Los Templarios: La Historia
La Historia
La historia de los Caballeros Templarios comenzó hacía el año de 1118, después de la primer cruzada que había resultado exitosa para la cristiandad, cuando Hugo de Payns, noble francés, junto con otros ocho caballeros decidieron ponerse al servicio de la Iglesia en la misión de proteger a los peregrinos que viajaban de Acre a Jerusalén.
La Orden se vio apoyada en principio por San Bernardo de Clairvaux, un hombre noble y bondadoso que rechazó el papado para continuar con su vida de pobreza y humildad, a la manera de Cristo. Él recomendó la Orden enormemente al papa Honorio II, quién tenía a San Bernardo como un gran consejero, y dio su aprobación para crear la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, a semejanza de otra Orden: Los Caballeros del Santo Sepulcro.
Los nueve caballeros viajaron a Jerusalén, que se encontraba bajo el reinado cristiano de Balduino II, y ahí, el monarca les cedió la propiedad de la mezquita de Al-Aqsa, que estaba construida sobre parte de las ruinas del antiguo Templo de Salomón, para que fuera la sede de su Orden, que tomó el nombre completo de Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, aunque fueron mejor conocidos por la gente como Caballeros Templarios.
«Ciertos caballeros, amados por Dios y consagrados a su servicio, renunciaron al mundo y se consagraron a Cristo. Mediante votos solemnes pronunciados ante el Patriarca de Jerusalén, se comprometieron a defender a los peregrinos contra los grupos de bandoleros, a proteger los caminos y servir como caballería al soberano rey. Observaron la pobreza, la castidad y la obediencia según la regla de los canónigos regulares. Sus jefes eran dos hombres venerables, Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Omer. Al principio no había más que nueve que tomasen tan santa decisión, y durante nueve años sirvieron en hábitos seculares y se vistieron con las limosnas que les daban los fieles.»
En 1127, Hugo de Payns viajó a Roma para recibir la última aprobación del sumo Pontífice y ser reconocidos como una Orden militar. Ya el rey Balduino II y el Patriarca de Jerusalén los habían reconocido como hombres de bien, y virtuosos que dedicaban sus vidas a la protección de los peregrinos ante las adversidades de los caminos, tales como ladrones, bandidos y bestias; y dieron su recomendación a San Bernardo y al sumo pontífice de la Orden.
A partir de la formación oficial de la Orden del Temple, muchos caballeros sin faltas buscaron ser admitidos en ella, aunque también buscaron su anexión muchos hombres pertenecientes a la nobleza que habían vivido en la lujuria, la ambición y el crimen, lo que pareció muy bueno a San Bernardo, que veía en este hecho la conversión del vicio en virtud.
Tras la muerte de Hugo de Payns en 1136, ascendió al puesto de Gran Maestro Robert de Craon. Bajo su jurisdicción, el Papa Inocencio II dictó la bula Omne datum optimum en 1139, con la cual se estipulaba que la Orden del Temple no tenía autoridad mayor más que el mismo Papa, no teniendo que rendirle cuentas ni a monarcas ni iglesias locales, ni siquiera al Patriarca de Jerusalén ante el que habían emitido votos; tenían derecho a tener sus propios oratorios e iglesias y a reclutar a sus propios capellanes para los servicios religiosos; además los eximia de pagar diezmos y tributos, y por el contrario, les daba derecho a recibirlos.
Debajo del papado de otros dos pontífices los Templarios continuaron conservando sus privilegios y los reforzaron, bajo Celestino II y Eugenio III, las bulas expelidas fueron Milites Templi en 1144 y Militia Dei en 1145.
Crecieron ampliamente gracias a sus feudos y a que eran muchas veces contratados por nobles y monarcas para proteger sus tesoros, palacios y tierras. Recibían cuantiosas donaciones para su causa y fueron los padres de los sistemas bancarios modernos, al instituir el primer sistema bancario.
Los Templarios fueron ampliamente reconocidos como luchadores y guerreros fieros, tanto en el mundo físico contra sus enemigos sarracenos, como en el reino espiritual contra las fuerzas demoníacas. Su fiereza en el combate era legendaria así como su nobleza, tanto con sus aliados como con sus “enemigos” musulmanes. Eran considerados por gran parte de los peregrinos como “ángeles protectores” y fueron considerados como ejemplos a seguir por caballeros de todas clases y por toda la cristiandad en general. Eran ejemplos de virtud, coraje, nobleza, humildad y generosidad.
En sus castillos y fortalezas admitían a todo aquél peregrino, noble o plebeyo, civil o caballero que pidiera asilo; y ofrecían servicios médicos a quienes lo requirieran. Destinaban buena parte de sus recursos a brindar alimentos a los más pobres y vivían dentro de sus monasterios en silencio, sin más sonido que el de sus voces orando y el de sus manos trabajando.
Pero a pesar de su fiereza y genio militar, ni siquiera los templarios pudieron contener las fuerzas musulmanas del sultán Saladino, de Egipto, quien en la tercera cruzada expulsó a las fuerzas cristianas y tomó la ciudad de Jerusalén. En esta cruzada participaron reyes como Felipe II Augusto, de Francia; Federico I Barbarroja, del imperio germánico; y Ricardo Corazón de León, de Britania. Éste último, en su regreso a Inglaterra fue escoltado por un servicio de Caballeros Templarios, con quienes había hecho amistad, pero a mitad del camino despidió a sus protectores, muriendo a causa de una flecha de camino a casa.
Después de la cuarta y quinta cruzada, que fueron un fracaso, las abatidas fuerzas de la cristiandad se retiraron ante las fuerzas superiores de los sarracenos. Posteriormente, con el rey Federico II Hohenstaufen, se recuperaría la tierra de Jerusalén mediante acuerdos diplomáticos. Pero poco tiempo después, los soldados musulmanes retomaron la ciudad de manera definitiva. Los Templarios se retiraron a Acre y acordaron con el sultán un pacto de neutralidad en la ciudad, de manera que los cristianos pudieran asistir a ese lugar sagrado sin problemas.
Jacques DeMolay, 23º. Gran Maestro de la Orden organizó varias expediciones a Tierra Santa, logrando entrar a Jerusalén y venciendo las fuerzas del Sultán de Egipto, Malej Nacer, derrotándolo definitivamente en la ciudad de Emesa en 1299. En 1300 organizó otra incursión hacía Alejandría y estuvo a punto de recuperar la ciudad de Torsota para la cristiandad, de manos de los sirios.
Pero para el infortunio de las fuerzas cristianas en general, los sarracenos ganaron terreno y rápidamente las ciudades que los Templarios habían ganado, les fueron arrebatadas. Esto sucedió ya que solamente los Templarios y los Hospitalarios se encargaron de defender las ciudades, desprovistos de apoyo de otros reinados de la cristiandad.
La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo tuvo la necesidad de reorganizarse. El Gran Maestro viajó a la ciudad de Chipre para realizar una serie de acciones con los Caballeros que estaban a su mando. Fue entonces que recibió el llamado del papa Clemente V que lo convocaba a él y a sus más altos mandos a viajar a París, Francia, para atender algunos asuntos.
Ya con anterioridad, el papado había caído ante los poderes del monarca francés. Bonifacio VIII fue víctima de un atentado contra su vida por parte del rey en 1303, ya que se negaba a que la Iglesia en Francia pagara tributo sin su consentimiento. Muriendo un mes después del incidente y tras excomulgar a Felipe y sus aliados, el papado lo asumió Benedicto XI, quien abolió la orden de excomunión para el rey francés, pero no para sus aliados. Para este entonces, la residencia oficial del papa se ubicaba en Avignon donde Francia podía vigilarlo de cerca.
El viernes 13 de octubre de 1307, se dio la orden de aprehensión para los Caballeros Templarios, se ejecutó en la noche. El Gran Maestro fue llevado en bata de dormir a las cámaras de tortura de la Inquisición junto con todos los compañeros que atraparon sin oponer resistencia a los soldados, tanto del monarca francés como de la Inquisición, cosa que resulta extraña, pues los templarios eran conocidos por ser guerreros muy capaces y su rendición fue casi inmediata.
Jacques DeMolay cayó ante el suplicio de siete años de tortura, y admitió los crímenes de que se acusaba a la Orden, aunque jamás reveló la identidad de sus demás compañeros, la ubicación de sus riquezas ni los secretos de la Orden. Ante la falta de cooperación, monarquía e Iglesia decidieron sentenciarlo a él, junto a tres de sus preceptores, a cadena perpetua, veredicto que nombraron delante de Notre Dame de manera pública. A lo que el Gran Maestro proliferó:
Conozco el castigo que me espera por las palabras que estoy diciendo; pero el horrible espectáculo que se me ha presentado con el destino de muchos de mis hermanos, no me llevará de nuevo a confirmar mi primera falsedad con otra; la vida que se me ofrece con tan nefasta condición, la dejaré sin sentimiento. ¡Nos consideramos culpables, pero no de los delitos que se nos imputan, sino de nuestra cobardía al haber cometido la infamia de traicionar al Temple por salvar nuestras miserables vidas!»
La gente de Francia se enardeció al escuchar tal declaración. El pontífice y el monarca, furiosos, decidieron realizar una última intervención con los líderes templarios por medio de los jefes inquisidores que realizaron un pequeño juicio intentando que DeMolay aceptara los cargos verificando su anterior declaración de culpabilidad. Ante la negativa del Gran Maestre y el apoyo de Guy de Auvergnie a su líder, los inquisidores decidieron mandar esa misma tarde a ambos a la hoguera.
Aunque el papa Clemente V reconocía en las Actas de Chinon la inocencia de la Orden del Temple y sus miembros, librándolos de toda culpa y admitiéndolos dentro de los márgenes de la Iglesia Católica Romana, dichos documentos fueron escondidos para terminar con la Milicia de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón.
El papa y el rey francés se encontraban regocijándose porque habían logrado, en gran parte, su cometido. Pero a pesar de haber desarticulado a la Orden del Temple y de haber llevado a la hoguera a bastantes, no lograron obtener todas las riquezas y secretos que los templarios resguardaban. Aunque insatisfechos por tal situación, se mostraban felices presenciando el final del último Gran Maestre del Temple. Pero DeMolay dio una advertencia al monarca y al pontífice:
«Dios sabe quién se equivoca y ha pecado, y la desgracia se abatirá pronto sobre aquellos que nos han condenado sin razón. Dios conoce que se nos ha traído al umbral de la muerte con gran injusticia. Dios vengará nuestra muerte. Señor, sabed que, en verdad, todos aquellos que nos son contrarios, por nosotros van a sufrir. No tardará en venir una inmensa calamidad para aquellos que nos han condenado sin respetar la auténtica justicia. Dios se encargará de tomar represalias por nuestra muerte. Yo pereceré con esta seguridad. Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…»
Después de dichas palabras, DeMolay junto a Guy de Auvergnie murieron lentamente consumidos por el fuego, pero mientras ardían, hicieron lo que muchos hermanos suyos habían realizado antes en la pira, expiraron orando lo que Cristo había instituido a sus discípulos: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.
Pero la bandera Templaria continuó ondeando en Europa, ya que sólo fue en Francia donde se les exterminó de principio a fin, aunque perduró bajo otros nombres y otras situaciones. A los hermanos del Temple en otros países se les permitió ingresar a conventos monacales o a otras Órdenes de Caballería como los Hospitalarios o Teutónicos, o en algunos casos, sólo cambiaron de nombre realizando las mismas labores, como en el caso de Portugal donde la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón se convirtió en la Orden de Cristo. Su legado no desapareció con la gran caza que se hizo de ellos.
Publicado por Héctor Manuel Lujambio Valle en 14:54
Origen: Historias de Dioses, demonios y héroes: Los Templarios: La Historia