23 noviembre, 2024

¿Mandó España a morir inútilmente a su Ejército a la Guerra de Cuba? La herida todavía abierta de 1898

Carga de los insurgentes cubanos contra el Ejército español en la Guerra de Cuba - ABC
Carga de los insurgentes cubanos contra el Ejército español en la Guerra de Cuba – ABC

Aún hoy, muchos historiadores se preguntan si la decisión del Gobierno fue un acto suicida perpetrado desde la comodidad de Madrid y si dotaron de los suficientes recursos a sus soldados para evitar el desastre en aquel terrotiorio a 10.000 kilómetros de distancia

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Cuando el Ejército Libertador cubano acometió la invasión de la Cuba occidental, en otoño de 1895, España contaba con 96.000 soldados listos para luchar contra los insurgentes. A estos se sumaban entre 20.000 y 30.000 cubanos más, muchos de ellos nacidos en la península, que trabajaban en milicias urbanas como bomberos o guerrilleros. Y a lo largo de los tres años de conflicto, realizamos, además, el segundo mayor desplazamiento de soldados de la historia, tras el protagonizado por Estados Unidos en el desembarco de Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. En total, 200.000 españoles para enfrentarse a 40.000 hombres del Ejército libertador.

Si atendemos a estas cifras, es fácil pensar que los independentistas deberían haber sido literalmente borrados del mapa, pero no fue así, ni siquiera antes de la intervención de los estadounidenses en los últimos meses de la guerra. «Los números son engañosos: el ejército español era completamente inadecuado y prácticamente inútil para el tipo de guerra que era necesario librar en Cuba», aseguraba John Lawrence Tone en «Guerra y genocidio en Cuba, 1895-1898» (Turner, 2008).

Desde aquel desastre en que España perdió sus últimos territorios de ultramar y hasta hoy, los historiadores, políticos y militares se han venido haciendo las mismas preguntas. ¿Envió nuestro Gobierno a un número desproporcionado de soldados a una muerte segura? ¿Fue un acto suicida perpetrado por los políticos desde la comodidad de su sillón en Madrid? ¿Estaba el Ejército realmente preparado para ganar una guerra como aquella? ¿Se le dotó de lo necesario para combatir en un territorio tan diferente y a más de 10.000 kilómetros de distancia?

En el debate entró hasta el cine. El actor Luis Tosar se pronunciaba al respecto, en ABC, con motivo del estreno, hace cuatro años, de «1898. Los últimos de Filipinas»: «En la película se habla clara y duramente del absurdo de la guerra. Esto se refleja en los personajes más jóvenes, pobres soldados de reemplazo que vienen de pueblos remotos de Extremadura o Andalucía y se ven, de repente, combatiendo allende los mares, sin saber muy bien qué hostias pintan allí. Son esas cosas de los grandes imperios».

«Los errores gubernamentales»

La polémica ya fue anticipada por el escritor Vicente Blasco Ibáñez en febrero de 1895, dos semanas antes del comienzo de la guerra, en su artículo «El rebaño gris»: «Si quedan inválidos, pueden aprender a tocar la guitarra para pedir caridad a cualquiera de esas familias enriquecidas en Cuba. Es posible que les arrojen dos céntimos desde sus carruajes». Y lo recalcó después, una vez acabado el conflicto, en enero de 1899: «Esos infelices españoles son las únicas víctimas de las locuras patrioteras y de los errores gubernamentales, pues continúan siendo víctimas al poner el pie en la Península, y no por desdichas nacionales inevitables, sino por olvidos voluntarios».

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Extraccion de una bala a un soldado español en Cuba, en 1896
Extraccion de una bala a un soldado español en Cuba, en 1896 – ABC

¿A qué locuras patrioteras se refería el autor de «Los cuatro jinetes del Apocalipsis»? Pues a la supuesta falta de previsión de los políticos y a la negligencia del Gobierno para preparar al Ejército como debía para una guerra como aquella. El mismo gobernador general de Cuba, Martínez Campos, viendo lo que se le venía encima en los primeros compases de la guerra intentó dimitir de su cargo, pero no le dejaron renunciar y pronto empezó a mostrar su abatimiento. «Estoy triste y cansado», le escribió al ministro de Ultramar. Y al presidente Antonio Cánovas del Castillo le trasladó una imagen sombría de la situación militar y política de la isla: «Mi opinión leal y sincera es que antes de doce años tendremos otra guerra». Pero no le hicieron caso.

Lawrence defiende también que, además, de carecer de un liderazgo eficaz, la moral de los soldados españoles era baja y su entrenamiento inadecuado. Pero lo que más lamentaba es que estaban continuamente enfermos. «Entre febrero de 1895 y agosto de 1898, algo más de 41.000 soldados españoles, el 22% del ejército de Cuba, murió a causa de las enfermedades. A modo de comparación, sólo el 3% de las fuerzas estadounidenses enviadas a la isla en 1898 murió por este motivo, mientras que en el Ejército Libertador, solamente 1.321 hombres, según las cifras oficiales recopiladas por el ministro de la Guerra, Carlos Roloff», cuenta en su libro.

En noviembre de 1895, cuando los líderes independentistas Antonio Maceo y Máximo Gómez comenzaron su marcha hacia el este, cerca de 20.000 hombres, algo más del 20% de las fuerzas españolas en aquel momento, se encontraban postrados en camas de hospitales y clínicas por la malaria, la fiebre amarilla, la tuberculosis, la neumonía y la disentería, entre otras enfermedades. De esta forma, los 96.000 soldados que formaban el Ejército español en Cuba en el otoño de 1895 se redujeron a menos de 66.000, muchos de los cuales tampoco estaban en condiciones de combatir. Y en 1898, prácticamente todos los soldados españoles habían pasado algún tiempo hospitalizados y fuera de combate.

El premio Nobel

En este sentido, Santiago Ramón y Cajal también recordaba en sus memorias las lamentables condiciones que tuvieron que soportar los españoles en la Guerra de Cuba, donde él pasó su juventud como médico. Hablaba de campamentos montados en medio de ciénagas, de charcos de agua estancada que se dejaban tal cual junto a los catres y a las hamacas y de los omnipresentes mosquitos. «También nos mortificaba un ejército de pulgas, cucarachas y hormigas. La ola de la vida parasitaria nos envolvía amenazadora», describía el premio Nobel de Medicina, que viajó a la isla esperando encontrar un paraíso terrenal, pero salió de ella considerándola «inhabitable».

Para aliviar este sufrimiento, los ingenieros del Ejército construyeron docenas de hospitales y clínicas de campo, pero los médicos estaban abrumados de trabajo y carecían de las medicinas y suministros adecuados para tratar a un número de enfermos tan elevado. Ni siquiera disponían de buenos protocolos médicos para tratar algunas enfermedades, lo que hacía que el propio tratamiento resultara mortal en muchas ocasiones. «Además, en el momento en el que los médicos daban el alta a los pacientes, el Ejército volvía a llevarlos al frente, una práctica que tuvo, asimismo, consecuencias mortales», comenta Lawrence.

Este historiador subraya que la famosa mala salud de las tropas españolas no se debía exclusivamente al clima o el estado de la ciencia médica en aquel momento, sino, sobre todo, a la negligencia del Gobierno y los mandos del Ejército. En primer lugar, porque el soldado raso no recibía siquiera las raciones mínimas de alimento, que se limitaba la mayoría de las veces a un poco de arroz blanco hervido. Y en segundo, porque la paga que les correspondía por combatir pocas veces les llegó. «Además —añade—, los reclutas procedentes de los estratos más bajos de la sociedad española no solían ser muy robustos, y en Cuba perdían rápidamente la poca grasa corporal y las reservas energéticas que pudieran tener».

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La «parsimonia» de España

Son muchos los investigadores que se han preguntado a lo largo de estos 120 años, por qué España no previó este desastre antes y le puso freno si tenía información suficiente como para ello. De hecho, dada la problemática económica y la historia política de Cuba, el levantamiento y la declaración de independencia de Baire, el 24 de febrero de 1895, no debió sorprender a los españoles. El capitán general de la isla, Emilio Calleja, ya esperaba un movimiento de esta naturaleza antes. Durante meses, los funcionarios le habían estado advirtiendo de la posibilidad de que se produjera un desembarco de cubanos emigrados armados, hasta los dientes, para apoyar una gran rebelión.

Prueba de ello es un suceso ocurrido en Estados Unidos. El 8 de enero de 1895, un guardacostas de Florida abordó tres barcos contratados para transportar expedicionarios y armas a Cuba. Estos habían sido contratados para llevar a Máximo Gómez y a otros importantes líderes del exilio a diferentes puntos situados en la costa, donde grupos armados esperaban su llegada para iniciar el levantamiento. Calleja, por lo tanto, sabía que algo importante estaba a punto de suceder, pero no hizo ningún esfuerzo para frenarlo: ni vigilar la costa, ni irrumpir en los clubes de revolucionarios ni detener a los activistas más conocidos.

Juan Gualberto Gómez, el hombre a cargo de dirigir la revuelta en la región de La Habana, siguió blandiendo su pluma contra el régimen español hasta el mismo momento que cogió las armas para enfrentarse a él. El periódico ‘La Protesta’, vinculado a los líderes revolucionarios, publicaba soflamas revolucionarias en los días previos a los acontecimientos de Baire. Hombres cercanos a Calleja mantenían estrechos lazos con Manuel García, un famoso bandido y patriota conocido como el «rey de los campos de Cuba», que secuestraba a españoles y cubanos pro españoles y los entregaba a la insurgencia. Pero, mientras tanto, el capitán general de Cuba pedía perdón a los rebeldes capturados e insistía en que no necesitaba la ayuda de Madrid, a pesar de que sus efectivos se encontraban en un estado lamentable.

La «parsimonia» de España

«La rebelión prosperó porque España no estaba en condiciones de responder. El ejército español en Cuba contaba en los momento previos con menos de 14.000 soldados, de los que solo 7.000 estaban en condiciones de combatir. Los demás estaban enfermos o habían sido apartados por sus superiores para trabajar en las grandes plantaciones o en los ranchos […]. El gobierno español en La Habana, lejos de lo que se esperaba de un régimen con reputación de brutal, reaccionó con una parsimonia sorprendente, tanto antes como después del Grito de Baire. Eso permitió a la insurgencia tomar impulso», explica el historiador estadounidense.

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En aquel momento, los críticos de Calleja atribuyeron su inacción a la estupidez y la pereza. Peor aún, a una complicidad con los insurgentes cubanos, pero él no era de gobernar con mano de hierro y creía, además, que una serie de reformas evitarían el baño de sangre. «Aquella indolencia le valió a Calleja el reproche de sus contemporáneos de no haber visto venir la insurrección ni querido aceptar la inminencia de una guerra. La reacción del capitán general fue todo menos decidida. Desde luego, ni se le ocurrió aniquilar la insurrección. Por otra parte, no parecía en absoluto necesario actuar mientras en la metrópoli se debatían las aspiraciones reformistas de la isla, teniendo en cuenta que los pequeños grupos insurrectos de Matanzas y Puerto Príncipe habían sido rápidamente neutralizados», comentaba Andreas Stucki en «Las guerras de Cuba. Violencia y campos de concentración (1868-1898)» (La Esfera de los Libros, 2017).

En opinión también de este historiador, las tropas españolas estaban mal formadas, insuficientemente abastecidas y con dificultades considerables ya desde la Guerra de los Diez Años (1868-1878). Una carencias que no solo se manifestaron en su lucha contra la infantería montada cubana. En muchos lugares fueron el clima y el desconocimiento del terreno lo que les causó tantos quebraderos de cabeza, a causa también de la falta de guías locales, muy difíciles de reclutar, y del deficiente material cartográfico. «Para los oficiales españoles, la escasa capacidad de combate de las tropas se explicaba por la mala coordinación y por la decisión de diseminar los destacamentos por todo el país para la realización de labores policiales», concluye.

Tal y como apuntaba Blasco Ibáñez, el infierno no acabó ahí. Los soldados españoles que tuvieron la suerte de sobrevivir a la guerra y regresar a España –después de una travesía infernal de dos semanas, todos apretados en barcos sin apenas comida ni bebida, mezclados sanos y enfermos y sin apenas asistencia sanitaria– tuvieron que sufrir otro calvario más: el de su reinserción social y laboral en un país en serias dificultades. «Muchos volvieron inválidos, sin posibilidad de regresar a sus trabajos labrando los campos o vareando las aceitunas. Era como volver a la pobreza y el Gobierno no supo dar respuesta a ello. No eran conscientes del problema social que se les venía encima. Cuando se iban, les daban de todo: dinero, tabaco, vino, escapularios… Y a la vuelta, ni los buenos días», explica a ABC el historiador aragonés Javier Navarro, fundador de la asociación «Regreso con Honor», que ha conseguido identificar a los más de 58.000 muertos que produjo la Guerra de Cuba.

Origen: ¿Mandó España a morir inútilmente a su Ejército a la Guerra de Cuba? La herida todavía abierta de 1898

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