel los sublevados ya hablaban de entregarse.
Algunos, incluso, se asomaban a las ventanas enseñando el puño cerrado. Cuando los sitiadores lograron entrar en el cuartel, a las once menos cuarto, la escena que presenciaron era de lo más extraña y desconcertante. Por un lado, los soldados que se habían sumado a la rebelión para derrocar al Gobierno legítimo cantaban ahora ‘La Internacional’, lanzaban vivas a la República y se abrazaban a aquellos a quienes minutos antes habían tenido en la mira del fusil. Por otro, el pequeño grupo de los que no estaban dispuestos a rendirse continuaban disparando, desesperados, como ratas en una madriguera de la que no había salida. La confusión era tal que los guardias de asalto que habían entrado por la puerta de Rosales pudieron localizar al general Fanjul. Presentaba una herida en la cabeza por la metralla de una de las bombas de aviación. Lo metieron en un carro blindado que lo trasladó a la Dirección General de Seguridad. Esta actuación le salvó de morir destrozado por la muchedumbre que, tras penetrar en la Montaña por la entrada principal, volcó sobre los militares todo el odio acumulado en los días anteriores.
Pocos días después del asedio, Morcillo regresó al cuartel de infantería y entró por el mismo portillo que había utilizado el general Fanjul para introducirse de incógnito. «¡No te puedes creer lo que vi! Pude contar setenta y dos manchas de sangre como si hubieran cogido a todos los mandos y los hubieran ejecutado. Y después me dirigí a la Sala de Justicia del cuartel y pude ver un montón de cadáveres». Nunca más volvió a ver al oficial que le había ordenado que fuese a casa a vestirse. No sabe si murió o sobrevivió. Él tuvo la suerte de salir absuelto, puesto que quedó perfectamente demostrado que nunca apoyó el golpe e, incluso, que intentó pararlo.
«Mi familia, pobrecita, estaba convencida de que me habían fusilado. Por eso en aquel momento en el que acabó el episodio del cuartel de la Montaña tuve claro que quería intervenir en la guerra», prosigue. Ese mismo día, sin pasar por casa, se fue directo a alistarse y el día 24 de julio el Gobierno lo movilizó. Comenzó así su periplo por las trincheras y su temprano ascenso a oficial gracias a sus conocimientos de geometría, álgebra y trigonometría. Pasó por El Escorial, Peguerinos, Guadarrama, Valdemorillo, Brunete, Teruel y Zaragoza. Durante la entrevista que sostuve con él pudo acordarse de todos y cada uno de los pueblos en los que había combatido. «En la Casa de los Llanos tuvimos una batalla tan tremenda que toda la montaña parecía un volcán. Amargaba la respiración y se masticaba la saliva».