Los Templarios: La Historia
La Historia
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!La historia de los Caballeros Templarios comenzó hacía el año de 1118, después de la primer cruzada que había resultado exitosa para la cristiandad, cuando Hugo de Payns, noble francés, junto con otros ocho caballeros decidieron ponerse al servicio de la Iglesia en la misión de proteger a los peregrinos que viajaban de Acre a Jerusalén.
La Orden se vio apoyada en principio por San Bernardo de Clairvaux, un hombre noble y bondadoso que rechazó el papado para continuar con su vida de pobreza y humildad, a la manera de Cristo. Él recomendó la Orden enormemente al papa Honorio II, quién tenía a San Bernardo como un gran consejero, y dio su aprobación para crear la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, a semejanza de otra Orden: Los Caballeros del Santo Sepulcro.
Los nueve caballeros viajaron a Jerusalén, que se encontraba bajo el reinado cristiano de Balduino II, y ahí, el monarca les cedió la propiedad de la mezquita de Al-Aqsa, que estaba construida sobre parte de las ruinas del antiguo Templo de Salomón, para que fuera la sede de su Orden, que tomó el nombre completo de Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, aunque fueron mejor conocidos por la gente como Caballeros Templarios.
Durante nueve años, la Orden permaneció intacta, sin aceptar novicios ni nuevos reclutas. Aunque se dice que en esos nueve años se dedicaron a realizar excavaciones en la sede de su Orden, el antiguo Templo de Salomón. Lo que encontraron o no, es parte de esta gran leyenda que fueron los templarios. Jacques de Vitry escribiría un siglo más tarde acerca de esos extraños caballeros:
«Ciertos caballeros, amados por Dios y consagrados a su servicio, renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo. Mediante votos solemnes pronunciados ante el Patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de bandoleros, a proteger los caminos y servir como caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles.»
En 1127, Hugo de Payns viajó a Roma para recibir la última aprobación del sumo Pontífice y ser reconocidos como una Orden militar. Ya el rey Balduino II y el Patriarca de Jerusalén los habían reconocido como hombres de bien, y virtuosos que dedicaban sus vidas a la protección de los peregrinos ante las adversidades de los caminos, tales como ladrones, bandidos y bestias; y dieron su recomendación a San Bernardo y al sumo pontífice de la Orden.
Después de celebrarse el Concilio de Troyes, de gran deliberación por parte de obispos y cardenales, y del apoyo de San Bernardo, la Orden del Temple nació legalmente como una Orden monástico-militar, bajo las reglas del Císter, y bajo un reglamento ideado y redactado por San Bernardo, que pertenecía a dicha Orden.
A partir de la formación oficial de la Orden del Temple, muchos caballeros sin faltas buscaron ser admitidos en ella, aunque también buscaron su anexión muchos hombres pertenecientes a la nobleza que habían vivido en la lujuria, la ambición y el crimen, lo que pareció muy bueno a San Bernardo, que veía en este hecho la conversión del vicio en virtud.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo creció de manera desmesurada por toda Europa, gracias al apoyo de San Bernardo y de otros abades amigos suyos, tales como Pedro el Venerable, abad del Cluny (la otra gran orden monacal aparte de la del Cister), el abad Suger de Saint-Denis, el prior de la Cartuja y Esteban Harding, abad del Cister, que recomendaron la Orden a lo largo de los reinos de la cristiandad. Sumado a ello que los principales miembros hicieron difusión personalmente, ante príncipes y reyes.
Tras la muerte de Hugo de Payns en 1136, ascendió al puesto de Gran Maestro Robert de Craon. Bajo su jurisdicción, el Papa Inocencio II dictó la bula Omne datum optimum en 1139, con la cual se estipulaba que la Orden del Temple no tenía autoridad mayor más que el mismo Papa, no teniendo que rendirle cuentas ni a monarcas ni iglesias locales, ni siquiera al Patriarca de Jerusalén ante el que habían emitido votos; tenían derecho a tener sus propios oratorios e iglesias y a reclutar a sus propios capellanes para los servicios religiosos; además los eximia de pagar diezmos y tributos, y por el contrario, les daba derecho a recibirlos.
Estos privilegios que había recibido la Orden fueron objeto de la envidia de otras Ordenes de Caballería, como los Caballeros de San Juan, también llamados Hospitalarios, y los Teutónicos, que aunque luchaban por causas similares, veían a los Templarios como contrincantes a vencer; además de los celos de obispos, cardenales y reyes que no recibirían ingresos de la Orden.
Debajo del papado de otros dos pontífices los Templarios continuaron conservando sus privilegios y los reforzaron, bajo Celestino II y Eugenio III, las bulas expelidas fueron Milites Templi en 1144 y Militia Dei en 1145.
Crecieron ampliamente gracias a sus feudos y a que eran muchas veces contratados por nobles y monarcas para proteger sus tesoros, palacios y tierras. Recibían cuantiosas donaciones para su causa y fueron los padres de los sistemas bancarios modernos, al instituir el primer sistema bancario.
Los Templarios fueron ampliamente reconocidos como luchadores y guerreros fieros, tanto en el mundo físico contra sus enemigos sarracenos, como en el reino espiritual contra las fuerzas demoníacas. Su fiereza en el combate era legendaria así como su nobleza, tanto con sus aliados como con sus “enemigos” musulmanes. Eran considerados por gran parte de los peregrinos como “ángeles protectores” y fueron considerados como ejemplos a seguir por caballeros de todas clases y por toda la cristiandad en general. Eran ejemplos de virtud, coraje, nobleza, humildad y generosidad.
En sus castillos y fortalezas admitían a todo aquél peregrino, noble o plebeyo, civil o caballero que pidiera asilo; y ofrecían servicios médicos a quienes lo requirieran. Destinaban buena parte de sus recursos a brindar alimentos a los más pobres y vivían dentro de sus monasterios en silencio, sin más sonido que el de sus voces orando y el de sus manos trabajando.
Algo que llamó mucho la atención a sus contemporáneos fue la gran tolerancia y respeto que mostraban hacía los “infieles” musulmanes y los “heréticos” judíos, a quiénes permitían participar en varias actividades dentro de sus fortalezas y a quienes protegían como a cualquier ciudadano cristiano. Incluso existen testimonios de que dejaban a los musulmanes rezar en la mezquita de Al-Aqsa, que era la sede de su organización.
Pero a pesar de su fiereza y genio militar, ni siquiera los templarios pudieron contener las fuerzas musulmanas del sultán Saladino, de Egipto, quien en la tercera cruzada expulsó a las fuerzas cristianas y tomó la ciudad de Jerusalén. En esta cruzada participaron reyes como Felipe II Augusto, de Francia; Federico I Barbarroja, del imperio germánico; y Ricardo Corazón de León, de Britania. Éste último, en su regreso a Inglaterra fue escoltado por un servicio de Caballeros Templarios, con quienes había hecho amistad, pero a mitad del camino despidió a sus protectores, muriendo a causa de una flecha de camino a casa.
Después de la cuarta y quinta cruzada, que fueron un fracaso, las abatidas fuerzas de la cristiandad se retiraron ante las fuerzas superiores de los sarracenos. Posteriormente, con el rey Federico II Hohenstaufen, se recuperaría la tierra de Jerusalén mediante acuerdos diplomáticos. Pero poco tiempo después, los soldados musulmanes retomaron la ciudad de manera definitiva. Los Templarios se retiraron a Acre y acordaron con el sultán un pacto de neutralidad en la ciudad, de manera que los cristianos pudieran asistir a ese lugar sagrado sin problemas.
Jacques DeMolay, 23º. Gran Maestro de la Orden organizó varias expediciones a Tierra Santa, logrando entrar a Jerusalén y venciendo las fuerzas del Sultán de Egipto, Malej Nacer, derrotándolo definitivamente en la ciudad de Emesa en 1299. En 1300 organizó otra incursión hacía Alejandría y estuvo a punto de recuperar la ciudad de Torsota para la cristiandad, de manos de los sirios.
Pero para el infortunio de las fuerzas cristianas en general, los sarracenos ganaron terreno y rápidamente las ciudades que los Templarios habían ganado, les fueron arrebatadas. Esto sucedió ya que solamente los Templarios y los Hospitalarios se encargaron de defender las ciudades, desprovistos de apoyo de otros reinados de la cristiandad.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo tuvo la necesidad de reorganizarse. El Gran Maestro viajó a la ciudad de Chipre para realizar una serie de acciones con los Caballeros que estaban a su mando. Fue entonces que recibió el llamado del papa Clemente V que lo convocaba a él y a sus más altos mandos a viajar a París, Francia, para atender algunos asuntos.
El rey Felipe IV, “El Hermoso”, de Francia, tenía bastantes deudas con la Orden del Temple, encontrándose prácticamente en una crisis económica. Él había solicitado admisión en la prestigiosa Organización, recibiendo una negativa las dos veces que había pedido permiso de entrar, ya que según las reglas que tenían, ningún rey o señor podía alcanzar altos puestos que pudieran hacer de los templarios un ejército personal y de un solo reino. Esto le parecía al monarca, infame, y sumado a las deudas y la gran ambición que tenía, decidió hacerse con la gran riqueza de la Orden. Fraguó un plan junto con su consejero, Guillermo de Nogaret, para eliminar a sus deudores y obtener sus bienes.
Ya con anterioridad, el papado había caído ante los poderes del monarca francés. Bonifacio VIII fue víctima de un atentado contra su vida por parte del rey en 1303, ya que se negaba a que la Iglesia en Francia pagara tributo sin su consentimiento. Muriendo un mes después del incidente y tras excomulgar a Felipe y sus aliados, el papado lo asumió Benedicto XI, quien abolió la orden de excomunión para el rey francés, pero no para sus aliados. Para este entonces, la residencia oficial del papa se ubicaba en Avignon donde Francia podía vigilarlo de cerca.
El papa Benedicto XI murió víctima de envenenamiento por orden de Guillermo de Nogaret, consejero de Felipe IV, pero el monarca ya tenía listo al sucesor a la silla de San Pedro: Bertrand de Got; un amigo cercano suyo, quien tomó el nombre de Clemente V. Éste no era más que un títere del rey y una pieza clave en el exterminio del Temple, ya que Felipe IV lo convenció de las ventajas de destruir a la Orden para hacerse con las riquezas y poder que tenía, desafiando incluso, el poder del papado.
El viernes 13 de octubre de 1307, se dio la orden de aprehensión para los Caballeros Templarios, se ejecutó en la noche. El Gran Maestro fue llevado en bata de dormir a las cámaras de tortura de la Inquisición junto con todos los compañeros que atraparon sin oponer resistencia a los soldados, tanto del monarca francés como de la Inquisición, cosa que resulta extraña, pues los templarios eran conocidos por ser guerreros muy capaces y su rendición fue casi inmediata.
El proceso de los Pobres Caballeros de Cristo duró siete largos años, en los que se utilizó en gran manera la tortura física, que estaba a cargo del Jefe Inquisidor Imbert, confesor de Felipe “El Hermoso”. Muchos caballeros cayeron ante el sufrimiento aceptando los crímenes que se les imputaban, hubo algunos que incluso narraban una serie de historias inverosímiles con respecto a los cargos que se le hacían a los Templarios. Todos ellos eran novicios recién iniciados en la Orden sin suficiente conocimiento de la misma para poder hablar, aunque de todos modos lo hicieron, víctimas del dolor o de las recompensas ofrecidas por los torturadores y jueces.
Otros tantos murieron víctimas de los aparejos de la Inquisición, y varios murieron en la hoguera, todavía sin pruebas verídicas que los condenaran y sin previo juicio. «¡No me siento capaz de soportar ni un momento más esta amarga prueba… Díganme de lo que van a acusarme, señores comisarios, que estoy dispuesto a confesarme autor de la muerte del mismo Jesucristo!» eran palabras complacientes que oían los torturadores por parte de sus acusados templarios.
Jacques DeMolay cayó ante el suplicio de siete años de tortura, y admitió los crímenes de que se acusaba a la Orden, aunque jamás reveló la identidad de sus demás compañeros, la ubicación de sus riquezas ni los secretos de la Orden. Ante la falta de cooperación, monarquía e Iglesia decidieron sentenciarlo a él, junto a tres de sus preceptores, a cadena perpetua, veredicto que nombraron delante de Notre Dame de manera pública. A lo que el Gran Maestro proliferó:
“Justo es que en estos últimos instantes de mi existencia revele la verdad. Confieso por lo tanto, ante Dios y ante los hombres, que, para mi eterna deshonra, he cometido en efecto los mayores crímenes, pero únicamente cuando reconocí y confesé aquellos que una maldad muy oscura ha imputado a nuestra Orden: afirmo, como la verdad me obliga a constatar, que la Orden es inocente. Si alguna vez declaré lo opuesto, lo hice únicamente para finalizar los horribles estragos del suplicio y para conseguir la indulgencia de mis torturadores.
Conozco el castigo que me espera por las palabras que estoy diciendo; pero el horrible espectáculo que se me ha presentado con el destino de muchos de mis hermanos, no me llevará de nuevo a confirmar mi primera falsedad con otra; la vida que se me ofrece con tan nefasta condición, la dejaré sin sentimiento. ¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!»
La gente de Francia se enardeció al escuchar tal declaración. El pontífice y el monarca, furiosos, decidieron realizar una última intervención con los líderes templarios por medio de los jefes inquisidores que realizaron un pequeño juicio intentando que DeMolay aceptara los cargos verificando su anterior declaración de culpabilidad. Ante la negativa del Gran Maestre y el apoyo de Guy de Auvergnie a su líder, los inquisidores decidieron mandar esa misma tarde a ambos a la hoguera.
Aunque el papa Clemente V reconocía en las Actas de Chinon la inocencia de la Orden del Temple y sus miembros, librándolos de toda culpa y admitiéndolos dentro de los márgenes de la Iglesia Católica Romana, dichos documentos fueron escondidos para terminar con la Milicia de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón.
El papa y el rey francés se encontraban regocijándose porque habían logrado, en gran parte, su cometido. Pero a pesar de haber desarticulado a la Orden del Temple y de haber llevado a la hoguera a bastantes, no lograron obtener todas las riquezas y secretos que los templarios resguardaban. Aunque insatisfechos por tal situación, se mostraban felices presenciando el final del último Gran Maestre del Temple. Pero DeMolay dio una advertencia al monarca y al pontífice:
«Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad. Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…»
Después de dichas palabras, DeMolay junto a Guy de Auvergnie murieron lentamente consumidos por el fuego, pero mientras ardían, hicieron lo que muchos hermanos suyos habían realizado antes en la pira, expiraron orando lo que Cristo había instituido a sus discípulos: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.
Pero la bandera Templaria continuó ondeando en Europa, ya que sólo fue en Francia donde se les exterminó de principio a fin, aunque perduró bajo otros nombres y otras situaciones. A los hermanos del Temple en otros países se les permitió ingresar a conventos monacales o a otras Órdenes de Caballería como los Hospitalarios o Teutónicos, o en algunos casos, sólo cambiaron de nombre realizando las mismas labores, como en el caso de Portugal donde la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón se convirtió en la Orden de Cristo. Su legado no desapareció con la gran caza que se hizo de ellos.
Publicado por Héctor Manuel Lujambio Valle en 14:54
Origen: Historias de Dioses, demonios y héroes: Los Templarios: La Historia