Memòria Repressió Franquista.: El triunfo de la dictadura franquista. En defensa de la Memoria Histórica. Juanjo López.
El triunfo de la dictadura franquista En defensa de la Memoria Histórica
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- La derrota
“La última vez que vio hermosa a su madre fue con ese vestido. Estaban las dos en Alicante, en el puerto, esperando un barco que nunca llegó. Paulino las había llevado hasta allí. Paulino y un camarada suyo que tenía las manos muy grandes las llevaron una noche desde Valencia, y se marcharon convencidos de que las dejaban en lugar seguro. Doña Martina tejía unos guantes de lana para entretener la espera y Elvira la miraba embelesada porque hacía mucho tiempo que no la veía tan guapa. Se había engalanado para el viaje con su mejor vestido recién planchado, un abrigo de terciopelo negro y un sombrero de media luna a juego, un casquete pequeño, casi diminuto, que le cubría escasamente la mitad delantera de la cabeza y resaltaba el color de sus ojos, el color del mar. Elvira no había vuelto a acordarse de aquel sombrero; ella se lo había probado muchas veces, cuando jugaba a ser mayor frente al espejo del ropero subida en los zapatos más altos de su madre. No sabe Elvira cuántos días pasaron en el muelle, sentadas las dos sobre la maleta. No sabe cuántas noches. El vestido de su madre olía a lavanda cuando se recostaba en su regazo para dormir. Su aroma la acompañó durante sus sueños y la envolvió la mañana en la que comenzaron a oírse los gritos. Hasta entonces, la espera había sido tranquila. Los millares de personas que se congregaron en el puerto aguardaban esperanzados los buques para su evacuación y, a pesar de la incomodidad por la falta de espacio y de las dificultades para conseguir comida, los ánimos no decaían. Los mensajes del cónsul francés, emitidos a través de un altavoz desde una tribuna improvisada, tranquilizaban la espera y mantenían la moral, asegurando la intervención de la Sociedad de Naciones, cuyos planes de evacuación controlada estaban en marcha.
-Elvirita, mira, te he acabado los guantes. Toma, pruébatelos.
La niña tragó con avidez un trozo de chocolate que su madre acababa de cambiar por su sombrero. Se limpió una con otra las manos. Y cogió los guantes. Fue entonces, en el momento en que Elvira se probaba los guantes, cuando la voz del cónsul sonó distinta a otras veces y muchos comenzaron a gritar. El Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras. El Caudillo ofrecía magnanimidad y perdón a todo aquel que no tuviera manchadas las manos de sangre. Entonces comenzaron los gritos. Entonces muchos hombres se acercaron al agua y lanzaron sus armas al fondo de la dársena. Entonces comenzaron los suicidios. Un miliciano se ahorcó colgándose de un poste de la luz, otro se ató una piedra al cuello y se arrojó al agua, y un hombre de edad avanzada se disparó en la boca a sólo dos pasos de Elvira. Su madre la protegió del horror en su regazo. Y ella hundió la cabeza en el aroma a lavanda de su vestido”[1].
Con estos párrafos, en ojos de una niña, describe la escritora Dulce Chacón el final de la guerra civil española en su novela La Voz Dormida inspirada en muchas historias personales de aquellos momentos. Ronald Fraser en su recopilación de testimonios orales sobre la guerra civilRecuérdalo tú, recuérdalo a otros también rememora con las misma tensión y drama aquellos últimos instantes de la República española, poco antes de que Franco publicara su famoso último bando de guerra: “Con los ojos fijos en el horizonte, buscando el más leve rastro de un barco, Saturnino Carod se imaginaba la terrible escena que tendría lugar si al fin llegaba algún navío. (…) Estallaría una batalla sangrienta —la mayoría de los que esperaban iban armados, eran militares como él—porque todo el mundo estaba decidido a embarcar (…) El hombre que permanecía a su lado con un pitillo en la boca se suicidó degollándose y cayó al suelo. Casi en el mismo instante, del otro lado del puerto le llegó la noticia de que un conocido se acababa de pegar un tiro. El suicidio se extendió como una epidemia. Cada vez que se volvía para mirar algunas personas que corrían, era porque alguien acababa de tirarse al mar. Un hombre se encaramó a un farol y empezó a proferir incoherencias sobre los peligros que les esperaban. Al terminar de gritar, se tiró desde arriba y se mató al chocar contra el suelo. ‘Por todas partes veías caras de desesperación. Las mujeres lloraban, los niños se agarraban a las manos de sus madres. Varios hombres parecían al borde de la locura’…”[2].
Sin embargo, aunque era el 1º de abril de 1939 cuando concluyó oficialmente la guerra civil, realmente ésta hacía tiempo que estaba perdida. Los especialistas militares suelen tomar la Batalla del Ebro (del 25 de julio al 14 de noviembre de 1938), como la confrontación decisiva en la que se echó la suerte de la República. Esta batalla, la más larga de la guerra, en la que se desplegó más material humano y militar, concluyó con el hundimiento de Catalunya, el antiguo bastión obrero y revolucionario, cuyas ciudades no resistieron el avance franquista. Si la ofensiva comienza el 23 de diciembre de 1938, el 14 de enero cae Tarragona, el 26 Barcelona y para el 10 de febrero de 1939 todo el territorio catalán está en poder de Franco.
La caída de Catalunya aceleró el final de la guerra. El 27 de febrero las potencias occidentales reconocen oficialmente a Franco y a su dictadura y Manuel Azaña dimite como presidente de la República. Aunque el presidente del gobierno, Juan Negrín, volvería a territorio republicano desde Francia, un amplio sector de militares republicanos, encabezados por el coronel Casado, darían un golpe de Estado en Madrid el 4 de marzo estableciendo un Consejo de Defensa cuyo único propósito es organizar la rendición a Franco. Los militares republicanos, antaño mimados por los dirigentes del PCE, se aliaban ahora con los socialistas de derechas y los restos de la CNT, para concluir una guerra que hacía meses que no se podía sostener. Pese a todas las proclamas de Casado que prometían una “paz honrosa”, el leal “republicano” sólo consiguió salvar su propio pellejo y el de sus allegados.
La historia oficial de PCE presenta a sus dirigentes como los máximos defensores de la política de “resistencia a ultranza” (en espera de una salvadora segunda guerra mundial), pero realmente los estalinistas estaban profundamente desmoralizados. Ya en octubre de 1938 Stalin había ordenado replegar a las Brigadas Internacionales y el suministro de material bélico, siempre a cuenta gotas, alcanzó los mínimos. Según los propios datos soviéticos, entre el 1 de octubre de 1936 y el 1 de agosto de 1938, la URSS envió 52 barcos con material bélico. Pero, después de esa fecha, demostrando que nunca pretendieron la victoria, los dirigentes de Moscú restringieron el suministro a 3 navíos.[3] La guerra civil española salía de las prioridades de Stalin: él, que había actuado como el sepulturero de la revolución socialista iniciada con el alzamiento de los obreros de Barcelona y Madrid el 19 de julio de 1936, cuando certificó la previsible derrota militar republicana orientó sus objetivos hacia otros derroteros. En cualquier caso, vista la experiencia, Stalin sabía perfectamente que la cercanía de la segunda guerra mundial no obligaría a Inglaterra y Francia a socorrer a la República, mucho menos cuando los gobiernos de ambos países negociaban en secreto con Franco un reconocimiento diplomático que llegaría muy pronto.
En septiembre de 1938, promovido por el primer ministro inglés, Chamberlain, Alemania, Gran Bretaña, Italia y Francia firmarían el Acuerdo de Múnich que desmembraba Checoslovaquia entregándolo a manos nazis. Las burguesías inglesa y francesa eran más anticomunista que anti nazi, y durante años habían llevado adelante una política de “apaciguamiento” de Hitler para orientarlo a una guerra contra la URSS. Ante estos hechos, Stalin no tuvo empacho en abandonar a su suerte a la República española y comenzar a negociar un acuerdo con Hitler. Cuando el coronel Casado derribó al gobierno republicano, los dirigentes del PCE, a pesar de la propaganda oficial, correrían al exilio sin tomar ninguna iniciativa de envergadura para prolongar la resistencia. La desmoralización en la zona republicana era absoluta. Ya concluida la guerra civil y derrotada definitivamente la revolución española, la burocracia estalinista culminará su actuación de aquellos años firmando con los nazis un acuerdo: el Pacto Ribbentrop-Mólotov, que facilitara la invasión alemana de Polonia y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.
A todas luces se trató de un final dramático para una guerra en la que el heroísmo de los trabajadores y campesinos españoles había sido una fuente de tremenda inspiración para los oprimidos de todo el mundo. Miles de trabajadores y revolucionarios de los cinco continentes no dudaron en viajar a España a luchar contra el fascismo, dando sus vidas en muchos casos. Y aquí se encontraban con un pueblo en armas, alzado no sólo contra los fascistas, sino contra todo tipo de opresión: obreros, campesinos, mujeres, jóvenes… se enfrentaron a Franco, pero también a los capitalistas. Tomaron las fábricas, los campos, formaron sus propias milicias armadas. Trataron de tomar el cielo por asalto.
Es significativo el relato que hace el escritor comunista George Orwell en su libroHomenaje a Catalunya describiendo precisamente la Revolución y el lamentable papel jugado por los dirigentes de las organizaciones obreras que, buscando una imposible alianza con Inglaterra y Francia, sacrificaron las conquistas de la revolución. El general republicano Vicente Rojo, nada sospechoso de simpatizar con la revolución social, relata el contraste entre el ambiente de resistencia de Madrid en noviembre de 1936, al ambiente derrotista de Barcelona en enero de 1939: “¡Qué ambiente tan distinto! ¡Qué entusiasmo entonces!… ¡y qué decaimiento ahora! Barcelona, 48 horas antes de la entrada del enemigo era una ciudad muerta… [Se] perdió lisa y llanamente porque no hubo voluntad de resistencia, ni en la población civil, ni en algunas tropas contaminadas por el ambiente.” [4]
Y efectivamente, en Madrid en noviembre del 36 la revolución estaba viva. La clase obrera y la juventud luchaban contra el fascismo y contra el capitalismo. El propio PCE, que durante toda la contienda se convertiría en el defensor a ultranza de la consigna “primero la guerra, luego la revolución”, se apoyó en la clase obrera madrileña y su espíritu revolucionario para evitar la caída de la capital en manos de Franco. La resistencia contra el fascismo se había basado desde el principio en la lucha revolucionaria de las masas oprimidas. El 18-19 de julio del 36, a pesar de que no pocos gobernantes republicanos burgueses estaban dispuestos a entregar traicioneramente el poder a Franco,[5] el golpe militar fascista fue derrotado en las principales ciudades gracias a la acción revolucionaria de la clase obrera y el campesinado. Aquellas localidades donde las masas obedecieron al gobierno republicano, los militares se hicieron con el control. Allí donde las masas pasaron a la acción y decidieron ellas mismos frenar el golpe de Estado, los fascistas fueron derrotados. La burguesía en su totalidad se había pasado con armas y bagajes al campo del fascismo. Así que inevitablemente, en su acción revolucionaria, armados tras derrotar a los golpistas, los trabajadores no se limitaron con detener a los fascistas: tomaron las fábricas, tomaron las tierras, establecieron comités obreros, organizaron milicias… Fueron los dirigentes del Frente Popular los que salvaron al capitalismo en la zona republicana. Restauraron la propiedad de las fabricas, de la tierra, disolvieron los comités, las milicias, fortalecieron el antiguo Estado burgués republicano y reconstruyeron un Ejército bajo su dirección, que no luchaba, como ellos insistían, por la revolución social sino por una “democracia” republicana que respetara las reglas del juego del capitalismo internacional.
Cuando las tropas franquistas se acercaban a Barcelona en 1939, ya habían pasado tres largos años de guerra, de sufrimiento y de desgaste. Y lo más importante, la clase obrera había soportado y sufrido una política que, dirigida por los dirigentes republicanos, estalinistas y socialistas de derechas, eliminó todas las conquistas revolucionarias de los primeros tiempos…Después de tres años, la perspectiva de una revolución socialista triunfante se había arrancado del horizonte de los trabajadores que empuñaban el fusil en las trincheras o producían en la retaguardia…
En palabras de León Trotsky: “El proletariado [español] ha manifestado cualidades combativas de primera categoría. Por su peso específico en la economía del país, por su nivel cultural y político, se encontraba, desde el principio de la revolución, muy por encima del proletariado ruso a comienzos de 1917. Los principales obstáculos para la victoria fueron sus propias organizaciones. […] El resultado de todo su trabajo [el de los dirigentes de las organizaciones obreras] fue que el campo de la revolución socialista (obreros y campesinos) se encontró sometido a la burguesía, o, más exactamente, a su sombra; perdió su carácter, perdió su sangre. No faltó ni el heroísmo de las masas ni el coraje de los revolucionarios aislados. Pero las masas fueron abandonadas a sí mismas y los revolucionarios fueron apartados de ellas, sin programa, sin plan de acción. La dirección militar se ocupó más de aplastar a la revolución socialista que de las victorias militares. Los soldados perdieron la confianza en sus mandos, las masas en su gobierno, los campesinos se situaron al margen, los obreros se hastiaron, las derrotas se sucedían, la desmoralización crecía” [6]
Cuando los historiadores burgueses hablan de las causas que provocaron la derrota de la República enuncian un listado de razones, aparentemente contundentes. Según ellos, la ayuda que Alemania e Italia brindaban a Franco fue una de las razones más decisivas. Con esta ayuda, y la falta de apoyo de los gobiernos “democráticos”, Franco tenía una superioridad armamentística incuestionable. Además en la zona republicana “reinaba la anarquía”, cuando por fin se puso orden y se constituyó un nuevo ejército organizado y disciplinado se había perdido mucho tiempo. Por último, las propias rencillas entre las organizaciones del Frente Popular fueron un factor de peso. En lugar de mantenerse todos unidos contra el fascismo, anarquistas, poumistas, socialistas, republicanos y comunistas luchaban unos contra otros. Todas estas “razones”, aparentemente ponderadas y que encierran una parte de verdad, ocultan el factor fundamental que determinaba el rumbo de los acontecimientos: la revolución socialista que se estaba produciendo en el campo republicano y que suponía no sólo un desafío a Franco y la burguesía española, también al capitalismo mundial y a la burocracia estalinista.
Respecto al factor militar, por supuesto no se trata de despreciar el papel de Italia o Alemania. Su ayuda fue esencial para sostener al ejército de Franco y darle una capacidad ofensiva de la que carecía por completo. Más vergonzoso —y también más desconocido— fue la ayuda que Franco recibió de las “potencias democráticas”, EEUU, Gran Bretaña y Francia en forma de petróleo, financiación, apoyo diplomático… Pero si todo lo reducimos al número de tanques, a la munición y a la pericia de los generales, nunca en la historia podrían haber vencido los oprimidos a los opresores. Y sin embargo, hay numerosas experiencias que demuestran justamente lo contrario. Poderosos ejércitos, bien armados y pertrechados, han resultado derrotados por masas de trabajadores y campesinos. Los revolucionarios franceses de 1789-1793, con los oficiales del ejército del lado de la reacción, derrotaron a una coalición de ejércitos europeos que querían reinstaurar la monarquía absoluta. Lo mismo sucedería posteriormente con los bolcheviques que entre 1917 y 1921 lograron rechazar la invasión de 21 ejércitos extranjeros y resultaron victoriosos en una peligrosa guerra civil financiada y armada por la reacción zarista y el imperialismo. Pero más recientemente asistimos a la victoria del pueblo vietnamita en la lucha contra el ejército norteamericano, la fuerza militar más poderosa de la historia. Las armas, la técnica militar, incluso la disciplina tienen una gran importancia, pero no es lo único, ni lo más importante.
Trotsky, fundador del Ejército Rojo, explica la clave de la victoria de los bolcheviques en la guerra civil contra los blancos: “¿Es preciso recordar que si la Revolución de Octubre logró vencer tras tres años de guerra contra innumerables enemigos, incluidos los cuerpos expedicionarios de las más poderosas potencias imperialistas, fue porque durante los combates los campesinos se habían asegurado la posesión de la tierra y los obreros la de las fábricas? Sólo la fusión entre la transformación socialista y la guerra civil hizo invencible a la revolución rusa.” Y más adelante: “Es simplemente ridículo el explicar la derrota mediante referencias a la intervención militar de los fascistas italianos y los nazis alemanes y la pérfida conducta de las “democracias” francesa e inglesa. Los enemigos seguirán siendo enemigos. La reacción intervendrá siempre que pueda. La “democracia” imperialista traicionará siempre. Pero, ¿significa esto qué es imposible la victoria del proletariado? ¿Qué decir de la victoria del fascismo en Italia e incluso en Alemania? Allí no hubo intervención. En lugar de eso había un proletariado poderoso, un gran Partido Socialista y, en el caso de Alemania, un gran Partido Comunista igualmente, ¿Por qué no se venció al fascismo? Precisamente porque los partidos dirigentes de esos países se esforzaban por reducir la cuestión a la lucha “contra el fascismo” [todos los demócratas unidos contra el fascismo], en tanto que sólo la revolución socialista puede vencer al fascismo.”[7]
Efectivamente; profundizar la revolución socialista hubiera causado un efecto electrizante entre las masas obreras, pero también en las zonas dominadas por Franco y en toda Europa. Para empezar los trabajadores y campesinos revolucionarios hubieran luchado con más ahínco para defender las conquistas recién adquiridas. Ya no estarían luchando para que, una vez concluida la guerra, nada hubiera cambiado: el señorito continuara dominando el cortijo y el capitalista la fábrica. Todo lo contrario, la lucha serviría para consolidar una nueva sociedad sin oprimidos y opresores.
El empuje revolucionario afectaría a la población de la retaguardia dominada por Franco. Con la revolución en marcha, demostrando a los campesinos que componían la base del ejército de Franco lo que realmente significaba la emancipación social, la semilla de la desmoralización y la desintegración habrían penetrado en los ejércitos fascistas. Incluso sus tropas de choque, el ejército africano compuesto por campesinos marroquíes, hubiera quedado muy tocado ante un gobierno revolucionario dispuesto a reconocer la libertad e independencia de Marruecos alentando la lucha contra los terratenientes y burgueses de las cabilas.
Pero además las revoluciones son muy contagiosas: En Francia había un gobierno de Frente Popular, demostración electoral de la situación de efervescencia social que vivía el país vecino. La revolución española era un tremendo polo de atracción. Las oleadas de voluntarios, más arriba mencionados, dispuestos a acudir a España a luchar contra el fascismo, así lo demuestran. Con una dirección marxista, bolchevique, los miles de obreros franceses que acudieron a pelear a España contra Franco se habrían convertido en la vanguardia de la revolución socialista también en su país, inspirando a la clase obrera francesa. De la oleada revolucionaria no se habrían escapado ni los países fascistas. Como poco después se vería, el régimen de Mussolini estaba muy debilitado, una victoria de la Revolución en España probablemente hubiera causado su caída. El triunfo socialista en suelo español hubiera cambiado el curso de los acontecimientos tal como los conocemos, y que desembocaron en los horrores sin límite de la segunda guerra mundial. Pero la condición indispensable para la victoria, una organización revolucionaria marxista, probada en la lucha de clases y con influencia entre las masas, dispuesta a terminar con el poder capitalista hasta sus últimas consecuencias, no existía.
En su último artículo inconcluso, Clase, partido y dirección, Trotsky trata la cuestión clave de la dirección revolucionaria: “En 1936 —por no remontarnos más lejos— los obreros españoles han rechazado el ataque de los oficiales, que habían puesto a punto su conspiración bajo el ala protectora del Frente Popular. Las masas han improvisado milicias y han levantado comités obreros, ciudadelas de su propia dictadura. Por su parte, las organizaciones dirigentes del proletariado han ayudado a la burguesía a disolver esos comités, a poner fin a los atentados de los obreros contra la propiedad privada y a subordinar las milicias obreras a la dirección de la burguesía y, para colmo, con el POUM participando en el gobierno, tomando así directamente su responsabilidad en el trabajo de la contrarrevolución. (…) Aunque las masas hayan adoptado una línea correcta, no han sido capaces de romper la coalición de socialistas, comunistas, anarquistas y del POUM con la burguesía. (…) Las masas, que han intentado sin cesar abrirse un camino hacia la vía correcta han descubierto que la construcción, en el fragor mismo del combate, de una nueva dirección que respondiera a las necesidades de la revolución, era una empresa que sobrepasaba sus propias fuerzas. (…) Pero incluso cuando la antigua dirección ha revelado su propia corrupción interna, la clase no puede improvisar inmediatamente una nueva dirección, sobre todo si no ha heredado del período precedente los cuadros revolucionarios sólidos, capaces de aprovechar el derrumbamiento del viejo partido dirigente.” [8]
- Fascismo y guerra de exterminio
Tenemos que matar, matar y matar, ¿sabe usted? Son como animales, ¿sabe?, y no cabe esperar que se libren del virus del bolchevismo. Al fin y al cabo, ratas y piojos son los portadores de la peste. Ahora espero que comprenda usted qué es lo que entendemos por regeneración de España
Gonzalo de Aguilera
Capitán del ejército de Franco, terrateniente y amigo personal de Alfonso XIII[9]
Desde la misma proclamación de la Segunda República el principal objetivo de la burguesía fue tratar de evitar una revolución socialista. Primero, cuando no le quedó otro remedio, se deshicieron del Rey y se vieron obligados a conceder algunas reformas democráticas y aceptar la llegada de la república. Para ello se apoyaron en los dirigentes reformistas del PSOE y los republicanos, pensando en que de esta forma podrían contener el movimiento revolucionario de las masas. Pero el temprano intento de golpe de Estado del general Sanjurjo en agosto de 1932, derrotado por la acción del movimiento obrero sevillano, puso en evidencia las verdaderas intenciones de la reacción. El tiempo de las concesiones democráticas había pasado, realmente si estas se habían dado con la República era por el miedo que la burguesía sentía al movimiento ascendente de las masas y no por ninguna veleidad democrática de la clase dominante.
Al igual que en Alemania o Italia, la clase dominante española optó por una salida fascista a la crisis revolucionaria en marcha. Trotsky explicó el lugar del fascismo en la historia, precisamente como resultado de la crisis senil del capitalismo: “Para toda una serie de fases, la burguesía afirmó su poder bajo la forma de la democracia parlamentaria. Pero de nuevo, no pacífica ni voluntariamente. La burguesía temía mortalmente el sufragio universal. Pero a la larga, con la ayuda de una combinación de represión y concesiones, con la amenaza del hambre unida a las reformas, consiguió subordinar en el marco de la democracia formal no sólo a la vieja pequeña burguesía, sino, en gran medida, también al proletariado, por medio de la nueva pequeña burguesía, la burocracia obrera. En agosto de 1914, la burguesía imperialista pudo, por medio de la democracia parlamentaria, llevar a millones de obreros y campesinos a la carnicería. Pero precisamente con la guerra empieza la clara decadencia del capitalismo y, sobre todo, de su forma democrática de dominación. En adelante ya no se trata de nuevas reformas y limosnas, sino de reducir y suprimir las antiguas. Con ello, la burguesía entra en conflicto no sólo con las instituciones de la democracia proletaria (sindicatos y partidos políticos), sino también con la democracia parlamentaria, en cuyo marco surgieron las organizaciones obreras. (…) Pero igual que las cumbres de la burguesía liberal fueron incapaces en su época, sólo con su propia fuerza, de desprenderse del feudalismo, la monarquía y la iglesia, así los magnates del capital financiero son incapaces, sólo con su fuerza, de enfrentarse con el proletariado. Necesitan el apoyo de la pequeña burguesía. Para este fin, debe ser ganada, puesta en pie, movilizada y armada”[10].
Juan Ignacio Ramos explica en su libro Revolución socialista y guerra civil, los planes de la burguesía española para organizar un partido fascista de masas que terminara con la República y con cualquier atisbo de derecho democrático: “A comienzos de 1933, la burguesía española había emprendido firmemente el camino de cohesionar sus fuerzas y pasar a la ofensiva, preparando las futuras batallas, las parlamentarias y las que se librarían en las calles, las más decisivas. Entre febrero y mayo de ese año se constituyó la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). (…) La CEDA contaba con más de 700.000 militantes y una fuerte sección de choque en torno a sus juventudes (Las JAP, Juventudes de Acción Popular). Su base social movilizaba a los medianos y pequeños propietarios (…) y por supuesto, a la pequeña burguesía de las ciudades influida por el clero. No era ningún secreto que la financiación y el respaldo político de la CEDA provenían de los industriales, banqueros y grandes terratenientes del país. Las intenciones de la coalición liderada por Gil Robles eran transparentes, aunque cierta historiografía haya intentado lavar su imagen. (…) Muchas voces han querido excluir a la CEDA de un supuesto catálogo de organizaciones fascistas “químicamente puras”. En este sentido, conviene distinguir que el fascismo nunca se presentó de una forma homogénea en sus fuentes doctrinarias, y aunque existían diferencias conceptuales destacables, por ejemplo entre el fascismo de Mussolini y el programa nazi de Hitler, las bases materiales y políticas de ambos coincidían plenamente”.[11]
Si los fascistas no pudieron llegar al poder a través de las urnas utilizando a la propia democracia republicana fue precisamente gracias, una vez más, a la acción de la clase obrera. La insurrección fallida de octubre de 1934, si bien no logró derrumbar el capitalismo, si consiguió paralizar los planes de la burguesía y la CEDA.
La decisión del levantamiento militar estaba tomada por la burguesía antes de que la derecha perdiera las elecciones de febrero de 1936. Los últimos meses de Gil Robles como ministro de la Guerra prepararon al ejército para el eventual golpe de Estado, pero los planes y las discusiones en torno a esta cuestión se remontan a 1932 y 1934. A las 4 de la mañana del 17 de febrero de 1936, inmediatamente después de la primera vuelta electoral, Gil Robles incitó al primer ministro en funciones, Manuel Portela Valladares, a anular los resultados de las elecciones con su ayuda y la del Ejército. Horas más tarde, fue el general Francisco Franco, entonces jefe del Estado Mayor Central, quién lo presionó para que declarase el estado de guerra con el fin de impedir el traspaso de poderes al Frente Popular.[12]
Cuando el golpe militar era inminente y los oficiales leales de la Unión Militar Republicana y Antifascista (UMRA), que habían hecho acopio de toda la información al respecto, se entrevistaron con Casares Quiroga —jefe del gobierno y ministro de guerra en aquel momento— para informarle de la gravedad de la situación, la respuesta fue decepcionante. Casares Quiroga afirmó que no había peligro de golpe militar y se negó a adoptar ninguna medida de depuración de los mandos facciosos, tal como exigía la UMRA[13].
Para llevar a cabo sus planes, la clase dominante contaba con un aparato concienzudamente engrasado. En la lucha contra el enemigo interior, el ejército había sido empleado con saña para aplastar a los trabajadores y los jornaleros: en la Semana Trágica y la huelga general de agosto de 1917; en las luchas del trienio bolchevique y bajo la dictadura de Primo de Rivera; pero también en los seis años republicanos de 1931 a 1936, en los que el ejército y las fuerzas policiales siguieron bajo el control directo de mandos derechistas y se emplearon a fondo en la represión de las huelgas, en los horribles asesinatos de campesinos en Casas Viejas, en la persecución de los obreros revolucionaros que siguió a la Comuna asturiana de 1934. En este último caso, el mismísimo Franco puso en práctica todo un ensayo de la guerra civil, fusilando a más de 200 trabajadores y deteniendo a más de 10.000.
Este aparato militar tenía asimismo una larga experiencia en el exterior, en sus actuaciones durante las guerras coloniales, especialmente contra la población marroquí. La Legión, por ejemplo, de la cual fueron comandantes, entre otros, Millán Astray y Franco, reclutó a lúmpenes para emplearlos en las razzias contra los rebeldes rifeños: “Criminales comunes, pistoleros, veteranos de la Primera Guerra Mundial que habían sido incapaces de adaptarse a la paz. Tanto Franco como Millán Astray plantearon la Legión como una especie de purgatorio vital que ofrecería a los desheredados reclutas la redención mediante el sacrifico, la disciplina, las penalidades, la violencia y la muerte”[14].
Esa brutalidad característica fue usada con todos los recursos disponibles por el ejército franquista durante la guerra civil. Eran métodos copiados de los utilizados en las guerras africanas.
En la noche del 17 de julio, cuando el golpe militar se puso en marcha, en el protectorado de Marruecos fueron asesinadas 189 personas[15]. Esa mañana aparecían los primeros cadáveres en las calles o abandonados en las playas. También comenzaría a funcionar el campo de concentración de Zeluán. En Canarias, el número de asesinados es desconocido, ya que los militares no tuvieron empacho en arrojar los cadáveres al océano.
El 18 y 19 de julio de 1936, la respuesta de miles de trabajadores en Barcelona y Madrid, y en una mayoría de grandes ciudades, abortó los planes de un rápido triunfo del golpe. A partir de ese momento, el ejército sublevado inició una sangrienta política de conquista y exterminio que puede caracterizarse de auténtico genocidio. No sólo eliminaba a los cargos civiles y militares contrarios al golpe o a los dirigentes de los partidos políticos adheridos al Frente Popular o de los sindicatos, sino a todo aquel obrero o campesino cuyo asesinato pudiera servir de escarmiento.
El objetivo de los militares y los fascistas que actuaron como tropas de limpieza en la retaguardia era sembrar un terror masivo. Había que dar a las masas una lección inolvidable. Los sublevados necesitaban aplastar su voluntad de lucha, y asesinar a decenas de miles era la mejor manera de que no se atrevieran a exigir sus derechos nunca más. La mecánica de esta política de exterminio era aterradora. Sólo en agosto de 1936, 584 personas fueron asesinadas en la ciudad de Sevilla y 1.084 en la provincia de Huelva (4.658 en todo ese año).[16] En la ciudad de Zaragoza, los datos hablan de 2.598 víctimas registradas durante 1936.[17] Paul Preston da una cifra general de asesinados por la represión franquista durante la guerra de 180.000 personas[18], a las que habría que sumar las bajas en el frente y los civiles muertos en acciones militares como los bombardeos (294 en el de Gernika y 300 en el de Alicante).
El general Yagüe, autor de la masacre de Badajoz, le habló muy claro al periodista norteamericano John Thompson Whitaker: “Claro que los fusilamos. ¿Qué esperaba? ¿Suponía que iba a llevar 4.000 rojos conmigo mientras mi columna avanzaba contrarreloj? ¿Suponía que iba a dejarles sueltos a mi espalda y dejar que volvieran a edificar una Badajoz roja?”[19]. La represión franquista no fue un acto de “descontrol” o una “tragedia inevitable causada por la locura de la guerra”, como algunos apologistas del franquismo señalan, sino una acción planificada y organizada sistemáticamente con objetivos bien definidos. No es casualidad que numerosos historiadores opinen que el mismísimo Hitler se inspiró en la represión franquista a la hora de lanzar la “guerra total” durante la Segunda Guerra Mundial.
Existen numerosos relatos sobre la brutal represión fascista. En muchos pueblos dejaron expuestos los cadáveres para que los vecinos se horrorizaran. La tristemente célebre matanza de Badajoz, donde según la cifra dada por el propio Yagüe se aniquiló al 10% de la población de la ciudad extremeña, es el ejemplo más claro. Este es el relato de un muchacho que entonces tenía 15 años: “Más tarde nos pasaron a la plaza de toros y nos alojaron en unos pasadizos que había por debajo de las gradas y que no había más luz que la que dejaba pasar por las ranuras o arpilleras que había en las murallas (…) Nosotros, de la familia, nos encontrábamos allí mi padre, mi hermano y yo (…) Al día siguiente empezaron los fusilamientos. El sistema que tenían era el siguiente: entraban por la puerta que daba al ruedo de la plaza un cabo bajito de la Legión y pistola en mano y cojeando porque tenía el pantalón ensangrentado como de estar herido. Este señor contaba hasta veinte, los sacaba al ruedo, donde ya esperaban los guardias civiles que componían el piquete de ejecución (…) Una vez fusilados llamaban a algunos de los que allí se encontraban para que cargaran los muertos en una camionetilla chica y se los llevaban creo que al cementerio. Cuando la camioneta regresaba, contaban otros veinte, que se conoce que era la carga del vehículo o no podía con más, y así todo el día o días”.[20]
Otro periodista, esta vez portugués, Mário Neves, también dejó por escrito sus impresiones, dándonos una idea precisa de la magnitud de la masacre: “Hace diez horas que la hoguera arde. Un horrible hedor penetra por nuestras fosas nasales, hasta el punto que casi nos revuelve el estómago. De vez en cuando se oye una especie de crepitar siniestro de madera (…) Al fondo (…), sobre una superficie de más de cuarenta metros, más de trescientos cadáveres, en su mayoría carbonizados. Algunos cuerpos, colocados precipitadamente, están totalmente negros, pero hay otros cuyos brazos o piernas han escapado a las llamas provocadas por la gasolina derramada sobre ellos. El sacerdote que nos acompaña comprende que el espectáculo nos desagrada y trata de explicarnos: ‘Merecían esto. Además, es una medida de higiene indispensable’…”.[21]
Desde el primer momento, la Iglesia católica fue un firme apoyo de los militares y los fascistas. Si el cardenal Gomá, primado de España, caracterizaba el alzamiento como “providencial” y la guerra como “plebiscito armado”[22], otro obispo, Pla y Denial, en su carta pastoral Las dos ciudades, calificó la insurrección fascista de “cruzada”. La complicidad fue absoluta, también en las ejecuciones sumarias. Como relata el sacerdote Gumersindo de Estella: “Como sacerdote y como cristiano sentía repugnancia ante tan numerosos asesinatos y no podía aprobarlos (…) Mi actitud contrastaba vivamente con la de otros religiosos, incluso superiores míos, que se entregaban a un regocijo extraordinario y no sólo aprobaban cuanto ocurría, sino aplaudían y prorrumpían en vivas con frecuencia”.[23] Sus memorias están llenas de estremecedores relatos que describen ese “regocijo”.
A la represión fascista no escaparon las mujeres. No había distinción entre una mujer roja o una mujer casada con un rojo, aunque hubiera demostrado su beatitud. Algunas fueron asesinadas para arrancar confesiones a sus maridos o por haber bordado, en su día, una bandera republicana para el pueblo. Si el terror buscaba dar un escarmiento, con las mujeres el escarmiento tenía que ser mayúsculo: las rojas habían osado cuestionar el papel que la reacción y la “tradición” les tenían reservado, habían tratado de elevarse por encima del machismo, la ignorancia y la superstición. Los fascistas no lo podían tolerar, necesitaban que la mujer volviera a su estado de sumisión y postración.
Las que no fueron asesinadas sufrieron un calvario especialmente doloroso. No sólo se las violaba, como ocurrió en miles de ocasiones, sino que se les rapaba la cabeza, para que quedaran claramente identificadas y humilladas, y se les obligaba a tomar purgantes que las “purificaran” después de tanto pecado. Estas prácticas se convirtieron en habituales. Con la complicidad del clero, miles de mujeres fueron además obligadas a prostituirse a cambio de favores o vanas promesas de perdón a familiares detenidos. La desesperación llevaba a estas mujeres a someterse a cualquier cosa para tratar de salvar a su hijo, su marido o su hermano. Muchas veces estas vejaciones no servían para nada porque su ser querido ya había sido asesinado.
Ni siquiera los niños se salvaron. Citamos dos ejemplos de menores: “el de Carmelo Blanco Zambrano, de 16 años, a quien asesinaron en Fuente de Maestre (Badajoz) ‘porque se trajo un pito y un balón en el saqueo de la casa de los señoritos’, y el de Juan Manuel Martínez Báez, de 14 años, asesinado en Ribera del Fresno (Badajoz) porque ‘se enemistó con otro chico más o menos de su misma edad, al parecer hijo de un importante personaje”[24].
El vil interés monetario también jugó un papel en la represión, en la llamada desamortización de bienes marxistas. Aunque la mayoría de los asesinados eran gente muy humilde, se produjo un robo sistemático de sus propiedades y ahorros, por pequeños que fueran, no sólo de los individuos particulares, sino también de las organizaciones de izquierdas. Un expolio del que se beneficiaron, sobre todo, los terratenientes de toda la vida y los dirigentes de Falange, que utilizarían su nueva posición política para amasar grandes fortunas y convertirse en nuevos ricos. Recientemente, unas 2.000 familias de todo el Estado están solicitando recuperar el dinero republicano que les fue incautado a partir de 1938. Según las cuentas del propio Banco de España, sólo por esta vía el franquismo se apropió de 3.500 millones de pesetas republicanas, el equivalente a 5.300 millones de euros.[25]
No se puede entender toda esta ferocidad sin enmarcarla dentro de un profundo odio de clases. Terratenientes, empresarios, falangistas, sacerdotes… utilizaron la represión, el asesinato y las cárceles para saldar las cuentas pendientes con quienes les habían hecho frente en los años anteriores. A los jornaleros detenidos, cuando estaban a punto de ser ejecutados, era común insultarlos: “¡Preparaos, que os vamos a dar la reforma agraria!”, en referencia al trozo de tierra donde arrojarían su cadáver. Este odio no finalizó con la victoria militar de Franco. Las dos Españas, la de los vencedores y la de los vencidos, existieron durante los cuarenta años de dictadura.
Como explica Trotsky: “El fascismo no es solamente un sistema de represión, violencia y terror policiaco. El fascismo es un sistema particular de Estado basado en la extirpación de todos los elementos de la democracia proletaria en la sociedad burguesa. La tarea del fascismo no es solamente destruir a la vanguardia comunista, sino también mantener a toda la case en una situación de atomización forzada. Para esto no basta con exterminar físicamente a la capa más revolucionaria de los obreros. Hay que aplastar todas las organizaciones libres e independientes, destruir todas las bases de apoyo del proletariado y aniquilar los resultados de tres cuartos de siglo de trabajo de la socialdemocracia y los sindicatos”.[26]
III. La España de la barbarie
Tras el 1 de abril de 1939, “desarmado y cautivo el ejército rojo”, lo peor estaba por llegar. Para empezar, hay que recordar el desastre económico en que se sumió la inmensa mayoría de la población. Para las penurias económicas también había dos Españas, y fueron las familias obreras las que sufrieron las penalidades de la posguerra. En los primeros años de la dictadura franquista, el hambre se extendió por pueblos y ciudades. La renta nacional retrocedió a niveles de 1914 y casi 200 localidades situadas a lo largo de los frentes estaban reducidas a escombros, por lo que cuatro millones de personas no tenían hogar. Además, las enfermedades se convertían en plagas: morían 30.000 personas al año de tuberculosis. La inflación era galopante, lo que deterioraba aún más el ya de por sí bajo poder adquisitivo de los trabajadores[27]. Según el historiador pro-franquista Ricardo de la Cierva, unas 30.000 personas murieron de hambre entre 1939 y 1945. Otros historiadores, al incluir también las muertes provocadas por la desnutrición, elevan la cifra a 200.000, sin duda más cercana a la realidad.
En esta atmósfera, la corrupción y el mercado negro —el famoso estraperlo— arruinaron aún más a las familias obreras mientras que otros, incluida la burocracia falangista, se hacían de oro: “El sistema instaurado benefició sobre todo a los grandes propietarios, que obtuvieron prebendas y lograron especular con los bienes. La aparición del mercado negro no constituyó ni mucho menos una práctica esporádica o residual, sino que probablemente por sus circuitos se produjo un volumen de transacciones superior incluso al cauce oficial. (…) La necesidad de adquirir productos a la vez necesarios y escasos coincidía con las ansias especulativas de unos pocos bien situados en el entramado económico, acrecentadas si cabe por la inoperancia de la intervención estatal. Delinquir era relativamente sencillo y, además, la recuperación de lo invertido estaba garantizada con creces. La participación en las operaciones especuladoras venía de la mano de los poderes locales, así como de numerosos funcionarios encargados de gestionar los productos recabados. Con estos ingredientes, difícilmente el Gobierno iba a tomar decisiones que afectaran a sus propios socios”.[28].
Pero al régimen franquista no le bastaba con la victoria, necesitaba masacrar a los vencidos, aplastarlos para que nunca más se levantaran. Julián Casanova relata así la hecatombe que continuó al fin de la guerra: “No menos de 50.000 personas fueron ejecutadas en los diez años que siguieron al final oficial de la guerra el primero de abril de 1939, después de haber asesinado ya alrededor de 100.000 ‘rojos’ durante la contienda. Medio millón de presos se amontonaban en las prisiones y campos de concentración en 1939. La tragedia y el éxodo dejaron huella. La ‘retirada’, como se conoció a ese gran exilio de 1939, llevó a Francia a unos 450.000 refugiados en el primer trimestre de ese año, de los cuales 170.000 eran mujeres, niños y ancianos. Unos 200.000 volvieron en los meses siguientes para continuar su calvario en las cárceles de la dictadura franquista (…) Los asesinatos arbitrarios, los ‘paseos’ y la ley de Fugas se mezclaron con la violencia institucionalizada y ‘legalizada’ por el nuevo Estado”.[29]
Sólo en Catalunya, tras la conquista militar se celebraron 111.000 consejos de guerra.[30] Entre 1936 y 1947 funcionaron 190 campos de concentración a imagen y semejanza de los alemanes. El campo de Miranda del Ebro, el que más tiempo estuvo en funcionamiento, llegó a alojar a 80.000 personas, entre ellos a 15.000 extranjeros que huían de los nazis.[31]
Por establecer algunas comparaciones, ese mínimo de 50.000 ejecutados —que numerosos historiadores elevan a 90.000 o incluso a más de cien mil[32]— supera con creces la suma de las bajas sufridas por el ejército español en todas las guerras libradas durante el siglo XIX y XX en Marruecos, Cuba, Filipinas y contra los EEUU. El historiador Edward Malefakis tiene que reconocer que esa cifra teórica de 50.000 muertes es veinte veces mayor que los 2.500 fascistas ajusticiados en Paracuellos del Jarama —el ejemplo que siempre utilizan los defensores del franquismo para equiparar a víctimas con verdugos— y 151 veces más que los 330 muertos acaecidos durante los primeros meses de gobierno del Frente Popular, que, según los franquistas, fueron meses de “caos rojo” que justificaron la sublevación militar.[33] Los datos lo demuestran: el objetivo del Estado franquista era institucionalizar el resultado de la guerra, perpetuar la venganza de la clase dominante para que el recuerdo de la derrota deprimiera a las nuevas generaciones. El miedo y el terror del Estado eran fundamentales para evitar futuros desafíos de la clase obrera.
Durante la guerra civil, utilizando los prejuicios religiosos alimentados por la Iglesia y las incoherencias y debilidades de la propia República, el bando fascista había logrado agrupar a muchos pequeños propietarios y campesinos políticamente atrasados. Terminada la guerra, la “Nueva España” capitalista y dictatorial no podía garantizar las demagógicas promesas falangistas. La represión y el terror se convertían en sostén fundamental de la dictadura.
Las leyes se adaptaron para crear una red de espionaje masivo que alimentara un clima de terror constante. Así, el instructor solicitaba informes sobre el acusado al alcalde, al jefe local de la Falange —muchas veces la misma persona—, al párroco y al comandante de la Guardia Civil, convirtiendo a estos personajes en los oídos y los ojos del régimen, una legión de chivatos que se entregaron con entusiasmo a la tarea. La Iglesia, cuyo premio fue recuperar todos sus privilegios, asumía plenamente su papel de “policía espiritual” de los tiempos de la Inquisición: “Los sacerdotes rebasaron ampliamente aquello que les pedían y se esmeraron en hacer exhaustiva relación de todas aquellas circunstancias que, basadas en hechos o rumores, pudieran agravar la situación de los acusados”[34].
En los informes se tenían que describir los antecedentes políticos y sociales del acusado, anteriores y posteriores al 18 de julio de 1936[35], es decir, las leyes represivas eran retroactivas. Así, la ley de Responsabilidades Políticas de 1939 declaraba “la responsabilidad política de las personas, tanto jurídicas como físicas” que desde el 1 de octubre de 1934 “contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden” y a partir del 18 de julio de 1936 “se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos concretos o con pasividad grave”.[36]
Aunque legalmente nadie podía ser retenido sin cargos durante más de 72 horas, las autoridades se saltaban la legislación sin ningún escrúpulo y los acusados permanecían días y días en las comisarías, sometidos a brutales palizas. Cientos de presos fueron torturados y apaleados hasta la muerte; otros fueron directamente “paseados”.
Por supuesto, los chivatos eran premiados. En tiempos de miseria y hambre, se les garantizaba un puesto de trabajo, unos ingresos regulares o el perdón para algún familiar detenido. Era una manera que tenía el régimen de ampliar su base social: al implicarles en todas las injusticias imaginables, los fascistas lograban que estos individuos cerraran filas con el gobierno para evitar el regreso de los vencidos. Claro está que de las desgracias ajenas siempre hubo quienes trataron de aprovecharse. Numerosos cargos policiales y militantes falangistas les pedían dinero a sus víctimas o las chantajeaban.
En este régimen policiaco, se daba rienda suelta a los sectores más putrefactos de la sociedad, a verdaderos psicópatas que gozaban con sadismo de su labor. El religioso Gumersindo de Estella también relata como muchos de sus colegas disfrutaban durante las torturas; sentían un “placer inconfesable”, era “consolador”, lo encontraban “edificante”. “Decididos a poner su religión en todas partes —escribe Juan de Iturralde—, la pusieron también en la boca de sus víctimas, obligándoles a gritar ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!”.[37]
De hecho, una de las primeras medidas adoptadas por Franco nada más finalizar la guerra fue vaciar las cárceles republicanas para reclutar a toda la escoria social que se adscribiera al Movimiento: “Se entenderán no delictivos los hechos que hubieran sido objeto de procedimiento criminal por haberse calificado como constitutivos de cualquiera de los delitos contra la Constitución, contra el orden público, infracción de leyes de tenencia de armas y explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones, y de cuantos con los mismos guarden conexión, ejecutados desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936, por personas de las que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional y siempre que aquellos hechos, por su motivación político-social, pudieran estimarse como protesta contra el sentido antipático de las organizaciones y gobierno que por su conducta justificaron el Alzamiento”.[38]
El Estado franquista se construyó con estos ladrillos, incluida por supuesto la jefatura del Estado: “ignoraban la sencillez con la que Franco despachaba las sentencias de muerte, el tristemente famoso ‘enterado’ del Generalísimo, contado posteriormente por ilustres vencedores como Ramón Serrano Súñer o Pedro Sainz Rodríguez con la gracia y la impunidad que proporciona el paso del tiempo. (…) Allí estaba a menudo, con su Caudillo, el capellán José María Bulart, que se permitía la licencia de bromear sobre el asunto: ‘¿Qué? ¿Enterrado?’. Al bueno y católico de Bulart le llegaban muchas cartas de petición de clemencia, pero él tenía por costumbre arrojarlas a la papelera”.[39]
Otro capítulo de este horror lo constituían los presos políticos. Según Antonio Miguel Bernal, sólo entre 1939 y 1943 hubo más de 550.000 presos. Entre 1939 y 1940, en la prisión Modelo de Valencia se hacinaban 15.000 prisioneros, aunque su capacidad era de 528 reclusos, y la de Barcelona, abarrotada con 10.000 presos, fue ampliada con un correccional abandonado y las naves de una fábrica de Poblenou.[40] Mucho peores eran las condiciones de las cárceles femeninas: la de Las Ventas, en Madrid, con capacidad para 500, albergaba a 8.000 presas; la de Las Corts, en Barcelona, construida para 100, recluía a 2.000 mujeres.
Con unas cárceles abarrotadas, como reconocía el propio gobierno, ¿por qué no usar a todos esos ‘rojos’ como esclavos en trabajos forzados? Además era imposible fusilarlos a todos. Si el 1 de enero de 1939 tan sólo se empleaban 300 reclusos en estos menesteres, a finales de año ya eran cerca de 13.000. Y doce meses después, en enero de 1941, ascendían a 103.369, de los cuales unas 10.000 eran mujeres.[41] Esta práctica, tras un período de “boom” que duró hasta los años 50, se mantendría hasta 1970. Al parecer fue el propio Franco el que ideo lo que Isaías Lafuente denomina “la primera empresa de trabajo temporal que se implantó en España”.[42] El jesuita José Antonio Pérez del Pulgar dio forma al tinglado, organizando el llamado Sistema de Redención de Penas. Una vez más, la Iglesia proporcionaba una cobertura espiritual a las brutalidades del fascismo; en este caso, la “redención”. Pérez del Pulgar publicó en enero de 1939 el documento La solución que da España al problema de sus presos políticos, donde explica: “Es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a los que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista”.[43] La mecánica era sencilla, los presos, desesperados por abandonar las cárceles franquistas y dejar atrás las torturas, o simplemente para poder enviar algo de ayuda a sus familiares que se morían de hambre, trabajaban de sol a sol a cambio de la promesa de la reducción de la condena y 50 céntimos al día, 2 pesetas más si tenían mujer y otra por cada hijo menor de 15 años, cuando el salario normal estaba entre las 10 y las 14 pesetas diarias.[44]
El Estado se otorgaba el privilegio de emplear esta mano de obra cuándo y cómo considerase oportuno, sobre todo para cubrir la demanda en oficios cualificados. La mayor parte de las tareas de reconstrucción la llevaron a cabo los presos antifranquistas: pantanos, puentes, vías férreas, minas (sobre todo las de carbón de Asturias y León); por supuesto los “monumentos” para glorificar la victoria fascista en la guerra civil, como el Valle de los Caídos.
En esta terrorífica estructura, aún hoy lugar de peregrinación de los franquistas, el régimen empleó en torno a 6.000 presos para que construyeran la futura tumba del dictador. Sus condiciones laborales eran espantosas: según cifras oficiales, ocho de cada cien presos resultaron accidentados.[45] Franco tenía mucha prisa por acabar su monumento. Para desgracia del Generalísimo, las familias de los muertos fascistas se negaron a trasladar sus restos al Valle de los Caídos, así que el gobierno no dudó en completar el mausoleo con los cadáveres de 20.000 soldados republicanos, trasladados allí sin el consentimiento de sus familias, muchos de los cuales no están siquiera identificados.[46]
Miles de trabajadores esclavizados por Franco fueron entregados a empresarios privados, para garantizarles suficiente mano de obra, más sumisa que los trabajadores libres y de la que además se podía extraer más plusvalía: Sociedad Babcock & Wilcox de Bilbao, Sociedad Maquinista y Fundiciones del Ebro de Zaragoza, Múgica, Arellano y Cía. de Pamplona, la trefilería de Gijón, Plasencia de Armas, Asland de Córdoba, Sociedad Portland Iberia y un largo etcétera. Sin olvidar los talleres penitenciarios donde los presos fabricaban desde mantas hasta aparatos de radio. Por ejemplo, el taller penitenciario de Ocaña (Toledo) llegó a producir todos los años 40.000 maletas y el de Novelda (Alicante), 120.000 escobas.
Algunas de las obras más importantes de esos años fueron levantadas fundamentalmente con mano de obra esclava, como la reconstrucción de Belchite, el canal del Guadalquivir (conocido popularmente como “el canal de los presos”), el embalse de Benagéber (Valencia), las líneas ferroviarias Madrid-Galicia o la inconclusa Santander-Mediterráneo, el madrileño puente de Praga y la urbanización de la ribera del Manzanares, así como numerosas iglesias y conventos. La última obra donde se empleó mano de obra esclava fue la construcción, en 1970, del residencial de lujo Mirasierra, en las afueras de Madrid, por el industrial José Banús, que también había construido con esclavos la carretera de acceso al Valle de los Caídos, entre muchas otras obras.
Los testimonios de estos esclavos son espeluznantes: “Allí no había máquinas, sólo el pico, la pala y nuestras manos. Se formaban equipos de 50 ó 60 hombres. Un grupo picaba, el otro sacaba la tierra y la depositaba en capazos de 8 ó 10 kilos. El resto formaba una cadena de 50 ó 60 metros para depositar la tierra en los márgenes del canal que estábamos construyendo Y, salvo para comer, no parábamos ni un instante durante doce o catorce horas diarias. Si tenías que hacer las necesidades, la cadena se estiraba, pero no se paraba ni un segundo el trabajo”.[47]
En su libro Esclavos por la patria, Isaías Lafuente trata de cuantificar los tremendos beneficios que consiguió el Estado franquista con esta mano de obra: “En diez años apenas se había pagado a los presos republicanos un tercio de lo que gracias a su trabajo forzado habían generado sólo en los primeros cuatro años y medio de implantación del sistema. El resto fue confiscado directamente por el régimen”. Tomando cifras oficiales sobre jornadas trabajadas y salarios, el historiador calcula que el régimen obtuvo 612 millones de euros sólo con los salarios ahorrados.
Realmente todo el Estado español se había convertido en una monstruosa cárcel. En las nacionalidades oprimidas, vascos, catalanes y gallegos lo fueron aún más, acusados de separatismo. José María de Areilza, alcalde de Bilbao tras la conquista franquista, expresó nítidamente la visión del régimen sobre la cuestión nacional: “Que quede esto bien claro: Bilbao, conquistado por las armas. Nada de pactos y agradecimientos póstumos. Ley de guerra, dura, viril, inexorable. Ha habido, ¡vaya que sí ha habido!, vencedores y vencidos. Ha triunfado la España una, grande y libre; es decir, la España de la Falange Tradicionalista. Ha caído vencida, aniquilada para siempre, esa horrible pesadilla siniestra y atroz que se llamaba Euskadi y que era una resultante del socialismo prietista, de un lado, y de la imbecilidad vizcaitarra, por otro (…) Vizcaya es otra vez un trozo de España por pura y simple conquista militar”.[48]
Eloy Val del Olmo explica cómo la represión franquista se cebó con las naciones oprimidas: “La obsesión de la burguesía centralista contra el separatismo nacionalista encontró su medida en la actuación de la dictadura. El uso público y escrito del euskera fue prohibido y cualquier manifestación cultural propia, castigada con saña. La enseñanza de la lengua, la tradición y el arte vasco y catalán era una tarea clandestina. Todas las conquistas de la autonomía fueron suprimidas. En Gernika, ciudad símbolo machacada por las bombas fascistas, el alcalde envió el 2 de noviembre de 1949 un requerimiento a ‘familiares y propietarios de tumbas o panteones donde figuran inscripciones en vascuence para que sean retiradas las losas y sustituidas las citadas inscripciones por otras en castellano’. (…) La persecución del euskera llevó a la promulgaciones de leyes específicas que multaban a quien lo utilizase en lugares públicos e incluso se prohibió utilizar nombres vascos en el Registro Civil”.[49]
No podemos concluir este apartado sin referirnos a otras víctimas del franquismo, los hijos de los rojos. Los niños acompañaban a sus madres a prisión y, cuando cumplían cuatro años, si sobrevivían a las duras condiciones carcelarias, eran separados de sus madres y entregados a centros religiosos. En 1943, el número de hijos de presos tutelados por el Estado era de 12.043, la mayoría niñas[50]. Sin duda, como sucedería más tarde en las dictaduras del Cono Sur latinoamericano, también los mandos fascistas robaron niños a las familias vencidas. Poco a poco van saliendo datos al respecto: Las asociaciones ANADIR y SOS Bebé Robado calculan en 300.000 los niños que fueron robados y entregados a nuevas familias a través de instituciones religiosas, entre el final de la guerra civil y los años 80.[51]
La educación, o mejor dicho, la “des-educación” de los niños, hijos de rojos, fue otro elemento represivo que en muchas ocasiones se pasa por alto. Todos los avances del sistema educativo republicano se fueron rápidamente al traste. Para empezar, los maestros republicanos fueron uno de los sectores más perseguidos. “Que no quede maestro vivo”, decían los requetés en Navarra[52]. El periódico falangista de Zaragoza Amanecer era contundente: “para los poetas preñados, los filósofos henchidos y los jóvenes maestros y demás parientes, no podemos tener más que como en el romance clásico: un fraile que los confiese y un arcabuz que los mate”.[53]
El cuerpo magisterial fue profundamente purgado para eliminar a los profesores de izquierdas o con simpatías republicanas. Más de 50.000 fueron sometidos a expedientes de depuración[54] y sustituidos por mutilados de guerra y familiares de fascistas muertos, todos ellos de “inquebrantable adhesión a los principios del glorioso Movimiento Nacional”. La Iglesia jugó un papel crucial a la hora de purgar a los maestros. Por ejemplo, la circular que la Comisión Depuradora del Magisterio de Burgos envió para analizar a los maestros hacía las siguientes preguntas: “¿Se mezcló en asuntos de obreros o del campo? ¿Cantó con los niños la Internacional o algún otro himno parecido? ¿Saludaron los niños con puños en alto?”. Las respuestas de los sacerdotes tampoco tienen desperdicio: “malo, muy malo, muy malo, socialista”, otro practica “el maltusianismo[55] más repugnante y contrario a las ley natural y divina”, otro tiene “afición a las películas rusas”… El párroco de Calamocha (Teruel), a la hora de evaluar a un maestro de Badalona, fue el más conciso: “fusilable”.[56]
Tras matar maestros y quemar libros, así era la educación que le daban a los niños: “El Santo Evangelio será leído con frecuencia y todos los sábados será explicado el de la Dominica siguiente (…) Cantos populares, himnos patrióticos, biografías de héroes y santos, lectura de periódicos (…) todo esto debe hacerse en las escuelas (…) Se arriará la bandera de la Patria todos los días, procurando rodear el acto de máxima solemnidad, mientras los niños cantan himnos patrióticos. El retrato del Caudillo presidirá la educación de futuros ciudadanos”.[57] El ministro de Educación franquista José Ibáñez Martín, en el cargo de 1939 a 1951, consideraba que el problema fundamental de la educación española era: “¿Cómo podrá formar el alma del niño un maestro que no sepa rezar?”[58], por lo que entregó la educación a la Iglesia católica, que recibió suculentas subvenciones y ayudas de todo tipo, mientras que la media de la inversión estatal en la enseñanza durante el franquismo fue seis veces menor a la de los demás países de Europa Occidental[59], acumulándose un atraso histórico que aún padecemos. Toda una generación de hombres y, en especial, mujeres padecieron un sistema educativo bárbaro que los condenó a la ignorancia.
- Represión y exilio
Desgraciadamente el drama no se vivió tan sólo en la macro-cárcel franquista llamada España. Los centenares de miles de exiliados que tuvieron que escapar, 450.000 sólo en Francia[60], no lo tuvieron mucho mejor. También sufrieron una tremenda represión y unas condiciones de vida muy duras.
La clase obrera francesa dio numerosas muestras de solidaridad: “Muchos civiles trataba de consolarnos. Algunos nos saludaban, nos estrechaban la mano, se dirigían a nosotros amistosamente. Algunas mujeres jóvenes daban pan a los niños, otras distribuían ropa vieja entre los españoles más necesitados. Nos daban botellas de agua que nos bebíamos de un trago”.[61] Sin embargo, la burguesía francesa no mostraba la misma solidaridad. “Periódicos de la derecha tradicional, como Le Matin, L’Époque o Le Jour incluían titulares sobre “la invasión de los refugiados”, los “restos de ejército rojo”, las “ruinas humanas”, “la peligrosa invasión” o “la marea de fugitivos”. Los titulares de Le Matin del 12 de febrero decían: “La presencia en nuestro territorio de refugiados y fugitivos plantea un grave problema que habrá que resolver sin tardanza”, y más tarde hablaban incluso de “la indeseable invasión de milicianos españoles” que eran presentado como “huéspedes peligrosos”. Le Jour se refería al departamento de los Pyrénées-Orientales como a un vertedero.”.[62] La “democrática” burguesía francesa volvía a demostrar su verdadera cara. Era la misma burguesía que había promovido el cínico Comité de No-Intervención en 1936 que tantos beneficios había traído a Franco y la misma que pocos meses después no dudará en rendirse a la Alemania Nazi antes que armar a los obreros franceses y arriesgarse a una nueva Comuna de París.
Así el gobierno francés sometió a los refugiados a unas condiciones carcelarias y humillantes, con una improvisada y mal equipada asistencia hospitalaria que no podía hacer frente a los heridos y promoviendo repatriaciones, sin importar sus consecuencias. “‘Ni siquiera Dante hubiera podido imaginar cosas tan terribles como aquellas de las que fui testigo’, confiesa un ciudadano sueco, miembro de un comité de ayuda a los refugiados”.[63] Se separaban a las familias y los hombres eran recluidos en campos de concentración mientras heridos, ancianos, mujeres y niños eran dispersados por el interior del país con una gran vigilancia policial. El diputado francés Ybernégaray dará en marzo de 1939 la cifra de 226.000 españoles internados en los “centros especiales de internamiento” que nada tenían que envidiar a los campos de concentración nazis.[64] Es difícil calcular la cifra de refugiados muertos, sin embargo, se habla de 14.672 muertos durante los seis primeros meses de exilio.[65]
Con el comienzo de la II Guerra mundial, el gobierno francés utilizará de forma masiva a los refugiados españoles. Según el propio gobierno, 55.000 refugiados fueron organizados en las llamadas Compañías de Trabajadores Extranjeros —que por una remuneración miserable hacían todo tipo de trabajos forzados—; otros 40.000 fueron directamente empleados por el Ministerio de Trabajo en la industria y la agricultura. Por último otros 6.000 fueron enrolados en el ejército francés.[66]
Especialmente terribles fueron las condiciones de los refugiados enrolados para trabajar en las colonias francesas del norte de África. “Al otro lado del Mediterráneo, en África del Norte, los españoles realizaban trabajos muy duros. En Túnez, por ejemplo, los marinos de la flota republicana internados en el campo de Maknassy fueron enviados al sur para construir una línea de tren. En Argelia, los republicanos españoles trabajaban en la reparación de carretas en el sur de Constantinos, en la extracción de carbón en Kandza, al sur de Orán, y en el tendido de la vía férrea entre Bouarfa, Colomb-Béchar y Kenadsa, en el Sahara. La severa disciplina y el rendimiento exigido a los prestatarios que debían soportar temperaturas muy elevadas hacían que las compañías semejaran cárceles, porque, además, la comida era claramente insuficiente.” [67]
Para colmo, la rápida capitulación francesa puso a los refugiados en manos de los nazis. Para Hitler los “rojos españoles” era un colectivo especialmente peligros precisamente por lo que significaba en todo el mundo su resistencia contra el fascismo. Siguiendo órdenes directas de Berlín se les retiró el estatuto de prisioneros de guerra. Eso significaba convertirlos en un colectivo que tenía que ser aniquilado. Fueron por tanto trasladados a los terroríficos campos de concentración alemanes. Allí se les identificaba con el triangulo azul de los apátridas con una “s” de spanier en el centro. La base de datos creada por el Ministerio de Cultura “Españoles deportados a campos de concentración nazis”,[68] contabiliza en total a 8.700 españoles, pero lo más probable es que la cifra sea mucha más alta: algunos historiadores apuntan a en torno a 12.000 rotspanienkämpfer[69].
Unos 7.200 republicanos fueron enviados al campo de Mauthausen que llegó a conocerse como “el campo de los españoles”. En este antro de horror se les sometió a trabajos forzosos en la extracción de granito, pero también a los horribles experimentos militares y científicos nazis, así como a todo tipo de torturas y vejaciones. Cerca de 5.000 de los recluidos no sobrevivirían. [70] Reproducimos algunos extractos del artículo Mauthausen, el campo de los españoles de los historiadores Miguel Martorell Linares y Javier Moreno Luzón: “Los internos de Mauthausen trabajaban hasta la muerte por extenuación extrayendo bloques de granito de la cantera y subiéndolos a la espalda por una escalera de ciento ochenta y seis peldaños mientras los kapos —prisioneros que ejercían de capataces— les empujaban, zancadilleaban y golpeaban. Cuando falleció de este modo el primer español, el 26 de agosto de 1940, sus compatriotas, ante la sorpresa de los verdugos, guardaron un minuto de silencio, situación que se repetiría en numerosas ocasiones (…) Tal y como nos explicó un deportado francés, en 1942, cuando comenzaron a llegar prisioneros de la resistencia francesa o del frente ruso, los españoles eran los veteranos del campo, expertos en la lucha por la supervivencia, dispuestos a transmitirles sus conocimientos. Por otra parte, al desempeñar diversas funciones en la gestión cotidiana de Mauthausen, disponían de recursos para ayudar a otros prisioneros. Entre los objetivos de la organización clandestina española figuraba, por ejemplo, la redistribución de la escasa comida que llegaba a los presos y de las medicinas robadas en la enfermería, con el fin de sostener a los más débiles. Sin embargo, el recuerdo más vivo que dejaron los españoles fue su fe en la derrota del nazismo, incluso en los peores momentos de la guerra. Y eso que, a diferencia de los franceses, llevaban luchando contra la Alemania nazi y sus socios desde 1936. ‘Una victoria más’, nos contó otro superviviente, era la frase que pronunciaban los españoles cada vez que subían el último peldaño de la escalera de la cantera. Convencidos de la victoria aliada, los republicanos decidieron conservar pruebas de la barbarie para después juzgar a los verdugos. Así, el fotógrafo Francisco Boix hizo copias de las fotos que coleccionaban los SS, logró esconderlas hasta el fin de la guerra y, gracias a ellas, acusar a los jerarcas nazis en el juicio de Nuremberg. Cuando los soldados norteamericanos entraron en Mauthausen, banderas republicanas sustituían a las alemanas y cubría la puerta del campo una gran pancarta en la que podía leerse: ‘los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras’”.[71]
Los que se salvaron de los campos de concentración nazis tampoco tuvieron una vida más sencilla en los campos de trabajo del régimen de Vichy.[72] La escasez de mano de obra producida por la guerra convertía a los refugiados en los trabajadores-esclavos idóneos sobre todo para el trabajo en minas y agricultura. Las condiciones impuestas eran tan dramáticas que, con toda la demagogia del mundo, el diario falangista Arriba publicó una serie de artículos denunciado las condiciones que Vichy imponía a los trabajadores españoles ¡mientras que alababa el trato que los nazis daban a los detenidos franceses! [73] Por supuesto esta mano de obra esclava estuvo también a disposición de Alemania: según datos oficiales nazis 26.000 españoles fueron enrolados en la Organización Todt (que organizaba trabajo esclavo en labores de construcción e ingeniería como la Muralla Atlántica) y otros 40.000 enviados a Alemania. Como señala Geneviève Dreyfus-Armand, estas cifras dan una idea de la magnitud pero están seguramente muy lejos de la realidad.[74]
La idea de que gracias a Franco muchos hombres perseguidos por el nazismo salvaron sus vidas es pura propaganda: Durante toda la guerra la colaboración entre los regímenes fascistas en materia de represión fue absoluta. “La España franquista representaba una fuerza de presión importante, puesto que se dirigió directamente a la Comisión Alemana del Armisticio para impedir las reemigraciones y obtener, de las autoridades de ocupación o del Estado francés, la extradición de sus enemigos; además, proporcionaba muchas informaciones sobre los republicanos españoles a los diversos servicios de represión que actuaban en territorio francés. Así el embajador Lequerica mantenía contactos regulares con el gobierno de Vichy para informar acerca de la actividad, los desplazamientos y los contactos de los refugiados españoles en Francia. Transmitía también las listas de refugiados que, en su opinión, eran funcionarios de la Legación de México en Vichy y que disfrutaban de demasiada libertad de movimientos. Durante sus numerosos contactos facilitó a Vichy, en septiembre de 1940, los datos de asociaciones españolas ‘hostiles al gobierno de Franco’, y en 1941 informó al Estado francés de que los españoles que habían partido hacia México eran reclutados por el ‘ejército de Gaulle’”.[75] Así, en estrecha colaboración con Franco, sólo en 1942, la Francia de Vichy realizó 911 arrestos, 610 internamientos, 1.429 requisiciones y 177 expulsiones de españoles implicados en “asociación de malhechores y reconstitución de asociaciones disueltas”.[76]
Algunos de los resultados más famosos de esa colaboración fue la detención por parte de la Gestapo de Companys y de Peiró, entregados a Franco y fusilados, o la reclusión de Largo Caballero en el campo de concentración nazi de Sachsenhause donde estuvo prisionero hasta el final de la guerra.
V. La resistencia antifranquista
A pesar de que desde mediados de 1938 el desenlace de la guerra parecía bastante evidente, ninguna de las organizaciones obreras preparó de una manera seria y sistemática un aparato clandestino que permitiera organizar una resistencia antifranquista sólida y viable. Ni siquiera el POUM, que ya había sido ilegalizado por el gobierno de la República tras las Jornadas de Mayo de 1937 se había preparado para la clandestinidad.
Ya durante la guerra, el desarrollo de organizaciones clandestinas en la zona controlada por los fascistas hubiera sido de tremenda utilidad como apoyo al esfuerzo bélico del ejército republicano. Estos núcleos, además de ayudar a mantener la moral de los obreros y campesinos, podrían haber organizado tareas de espionaje, sabotaje… La sistemática represión fascista y el terror impuesto en la zona dominada por Franco dificultaban el surgimiento espontáneo de núcleos de resistencia, por eso era tan importante que los partidos y sindicatos obreros impulsaran esta tarea.
Las guerrillas que se constituyeron, fundamentalmente en Asturias, León, la sierra de Cuenca y Castellón, Galicia, Andalucía y otras zonas montañosas de diferentes regiones, contaron con la participación activa de cientos de militantes de las organizaciones de izquierda. En esta tarea de resistencia heroica del maquis, la iniciativa de los militantes revolucionarios que preferían continuar la lucha antes que rendirse fue decisiva.
Pese a las tremendas dificultades y al escaso apoyo del exterior, los revolucionarios trataron desde el primer momento de construir una organización clandestina también en las ciudades. Por supuesto durante aquellos años la actividad fue muy limitada: de cuando en cuando hacían algunas pintadas, trataban de ayudar a los presos, avisar y animar a las familias, orientarlas para conseguir avales, y se organizaban algunas acciones armadas asaltando cuarteles de falange que pretendían mantener la moral de los propios círculos clandestinos…[77]
El miedo era un factor determinante en aquellos momentos. La represión era tremenda y la falta de preparación previa y de experiencia en el trabajo clandestino facilitaban sucesivas “caídas”, es decir, detenciones masivas que efectuaba la policía y que destruían las nacientes organizaciones. Uno de los casos más dramáticos fue el de las Trece Rosas, jóvenes militantes de la JSU que fueron traicionadas por un confidente de la policía que aparentemente estaba reconstruyendo el Socorro Rojo, y que fueron vilmente ejecutadas. Desgraciadamente hubo muchos otros casos.
Con la mayoría de los militantes revolucionarios en prisión, era inevitable que los núcleos de resistencia más activa surgieran precisamente en las cárceles franquistas. Ya en otoño de 1939 había en cada prisión comités de prácticamente todas las organizaciones[78]. Desde las cárceles aparecieron las primeras publicaciones políticas clandestinas. Víctor Alba, dirigente del POUM, relata aquellos heroicos momentos: “El primer periódico carcelario, que yo sepa (pero es muy posible que existieran otros de los que no tengo noticia), fue L’Espurna (título inspirado por laIskra que Lenin publicaba en Suiza) en la Modelo de Barcelona en 1940. David Rey, condenado a muerte, y, por excepción, con la colaboración individual de un miembro del PSUC, un telegrafista llamado Juan García Moreno, se encargaba de dirigir el periódico. Ramón Fernández Jurado y Lorenzo Vila colaboraban también. Se redactó en la cárcel y se mimeografió en la calle, gracias a un poumista de Madrid refugiado en Barcelona, Víctor Berdejo (que murió tísico a los pocos años)”.[79] Y más adelante: “En 1941 salieron, en cambio, los primeros manifiestos de la fiesta del trabajo. La oposición se podía expresar, por el momento, sólo de dos modos: en reuniones privadas y con periódicos, manifiestos (en general multicopiados) que circulaban lo más posible —que no era mucho—. Las tiradas no rebasaban los 1.000 ejemplares por lo común. Quien ha sido parte de las oposiciones posteriores, cuando cualquier grupito podía lanzar su publicación, multicopiada con métodos modernos, no tiene ni idea de lo difícil que era, con los medios de entonces (los ciclostilos eran todavía muy imperfectos), no sólo “imprimir” sino difundir publicaciones clandestinas. En 1970 la gente las buscaba. En 1942, la mayoría de la gente las rechazaba, y hasta había quien, al recibirlas por correo, las rompía sin leerlas”[80].
A esta tarea de edición de propaganda clandestina en las cárceles se sumó la realización de cursos de formación y discusión política, en la que destacaban los militantes comunistas. La esperanza de que el final de la guerra mundial y el triunfo de los aliados sobre las potencias fascistas pudieran precipitar la caída de la dictadura franquista, reforzaba la confianza de miles de prisioneros. Pronto se vería que esta posibilidad, a la que se agarraban los militantes encarcelados, los que actuaban clandestinamente en las ciudades o en los destacamentos guerrilleros en las sierras, se desvanecía en poco tiempo.
Estos tremendos esfuerzos en el interior contrastaban con la actitud de los dirigentes que se encontraban en el exilio. Víctor Alba, presente en el exilio mexicano, no deja en muy buen lugar a sus compañeros: “[Los dirigentes obreros y republicanos exiliados] a finales de la guerra todos estaban ganándose la vida con holgura y muchos habían comenzado fortunas o iniciado empresas que llegarían a ser fuertes. Los agobios económicos no podían ser, pues, una excusa para no ayudar a la oposición, ni durante la guerra, cuando habrían podido hacerlo a través de los servicios aliados ni una vez terminadas las hostilidades. Sin embargo –ésa es la verdad y la dice quien formó parte de 1947 a 1957 del exilio mexicano-, fuera de suscripciones para los presos, cada vez que había una caída sonada, el exilio de México ayudó a la oposición aún menos que el de Francia. Tal vez para ahorrarse esa ayuda surgieron no pocas de las escisiones y disputas que “justificaban” que muchos —especialmente los más ricos— se lavaran las manos de la política y cerraran la bolsa”.[81]
Pero la mayor falta de los dirigentes del exilio fue la errónea orientación política que ofrecían a la resistencia interior. En unas condiciones muy duras, enfrentados a la amenaza de largas penas de cárcel cuando no al pelotón de ejecución, sólo una orientación política certera, que hiciera balance de los errores que habían conducido a la derrota, y la vuelta a un programa revolucionario, internacionalista y de clase, podía elevar la moral de los militantes clandestinos y agrupar a las fuerzas que, sin duda surgirían más tarde o temprano, bajo la bandera del socialismo. La desmoralización causada por la derrota no podía revertirse de un día para otro, pero la cicatrización de las heridas podría haber sido mucho más rápida con una orientación política correcta, que se hubiera plasmado en un desarrollo mayor de la oposición al régimen franquista.
Pero para empezar, la dirección del PCE, mientras estuvo en vigencia la alianza entre la URSS y la Alemania nazi, no hizo más que justificar este nuevo giro de la burocracia estalinista. Este pacto monstruoso no fue criticado por ningún PC del mundo. Santiago Carrillo justificaba así la posición del PCE: “Para un comunista español de la época, [el pacto germano-soviético] no ha planteado ningún problema. No sólo a causa de nuestra confianza incondicional en Stalin, sino, sobre todo, porque salimos de España llenos de odio hacia las potencias llamadas “democráticas” europeas, que nos habían traicionado, que nos habían vendido. Porque por culpa de esas potencias perdimos la guerra”. [82] Pero no es cierto, porque inevitablemente esta alianza contra-natura provocó una tremenda desorientación política en las filas comunistas.
Las demás fuerzas políticas obreras —PSOE, CNT y POUM— estaban sumidas en constantes divisiones y enfrentamientos, reflejando las divergencias que ya se habían desarrollado durante la propia guerra, pero acrecentadas por las conclusiones que cada sector sacaba de la derrota. El comienzo de la segunda guerra mundial aumentó esas diferencias.
La desmoralización de los dirigentes del exilio era absoluta ante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial y el aparente avance imparable de Hitler. Pero cuando las tornas cambiaron la situación no mejoró: centraron todas las esperanzas en una supuesta intervención aliada que apartara a Franco. Además, sin comprender ninguna de las lecciones de la guerra civil, todas las organizaciones obreras, incluyendo a la CNT y al POUM apostaban por una reedición del Frente Popular, pactando con los partidos republicanos, que si durante la guerra civil ya eran “la sombra de la burguesía”, entonces no eran más que una sombra exiliada e impotente. Pero no sólo buscaron un pacto con la inexistente burguesía progresista. También acudieron a los monárquicos.
A raíz de la caída de Mussolini en 1943, el régimen franquista entró en crisis. Existía la posibilidad de que los acontecimientos en Italia se repitieran aquí. La resistencia antifranquista tomo nuevos bríos —un termómetro muy sensible al respecto fue el aumento de la represión en ese año—. Sólo en 1943 la brigada político-social detuvo a 5.794 personas y los servicios de fronteras intervinieron en 13.457 ocasiones,[83]mientras sectores del ejército y de la oligarquía entraron en contacto con Gran Bretaña para buscar algún tipo de acuerdo. Buscaban un gobierno de transición en forma monárquica en la persona de Juan de Borbón, un reaccionario reconocido que trató de alistarse como voluntario falangista durante la guerra civil.[84]
Demostrando una carencia tremenda de principios, los dirigentes del exilio, empezando por el socialista Prieto, trataron de buscar un acuerdo con los monárquicos que pudieran estar descontentos con Franco. Entre 1947 y 1948 llegaría a consumarse un pacto amparado por Gran Bretaña entre Prieto y el viejo líder de la CEDA, el reaccionario Gil Robles: Pacto de San Juan de Luz, firmado el 28 de mayo de 1948. [85] Este Gil Robles es el mismo que poco antes, en septiembre de 1945 había declarado: “No pocas veces pienso que el régimen de Franco, con sus lacras, es lo que mejor cuadra al actual pueblo español; contiene con mano dura —hasta donde puede— a los de abajo, que sólo parecen entender el lenguaje del palo”. [86]
Esta política incorrecta desarmaba ideológicamente a la resistencia interior y anticipaba lo que posteriormente sucedería durante la llamada Transición. Las “esperanzas” en una restauración monárquica se frustraron rápidamente ya que Juan de Borbón y Franco, al calor del inicio de la guerra fría y del respaldo que el imperialismo norteamericano otorgó al dictador, alcanzaron pronto un acuerdo (1948) que entregaba la educación del futuro rey Juan Carlos, a manos de la dictadura.
Los dirigentes obreros y republicanos, mientras tanto, aunque aprovecharon el final de la guerra mundial para reorganizar un gobierno de la República en el exilio, volvieron a demostrar una tremenda impotencia: “El gobierno se organizó por todo lo alto, con ministros, subsecretarios, directores generales (todos con sueldos modestos, pero sueldos[87]), y hasta Gaceta de la República. Su estrategia se confinaba a las gestiones diplomáticas y a la propaganda. Quería ser una alternativa a Franco, sin preocuparse de crear las condiciones (derrocamiento del franquismo) para que la alternativa pudiera convertirse en realidad. La verdad es que en ninguna cancillería se le tomó en serio y que su existencia en ningún momento representó una amenaza para Franco. La razón era obvia: confiaba en la acción de las potencias —que evidentemente no estaban dispuestas a intervenir para derribar a Franco—y en la presión de la ONU”. [88]
El gobierno en el exilio, que reproducía la composición del gobierno de Frente Popular en el que los republicanos burgueses ocupaban un irreal predominio, prefería llamar a las puertas de las cancillerías antes de organizar una campaña seria de solidaridad internacional, que se apoyara en el odio al fascismo y la simpatía que la República aún generaba en todo el mundo. Una campaña que se apoyara en el movimiento obrero internacional, orientándose a los sindicatos europeos, latinoamericanos y norteamericanos, recabando su apoyo, recaudando fondos y denunciando la hipocresía de las potencias imperialistas “democráticas” que ahora no tenían inconveniente en sostener abiertamente al régimen franquista, sí hubiera puesto en grandes dificultades a los diplomáticos y al propio Franco. Sin embargo, los republicanos burgueses nunca estuvieron dispuestos a organizar algo así —para no incomodar a los Aliados, y a sus propios socios capitalistas— y los dirigentes obreros no se atrevían a confiar en las fuerzas de la clase obrera mundial y preferían depender políticamente de personajes como Martínez Barrios o Giral que ya en el pasado habían demostrado su nula capacidad política.
En este contexto, mientras las maniobras se sucedían entre los bastidores del exilio, hay que destacar la heroica actividad guerrillera que se desarrolló desde el final de la guerra civil y sobre todo entre 1944 y 1948 y que tuvo su momento crucial con la ofensiva sobre el Valle de Arán. Según la mayoría de los historiadores, en torno a 10.000 luchadores antifascitas continuaron la guerra por su cuenta[89], mal equipados, con muy poco apoyo exterior y siempre sometidos a una brutal represión.
Los ideólogos franquistas han tratado una y otra vez de denigrar a los guerrilleros. Como explica el historiador Francisco Moreno: “Todavía hoy se siguen escuchando interpretaciones peregrinas sobre el fenómeno de los maquis, huidos o guerrilla, como las supuestas derivaciones hacia la violencia, delincuencia, bandolerismo y otros tópicos. Incluso se les niega el contenido ideológico y se llega a afirmar que ‘carecían de convicciones’ (…), añadiendo que en la sierra ‘sólo buscaban desaparecer’, no resistir. Estas afirmaciones no son ni más ni menos otra cosa que la negación del contenido político a los oponentes a la dictadura. Todas las dictaduras han negado siempre la dimensión política de sus opositores y han pretendido siempre reducirlos a la simple categoría de delincuentes comunes. Es lo que hizo el franquismo y lo que sostienen hoy todavía —y por mucho tiempo— los portavoces del conservadurismo o los intérpretes del neofranquismo”.[90]
Las guerrillas de maquis habían surgido, en su inmensa mayoría, de manera espontanea, sin ninguna directriz por parte de los dirigentes de las organizaciones obreras. En sus inicios estaban conformadas por militantes de todas las fuerzas obreras, pero será el PCE el que, a partir de 1943 y sobre todo en 1944, trate de unificar la lucha guerrillera y dirigirla.
Cuando la Alemania Nazi atacó la URSS la dirección del PCE cambió su orientación hacia la guerra. Para el estalinismo, de ser una guerra inter-imperialista pasó a ser una guerra antifascista. En Francia, Italia, Grecia, Yugoslavia y otros lugares ocupados por los nazis, los comunistas comenzaron a organizar destacamentos armados de resistencia que, contando con el apoyo de la población, realizaban actos de sabotaje contra las tropas de ocupación y los colaboracionistas. Aunque los PCs trataban de presentar los movimientos de resistencia como “frentes nacionales de todas las fuerzas antifascistas”, realmente la dirección política comunista era innegable.
Miles de refugiados españoles en Francia participaron en la Resistencia francesa ya que veían en la liberación de Francia la mejor manera de contribuir a la derrota del fascismo en Europa y también en el Estado español. Tuñón de Lara calcula en 21.000 los efectivos españoles que combatieron contra las tropas alemanas.[91] Es conocida la participación española en la liberación de París: La 9ª Compañía de la 2ª División Blindada de la Francia libre, conocida como La Nueve, que actuó de vanguardia de las tropas francesas, estaba formado casi íntegramente por españoles. Participarán en el desfile de la victoria portando banderas de la República española.
A imitación de las Resistencias europeas, en noviembre de 1943 el PCE crearía la Unión Nacional Española (UNE), destinada a dirigir la lucha guerrillera. El PCE se aprovechará de la inacción de la dirección del PSOE —centrada en el diálogo con los Aliados y los partidos republicanos— y de la parálisis que vivía la CNT —escindida entre dos alas, los posibilistas, también partidarios de colaborar con los Aliados y de conformar un partido obrero libertario, y los anarquistas puros—.[92]
Con la liberación de Francia durante el verano de 1944, la UNE comenzará los preparativos para llevar adelante una acción guerrillera en el Estado español capaz de obligar a los aliados a intervenir contra Franco. La UNE buscaba con su acción que tanto los Aliados como las organizaciones obreras y republicanas la reconocieran como dirección indiscutible de la resistencia antifranquista. El plan era crear toda una serie de movimientos de distracción en los Pirineos para dispersar al ejército franquista, al tiempo que el grueso de la guerrilla invadiría el Valle de Arán para crear una zona liberada. Al parecer los líderes guerrilleros no veían nada claro el plan, que fue impuesto por la dirección del PCE.[93] La ofensiva, del 19 al 27 de octubre de 1944, implicando a 3.000 guerrilleros en las acciones de distracción y otros 4.000 en la invasión del Valle [94] acabó en un sonoro fracaso. Se saldó con 700 guerrilleros presos y 332 muertos.[95]
La guerrilla de los maquis aun continuará su actividad durante varios años demostrando la tremenda voluntad de lucha de sus componentes a pesar de la salvaje represión que sufrían. Francisco Moreno Gómez responde a aquellos que acusan hipócritamente de “violentos” a los maquis dando algunos ejemplos de la brutal represión franquista: “El verdadero escándalo de violencia fue la represión salvaje que el franquismo puso en práctica con motivo y pretexto de la persecución de la guerrilla. Se recurrió a las palizas, las torturas, las amenazas, los sobornos, la contrapartida, los engaños, los ‘paseos’, los crímenes por ‘ley de fugas’, el fusilamiento de familiares, por el único ‘delito’ de serlo. Es decir, los más terribles métodos de la ‘guerra sucia’ y terrorismo de Estado. (…) Escándalo de violencia fueron las matanzas de familiares de guerrilleros que perpetró el franquismo por toda España. En Pozoblanco (Córdoba), en el descampado Mina de la Romana, el 10 de septiembre 1948, de madrugada, el capitán Aznar Iriarte y el teniente Giménez Reyna hicieron fusilar a la madre y a la hermana de Caraquemá (Amelia Rodríguez, 49 años, y Amelia García, 18 años), junto con la madre de Castaño (Isabel Tejada, 60 años). En Villanueva de Córdoba, mataron a Catalina Coleto, 52 años, esposa del guerrillero Ratón, otra madrugada del 8 de junio 1948. Otros muchos familiares de guerrilleros cayeron en Córdoba. Entre estos y otras personas del medio rural, 160 víctimas de personal civil cayeron por la ‘ley de fugas’ sólo en Córdoba, Los ‘paseos’ y la ‘ley de fugas’ llevaron la muerte a miles de personas en España”.[96] Finalmente, en 1948 el PCE reconocerá el fracaso de la acción guerrillera.[97]
Los guerrilleros franceses, yugoslavos y griegos habían logrado derrotar a los nazis fundamentalmente por la propia desintegración del ejército alemán y el apoyo entusiasta de la población local. Realmente lo que reflejaba el éxito de los movimientos guerrilleros europeos era la situación prerrevolucionaria que se había abierto en estos países. Las guerrillas pueden ser muy útiles cuando actúan al calor de un ascenso revolucionario en las ciudades. Pero en el Estado español la situación no era esa ni muchísimo menos. El peso de la derrota en la guerra civil era aún muy grande y, por eso, como hemos señalado, la oposición a Franco en las ciudades era muy débil, se limitaba a pequeños núcleos de activistas. Los maquis, a pesar de su gran heroísmo no tenían ninguna posibilidad si las organizaciones obreras no estructuraban una fuerte oposición política en los grandes núcleos industriales: Madrid, Barcelona, Bilbao…
Como explica Jordi Rosich: “Tan pronto como en el año 1947 el movimiento obrero había dado sus primeras muestras de recomposición. Tuñón de Lara, en su artículo Elparo del 47 en Vizcaya, (publicado en 1985 por Cambio 16), describe lo siguiente: ‘En Cataluña, el año 1946 había comenzado por la huelga general de Manresa, el 27 de enero. Iniciada por un conflicto en la fábrica textil Bertrand y Sierra, terminó en un paro, al que se unieron los comercios, los cafés y los cines; la prensa silenció todo, pero los obreros conquistaron una prima de 75 pesetas al mes’. Más adelante: ‘En el primer semestre de 1946 las huelgas se generalizaron en Tarrasa, Manresa, Granollers, Minas de Potasa de Suria, Maquinistra Terrestre y Marítima, Hispano-Suiza de Mataró y España Industrial. En noviembre de 1946 parará casi toda la industria textil catalana y gran parte de la metalurgia. Allí subsistían organizaciones cotizantes de la CNT y también de la UGT (que en su rama catalana de entonces estaba en manos del PSUC)’. Más adelante: ‘Esta visión panorámica —forzosamente incompleta— nos permite situar la huelga general más importante que tuvo lugar durante el primer decenio de la dictadura franquista, la de Vizcaya, el 1 de mayo y siguientes días de 1947. (…) Bilbao y la ría se inundan con pasquines firmados por la Junta de Resistencia y las tres centrales sindicales (UGT, STV y CNT). (…) El gobierno civil quedó enteramente sorprendido al ver que el día 1 la huelga alcanzaba el 80% de las plantillas de la Naval, la Babcok, más de la mitad de Altos Hornos y la totalidad de Astilleros de Nervión, Aurrerá, General Eléctrica, Zorroza, etc.’ Sin embargo, como señala Tuñón de Lara, la oleada de 1947 no fue un principio, sino un final. Obedeció al ambiente creado tras el final de la Segunda Guerra Mundial, marcado por las expectativas de que Franco correría con la misma suerte que Hitler y Mussolini. Pero ni esas primeras señales de vida del movimiento obrero tras la guerra civil, ni la heroica y necesariamente limitada lucha de los maquis en el monte, fueron suficientes para romper una dictadura que aún se podía asentar en la apatía y desmoralización predominantes por la derrota de la revolución de los años treinta. Al terminar el año 1947 la mayoría de las organizaciones clandestinas de la oposición estaban totalmente desmanteladas y por supuesto las ‘democracias occidentales’ no tenían ningún interés en derrocar a Franco”.[98]
Los Aliados no movieron ni un dedo en ayudar a los luchadores antifranquistas. Tampoco el PCF y sus propios guerrilleros, pues la dirección estalinista gala ya estaba implicada en un gobierno de unidad nacional en París y querían demostrar su “respetabilidad” frente a los imperialistas británicos y norteamericanos.[99]
Centrar las ilusiones en la intervención Aliada había sido un gran error. Como reconoce el historiador Ferrán Sánchez Agustí, para la burguesía occidental era mejor Franco que una nueva revolución en el Estado español: “Los Aliados reeditaron la desdichada e idéntica política de No Intervención de la guerra civil. Franco era el mal menor. ¿Qué vendría? ¿La tercera República? Imposible, había demasiados comunistas y anarquistas. ¿Y el hijo de Alfonso XIII? Un perfecto desconocido. ¿Y qué militar llevaría la voz cantante? ¿Un militar…? Franco era el mejor, autoerigido como el Centinela de Occidente mucho antes de sonar el disparo de salida de la guerra fría. El empecinado anticomunista del Mediero del Pardo exculpó el palmario fascismo del Generalísimo”.[100] Franco se deshizo de sus colaboradores más identificados con el fascismo (como el cuñadísimo, Serrano Suñer), abandono el saludo a la romana y nada más cambió con el final de la guerra mundial. En poco tiempo, las relaciones diplomáticas secretas entre los Aliados y Franco se hicieron públicas, vinieron acuerdos comerciales y militares y el reconocimiento internacional, incluso la entrada en la ONU y la visita de altos mandatarios, como el mismísimo presidente de los EEUU, Eisenhower.
En cuanto a la URSS y el PCE; Stalin, tras los acuerdos firmados con los imperialistas anglo-americanos, ya había demostrado en Grecia su disposición a mantener el reparto acordado de las áreas de influencia de cada potencia.[101] Parece ser que Carrillo ordenó el repliegue de los maquis después de una entrevista con Stalin en el que el líder de la URSS le convenció de las ventajas de ese cambio de rumbo. El sacrificio de miles de guerrilleros había quedado en nada. Pese a los planes de evacuación, la desmoralización y la represión ahogaron a estos abnegados luchadores.
Igual que el factor determinante para el triunfo de Franco estuvo en el papel que jugaron los dirigentes de las organizaciones obreras, el mantenimiento de la dictadura fue también, en parte, la consecuencia de la repetición de los mismos errores. Como hemos señalado, el terror desatado por la dictadura era un factor objetivo más poderoso de la situación política, sin embargo incluso en los momentos más oscuros hubo miles de revolucionarios dispuestos a dar su vida para tumbar al dictador. Si toda esa energía se hubiera canalizado con orientación política y con una táctica y estrategia correcta, no sólo no se hubieran malgastado energías y vidas, sino que ante un inevitable renacer del movimiento obrero, éste hubiera contado con un armazón forjado de cuadros revolucionarios capaz de dirigir el derrocamiento del dictador. Para eso hubiera sido necesaria la existencia de una organización revolucionaria que desplegara una alternativa basada en un programa de independencia de clase, en no tener ninguna ilusión ni en las burguesías francesa y anglo-norteamericana, ni en la burocracia estalinista, en vincular la lucha contra el fascismo con la lucha por la transformación socialista de la sociedad y que desarrollara un paciente trabajo en la clandestinidad, dentro del movimiento obrero, con una viva actuación en el exilio, basada en el internacionalismo y la solidaridad de la clase obrera mundial.
- Franco murió matando
Toda la historia muestra que es imposible mantener encadenado al proletariado con la sola ayuda del aparato policiaco. Es cierto que la experiencia de Italia muestra que la herencia psicológica de la enorme catástrofe experimentada se conserva entre la clase obrera mucho más tiempo que la correlación de fuerzas que engendró la catástrofe. Pero la inercia psicológica de la derrota no es más que un precario sostén. Se puede desmoronar de un solo golpe bajo el impacto de una potente convulsión.
León Trotsky, Bonapartismo y fascismo[102]
El discurso oficial habla de una Transición modélica, en la que políticos responsables, de todo el arco ideológico, cedieron en sus intereses particulares e inmediatos para traernos la democracia que hoy disfrutamos. Si aceptáramos este guión, sería imposible entender lo que realmente pasó. El final del franquismo no lo precipitaron las reuniones en los despachos oficiales ni la conversión democrática de parte de los prohombres del régimen franquista, como Adolfo Suárez, que había sido secretario general del Movimiento Nacional y vistió la camisa azul con el yugo y las flechas, o Fraga Iribarne. Ni la inexistente generosidad de un aparato militar y policial que no fue depurado en la etapa democrática. Tampoco fue la supuesta inteligencia de un monarca que supo aprovechar una oportunidad histórica, tal como nos han remachado insistentemente en estos años, la que acabó con el régimen que lo había nombrado sucesor de Franco en la jefatura del Estado. La realidad es bien distinta.
Durante años muy duros, en las condiciones más adversas, desafiando la clandestinidad, las prisiones, los golpes de la represión y el exilio, millones de hombres y mujeres se lanzaron a un combate desigual. Al principio eran minoría, y eso hace de su tenacidad un ejemplo aún más loable. Pero su conducta contagió a muchos, y a pesar del miedo, del terrible miedo, las huelgas, las manifestaciones, las ocupaciones de empresas, las luchas callejeras se transformaron en un paisaje habitual. La sangre obrera y de la juventud corrió generosamente por las calles de nuestras ciudades y pueblos en los años sesenta y setenta, como había corrido en las dos décadas precedentes. Pero las terribles heridas provocadas por la derrota en la guerra civil, en los tres años de lucha armada contra el fascismo y revolución social que concluyeron con la victoria de la contrarrevolución franquista en 1939, ya habían cicatrizado. La lucha de los trabajadores y de la juventud obrera y estudiantil fue la punta de lanza que acabó con el franquismo. Una lucha que, paralelamente, abrió una nueva perspectiva, la de la transformación de la sociedad.
A principios de la década de los 70, el capitalismo vivió una gran sacudida, muy similar a la que vive actualmente. Francia en 1968, Italia en 1969, Portugal en 1974, Grecia y, por supuesto, el Estado español… numerosos países sufrieron una brutal ruptura de su equilibrio interno y se sumergieron en crisis revolucionarias o prerrevolucionarias. Una nueva página en la historia se podría haber escrito, pero la falta de una dirección política a la altura de las exigencias impidió coronar con éxito aquellos movimientos. La movilización revolucionaria de millones de trabajadores y jóvenes no acabó, finalmente, con el capitalismo, aunque sí tuvo serias consecuencias. La primera, barrer las dictaduras del sur de Europa y conquistar los derechos democráticos que habían sido eliminados décadas atrás.
Los antecedentes de esta lucha revolucionaria venían ya de antes, cuando comenzó a curtirse una nueva generación de obreros. En marzo del año 1950 se produce la huelga de los usuarios del transporte en Barcelona, a la que siguieron otras de diferente alcance en Bilbao, San Sebastián, Vitoria, Pamplona y Madrid. En febrero de 1956, por primera vez después del final de la guerra civil, tienen lugar enfrentamientos estudiantiles en Madrid contra Franco.
Pero es en la década de los sesenta cuando se producen los cambios decisivos. A finales de los años cincuenta la economía española da síntomas de crecimiento significativo. Los bajos salarios, las jornadas laborales extenuantes, la represión brutal, la carencia de derechos, unos buenos mecanismos de repatriación de beneficios y el severo Plan de Estabilización, hicieron la España de Franco algo muy atractivo para los inversores extranjeros.
El crecimiento económico de los sesenta actuó como un reconstituyente del movimiento obrero, a pesar de que, paradójicamente, también fue un elemento de estabilidad para el régimen durante un tiempo. Se produjo una incorporaron a las fábricas de jóvenes trabajadores que, sin haber participado directamente en la dramática derrota de los años treinta, se fueron galvanizando en la lucha reivindicativa y alcanzando un altísimo grado de politización. Ellos acabarían siendo la fuerza determinante para el fin de la dictadura franquista. La ley de convenios colectivos de 1958 abría una rendija de participación de los trabajadores en la negociación. El PCE, con diferencia la organización obrera con más implantación en la clandestinidad, orienta a sus cuadros obreros a intervenir en los sindicatos verticales alcanzando un éxito notable. Muchos curas, influidos por el creciente malestar obrero y social, giran a la izquierda y apoyan la causa de los trabajadores. En 1958 nacen las primeras comisiones obreras representativas en la mina de La Camocha, en Asturias. Se dan experiencias similares en La Naval de Sestao en 1960. En 1962 se produce la gran huelga general en la minería asturiana. En 1966, el impulso a las comisiones obreras toma fuerza: empieza a funcionar la primera comisión coordinadora de ramas, conocida como la intersindical. En otoño de 1967 se hace público un manifiesto con una plataforma reivindicativa que exige un salario mínimo de 300 pesetas, 100% de salario en caso de baja o jubilación, escala móvil de los salarios, el derecho a huelga. ¡Sólo en Madrid se consiguen 25.000 firmas!
Las elecciones en los sindicatos verticales en 1968 son un éxito rotundo para Comisiones Obreras. En Sevilla, de los 66 representantes de la “sección social” 63 pertenecen al sindicato. En Madrid obtiene el 80% en las grandes empresas. La extensión y la intensidad del movimiento obrero se aceleran, afectando a muchas fábricas en un periodo relativamente corto de tiempo.
A finales de los años sesenta todas las fábricas más importantes del país habían participado en movimientos huelguísticos, con un alto grado de politización. La inercia ya se había roto, la dictadura estaba ya sentenciada. Ni la represión, ni la tortura, ni las detenciones de los dirigentes de las fábricas, pudieron frenar la lucha. Al torrente principal del movimiento obrero se sumaron otras capas sociales. A lo largo de toda la década de los sesenta se produjeron conflictos en la universidad. La lucha contra la opresión nacional, especialmente brutal bajo el franquismo, jugó un poderoso papel en el movimiento contra la dictadura, particularmente en Euskal Herria y Catalunya, arrastrando a sectores importantes de las capas medias y de la juventud estudiantil a la lucha revolucionaria.
Hay la creencia generalizada de que la represión del régimen se suavizó tras los años inmediatos de la posguerra. Desde luego, la dictadura trató de lavarse la cara después de la derrota de Alemania e Italia en la Segunda Guerra Mundial, pero esto no significa que se ablandara. Ciertamente la magnitud de la persecución en los años 40 daba poco margen de maniobra. Todo aquel al que pudiera achacársele alguna acción en los años de la República o en la guerra civil ya había sido sin duda purgado, bien asesinado, encarcelado o exiliado. Pero la represión continuaría.
Aunque las leyes fueron modificándose con el paso del tiempo, siempre mantuvieron su carga represiva. Por ejemplo, el Tribunal de Orden Público, que en 1963 asumió las competencias del Tribunal Especial de la ley de Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940, se mantuvo operativo hasta enero de 1977, una vez muerto Franco. De hecho, el 60% de sus procedimientos se concentran precisamente en sus últimos tres años de existencia (1974-1977), coincidiendo con el auge de la lucha obrera contra la dictadura y sus herederos.[103] En 1961, 15.202 presos políticos llenaban las cárceles franquistas.[104] En 1969, sólo en Euskal Herria había 1.953 presos políticos y 150 refugiados, y otras 890 personas habían sufrido persecución y malos tratos, de ellos 350 con heridas de primer grado.[105]
En todo caso, fue una represión diferente. La represión de la posguerra fue un exterminio sistemático por parte de los vencedores ante un movimiento obrero arrodillado por la derrota. A partir de finales de los años 50, la represión gubernamental fue, cada vez más, la acción de un régimen al que sólo le quedaba desaparecer. Los asesinatos y torturas en la posguerra inmediata sembraban el terror; ahora, la represión provocaba sobre todo la incorporación de nuevas capas a la lucha y el recrudecimiento de la movilización obrera y estudiantil. Las causas penales como el proceso de Burgos, el proceso 1001 (contra la dirección clandestina de Comisiones Obreras) o contra los oficiales de la Unión Militar Democrática, las encarcelaciones y las manifestaciones disueltas a tiros (como la de la Bazán de Ferrol el 10 de marzo de 1972, en la que murieron dos trabajadores del astillero) e incluso los últimos fusilamientos de la dictadura (el 27 de septiembre de 1975, a menos de dos meses de la muerte de Franco)[106] no lograron cortar el ascendente movimiento de masas.
Precisamente uno de los puntos más álgidos de la represión fue, ya con el dictador muerto, el año 1976. El 3 de marzo en Vitoria, después de 54 días de huelgas y de incipientes embriones de poder obrero —las comisiones representativas de los trabajadores de las fábricas en lucha—, la policía cargó con fuego real contra la asamblea general convocada en la iglesia de San Francisco. En total murieron cinco obreros y otros cien resultaron heridos de bala. Las declaraciones de los testigos y las transmisiones por radio de la misma policía son concluyentes: tenían órdenes de masacrar a los obreros y fueron felicitados por ello. Éste es un extracto de esas conversaciones grabadas entre policías:
“— ¿Qué tal está el asunto ahora por ahí? Cambio.
“—Te puedes imaginar; después de tirar igual mil, mil tiros pues y romper toda la iglesia de San Francisco, pues ya me contarás como está toda la calle y está todo. Cambio.
“—Muchas gracias, ¿eh? Y buen servicio, Bueno espera un momentito por ahí a ver si os podéis dirigir de un momento al punto cero. Cambio.
“— (…) en la plaza de Salinas y hemos contribuido a la paliza más grande de la historia. Cambio.
“—De acuerdo, de acuerdo. Cambio.
“—Oye, pero de verdad, una masacre, ¿eh?
“— (…) Ya tenemos, ya tenemos munición; ya tenemos dos camiones de munición, ¿eh? O sea que a mansalva (…) a por ellos, sin tregua de ninguna clase. Cambio”.[107]
Nadie investigó esta matanza, que quedó impune, y a raíz de la cual Manuel Fraga Iribarne, que era el ministro del Interior, pronunció su famosa frase: “La calle es mía”.
El 5 de marzo fue asesinado un trabajador en Tarragona, más tarde otro obrero en Elda (Alicante) y un joven de 18 años en Basauri (Vizcaya). El 6 de mayo acontecieron los sucesos de Montejurra, donde bandas fascistas, evidentemente financiadas y organizadas por el aparato del Estado, disolvieron a tiros una concentración de los carlistas progresistas, asesinando a dos personas. La actividad de los grupos fascistas adquirirá nuevos bríos a principios de 1977. El 23 de enero en una manifestación pro amnistía, muere asesinado por un fascista el estudiante David Ruiz. Al día siguiente, en la manifestación en protesta por el asesinato de David, muere, esta vez a manos de la policía, la estudiante Mª Jesús Nájera. Por la noche, varios pistoleros fascistas asesinan brutalmente a cinco abogados laboralistas de CCOO y del PCE en su despacho de la calle Atocha. En mayo será la policía la que asesine a otros seis trabajadores en Euskadi. “La policía, la Guardia Civil y la extrema derecha provocaron más de un centenar de muertes en intervenciones represivas institucionales o en ‘incontroladas’ agresiones de carácter ‘ultra’, entre 1976 y 1980. Durante todo ese período —salvo en la primera mitad de 1976—, Adolfo Suárez preside el Gobierno y Rodolfo Martín Villa, el general Antonio Ibáñez Freire y Juan José Rosón, sucesivamente, están al frente del Ministerio del Interior”.[108] Este saldo de sangre inocente, vertida por los disparos de la policía de Suárez y las bandas fascistas que toleraba, nunca se menciona en las crónicas oficiales sobre la Transición española.
Los políticos de este franquismo tardío, muchos de los cuales ocuparon, tras las elecciones del 15 de junio de 1977, cargos de máxima responsabilidad en el gobierno de Unión de Centro Democrático (UCD), la administración central, la judicatura, el ejército y la policía, y posteriormente en las altas finanzas, como el inefable Rodolfo Martín Villa, jamás tuvieron que responder de sus actos.
Efectivamente, la ley de Amnistía de 1977 fue aprobada en las Cortes Constituyentes que elaboraban la Constitución y votada favorablemente por todos los diputados de la izquierda. Fue presentada ante los trabajadores como la garantía para sacar de la cárcel a miles de luchadores, pero en realidad se trataba de una ley de punto final que otorgaba inmunidad a todos los criminales del régimen franquista. Por supuesto, esta ley pre-constitucional no ha sido derogada.
La ley es muy clara al respecto: En su artículo primero amnistiaba “todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976”. Es decir, a cambio de “perdonar” a los encarcelados, torturados y perseguidos por luchar contra la dictadura, dejaba absolutamente impunes cuarenta años de represión franquista, tal como sanciona su artículo segundo, al amnistiar, entre otros “los delitos de rebelión y sedición (…) los delitos y faltas que pudieran haber cometido las autoridades, funcionarios y agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investigación y persecución de los actos incluidos en esta ley” o “los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas”.
Nunca ha habido en la historia reciente una ley de punto final semejante. En la Alemania de la posguerra, con todas las carencias que existieron, se condenó a muchos responsables de las atrocidades nazis, y la simbología hitleriana fue eliminada por completo de plazas públicas e instituciones. En Argentina, se revisó la ley de Punto Final y se han abierto procedimientos penales contra conocidos torturadores y responsables de la dictadura militar. Obviamente, las reparaciones, en todos los casos mencionados, han sido muy limitadas, pues los capitalistas que apoyaron estos regímenes represivos y crueles, que exterminaron a millones de personas, no podían consentir que se juzgase al conjunto de su sistema. ¡Pero lo ocurrido en el Estado español ha sido asombroso! Con un leve barniz democrático, se mantuvo casi íntegramente el viejo aparato estatal franquista y ninguno de sus asesinos pagó por sus crímenes.
Por desgracia, los dirigentes de la izquierda tienen una cuota de responsabilidad muy importante en lo sucedido. Como explica Bárbara Areal: “La agonía física de Franco se convirtió en una expresión plástica de los estertores de una dictadura que duraba ya 40 años. El dictador moría el 20 de noviembre de 1975 y, dos días después, Juan Carlos de Borbón era proclamado su sucesor como Jefe del Estado y Rey de España. Fue en esos meses cuando las luchas obreras, presentes por toda la geografía del país desde hacía más de una década, se generalizaron y radicalizaron. La irrupción audaz y decidida de la clase trabajadora en el escenario político se convirtió en la piedra angular de todas las decisiones que se adoptaron en la Transición. El ascenso de la lucha de clases, el crecimiento de la conciencia socialista de millones de trabajadores y jóvenes, la voluntad de combatir hasta el final, abría la misma perspectiva que en Francia o en Portugal: la conquista del poder político por parte de la clase obrera. Éste fue, en esencia, el asunto sobre el que pivotaron todas las maniobras que se sucedieron a lo largo de los años setenta: o la reconversión de la dictadura franquista en un régimen de democracia burguesa o la ruptura política y la lucha revolucionaria por el socialismo”. [109] Los dirigentes del PCE y del PSOE se inclinaron desde el principio por la primera salida mediante un pacto con los capitalistas y con el aparato del Estado franquista.
Bárbara Areal continúa: “Los sectores más consecuentes y decisivos de la burguesía española, y también del capital internacional, se apoyaron tenazmente en los dirigentes obreros para conseguir sus objetivos y asegurar la continuidad del sistema capitalista. En este sentido, la dirección del PSOE era muy débil y sus fuerzas organizadas eran incomparablemente menores a las del Partido Comunistas, que agrupaba a la vanguardia de la clase trabajadora y cuyos cuadros y dirigentes disponían de una autoridad engrandecida por décadas de lucha clandestina contra la dictadura, detenciones, cárcel y exilio. Aunque la militancia comunista había dado sobradas pruebas de su arrojo y voluntad revolucionaria, las bases para la política de colaboración de clases de la transición coincidían plenamente con la estrategia de la dirección del PCE. Unas bases que habían sido definidas en la declaración del Comité central del partido redactada en 1956: Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español.”[110] Y más adelante: “Liderando la Junta Democrática, que actuó como el organismo fundamental de la colaboración de las clases y de puente político entre los dirigentes del principal partido de la clase obrera [el PCE] y los estrategas del capital, se diseñó una reforma política que mantendría intactos los fundamentos del capitalismo español, sancionaría la propiedad privada de los medios de producción, y aseguraría una total impunidad a los responsables de los crímenes de la dictadura”.[111]
Así justificaba entonces el PCE el apoyo a la ley de Amnistía de 1977 por boca de su portavoz en el congreso, Marcelino Camacho: “Señor Presidente, señoras y señores Diputados, me cabe el honor y el deber de explicar, en nombre de la Minoría Comunista del Partido Comunista de España y del Partido Socialista Unificado de Cataluña, en esta sesión, que debe ser histórica para nuestro país, en honor de explicar, repito, nuestro voto. Quiero señalar que la primera propuesta presentada en esta Cámara ha sido precisamente hecha por la Minoría Parlamentaria del Partido Comunista y del PSUC el 14 de julio y orientada precisamente a esta amnistía. Y no fue un fenómeno de la casualidad, señoras y señores Diputados, es el resultado de una política coherente y consecuente que comienza con la política de reconciliación nacional de nuestro Partido, ya en 1956. Nosotros considerábamos que la pieza capital de esta política de reconciliación nacional tenía que ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre? Para nosotros, tanto como reparación de injusticias cometidas a lo largo de estos cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, a la única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y de cruzadas. Queremos abrir la vía a la paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir otra. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia adelante en esa vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso”.[112] El propio Marcelino Camacho, un luchador incasable por las libertades democráticas, sería consciente, años después, de lo equivocadas que eran esas palabras.
- Justicia para las víctimas del franquismo
“(…) el olvidador nunca logra su objetivo, que es encerrar el pasado (cual si se tratara de desechos nucleares) en un espacio inviolable. El pasado siempre encuentra un modo de abrir la tapa del cofre y asomar su rostro. (…) El pasado siempre alcanza a quienes reniegan de él (así se trate del mismísimo Macbeth), ya sea infiltrándose en signos o en gestos, en canciones o en pesadillas.
Los pueblos nunca son amnésicos. Amnistía no es amnesia. La tradición es un recurso de la memoria colectiva, pero también hay otros, menos inofensivos. Tampoco los gobiernos son amnésicos aunque a veces intentan ser olvidadores. Curiosamente su forma de olvidar suele ser proselitista, ya que su objetivo es que los demás también olviden”.
Mario Benedetti, El amnésico y el olvidador
Las páginas heroicas de la batalla contra el fascismo han sido emborronadas por una crónica oficial diseñada al gusto de los poderosos. Y en esa estrategia del olvido, una infamia no menos importante se tramó con el consentimiento de muchos: la que pretendía esconder, anular, borrar la historia de cuarenta años de dolor. La memoria de las víctimas del franquismo y de todos aquellos que dieron lo mejor de sí mismos para acabar con aquella pesadilla tiene que ser recuperada, estudiada y transmitida. Es la memoria de nuestra clase, la clase trabajadora, que sufrió más que nadie aquel régimen despreciable.
Han transcurrido muchos años, y no pocos se las prometían felices creyendo que, tras tanto tiempo, la clase obrera y la juventud estaría dispuesta a olvidar el pasado y pasar página. Sin embargo, gracias al tesón y la voluntad de personas maravillosas, las exigencias para rescatar la memoria histórica no sólo no han remitido, sino que se han incrementado. El trabajo anónimo y desinteresado de mucha gente ha dado grandes frutos. Mientras que en 2003 tan sólo existían 20 asociaciones de la Memoria Histórica y organizaciones de víctimas del franquismo, en 2008 eran más de 200 y su número no ha dejado de crecer, tejiendo una red por todo el Estado para exigir justicia para crímenes que siguen impunes. Si el gobierno del PSOE impulsó la ley de Memoria Histórica fue por la presión que ejercieron miles de jóvenes y trabajadores organizados a través de las asociaciones en defensa de la Memoria Histórica.
Y no es sólo la exigencia individual de los familiares de las víctimas de la represión franquista, que tienen todo el derecho a una legítima justicia que nunca llegó. En numerosos casos lo que se reclama es tan elemental como poder recuperar los cuerpos de los familiares desaparecidos. El único censo nacional que existe de desaparecidos —el que las asociaciones de familiares llevaron al juez Garzón en octubre de 2008— tiene 133.708 nombres.[113] Recientemente, Amnistía Internacional señaló que son 114.000 las familias que siguen sin saber dónde están los restos de sus seres queridos.[114]
Pero lo más humillante de esta situación, y que dice mucho de la naturaleza de nuestra Transición ejemplar, es que hasta 2000 no abrió la primera fosa común y hasta 2011 sólo se han recuperado 5.277 restos mortales de 231 fosas comunes.[115] ¿Alguien puede pensar que existe justicia para las víctimas del franquismo? Cuando tanto se habla de reparar el dolor, de reconciliación, cientos de miles de familias ven negado un derecho tan elemental como saber dónde están enterrados sus familiares fusilados, asesinados vilmente y arrojados a fosas comunes. Para sonrojo del Parlamento, de los jueces, de los gobiernos que se han sucedido desde 1977, el esfuerzo de las asociaciones y de los familiares, de investigadores y voluntarios ha permitido localizar solamente en Andalucía, Aragón, Asturias, Catalunya, Euskadi y Extremadura 1.850 fosas.[116] El gobierno reconoce que aún quedan por abrir 1.203 fosas del franquismo[117], sin contar con que probablemente aun queden muchas por descubrir, por culpa de los constantes impedimentos que las Asociaciones en defensa de la Memoria Histórica se han encontrado.
Para las familias, así como para las víctimas que aún están con vida, esta lucha no será en vano. Su esfuerzo no sólo restablecerá la dignidad que el franquismo trató de arrebatar a cientos de miles de luchadores, a los que quitó la vida mediante ejecuciones, torturas o vejaciones de todo tipo, también impedirá que el paso del tiempo, las mentiras y calumnias que se han vertido, reforzadas a partir de una interpretación maliciosa e interesada por parte de pseudohistoriadores a sueldo de la derecha, oculten el horror sufrido.
¿Cómo es posible que, en un Estado que se dice democrático, conocidos reaccionarios que ocupan altos cargos en las instituciones se jacten de sus vínculos con el franquismo, y en cambio se niegue justicia para sus víctimas? Para empezar, la propia ley lo permite. Cuando el juez Garzón trató de investigar los crímenes del franquismo no sólo se enfrentó a una muralla ideológica en el poder judicial, sino también a un armazón legal que fue en su día apoyado por los dirigentes de las principales fuerzas que luchaban contra la dictadura. Ya señalamos la nefasta ley de amnistía aprobada en 1977 con el apoyo del PSOE y el PCE.
Además, para echar tierra sobre el pasado de los franquistas y lavarles la cara presentándolos como nuevos demócratas, no sólo se puso en marcha una gran campaña mediática, también se borraron las huellas de su actuación de los archivos policiales y los ministerios. Carlos Jiménez Villarejo, ex fiscal anticorrupción, refrescaba recientemente las denuncias que en su día hizo Justicia Democrática contra la Brigada Político-Social, señalando que existía un “poder judicial que era utilizado descaradamente para santificar medidas arbitrarias”, que persistían “torturas policiales en régimen de expresa impunidad”. El artículo donde se recogen sus declaraciones continúa así: “Y aquí es donde surgen las dudas sobre la conservación y disponibilidad de los documentos que expresen dicha actuación represiva. Algunos historiadores sostienen que parte del archivo documental fue destruido durante la Transición ante el riesgo de tener que responder de los innumerables delitos que habían cometido y siguieron cometiendo hasta el final del régimen, con el propósito de garantizar su impunidad. Así lo reconoció el gobernador civil de Barcelona, Salvador Sánchez Terán, cuando justificó la destrucción de los archivos del Movimiento y la Falange porque ‘olían a un pasado remoto’…”.[118] El 8 de julio de 2010, el director del gabinete del ministro del Interior se excusaba: “Hay que tener en cuenta que, con la promulgación de la Ley de Amnistía 46/1977 de 15 de octubre, se procedió a la eliminación de todos aquellos expedientes que contuviesen información de carácter político, sindical, religioso, etc.”.[119]
Garzón se declaró competente en el caso de la localización y exhumación de una parte de los aproximadamente 150.000 asesinados en la represión que siguió al levantamiento fascista de 1936, pero inmediatamente se desató una ofensiva política y judicial tremenda para impedirlo. Lamentablemente, esta campaña organizada desde la derecha acabó logrando su objetivo con el beneplácito del fiscal general del Estado y de otros más. Desde el gobierno del PSOE se sostuvo que no era el momento de investigar delitos que habían sido amnistiados en 1977, y esa muestra de debilidad envalentonó a toda la reacción enquistada en el aparato del Estado. El Tribunal Supremo logró sentar en el banquillo al juez Garzón después de aceptar a trámite una querella presentada por tres organizaciones fascistas: Falange Española, el “sindicato” Manos Limpias y la asociación Libertad e Identidad.
Estos hechos escandalosos son la mejor prueba que, tras más de treinta años de “libertades democráticas”, siguen sin poder investigarse los crímenes del franquismo; hay decenas de miles de víctimas, no sólo las enterradas en fosas comunes, que son consideradas delincuentes a ojos de una ley que se niega a esclarecer como fueron asesinadas. Y todo esto ocurre mientras los nombres de los fascistas que practicaron esa política de exterminio siguen adornando calles, plazas, iglesias y monumentos.
La justicia en cualquier Estado capitalista es una justicia de clase. No existe la tan cacareada “independencia” del poder judicial, que no es más que una fachada que sirve para esconder la auténtica realidad: que el aparato judicial en general, y sus altas instancias muy en particular, tienen vínculos directos, económicos y políticos con los capitalistas de cada país y siempre ampara y defiende la legislación y la propiedad de la burguesía. En el caso concreto del Estado español, el aparato judicial también es un auténtico coto franquista, que se mantuvo intacto después de la caída de la dictadura por los pactos de la Transición.[120] Pero no sólo el aparato judicial:
El 26 de mayo de 2011, a pocas semanas del 75 aniversario del golpe de Estado fascista que inicio la guerra civil, el Rey Juan Carlos y la ministra de cultura, Ángeles González Sinde participaban en la presentación del faraónico Diccionario Biográfico Español, 50 tomos de biografías de los personajes “ilustres” de la historia del Estado español, obra cumbre de la Real Academia de la Historia, que ha costado 6,4 millones de euros al erario público en un periodo de crisis y de recortes sociales.[121] La sorpresa fue mayúscula cuando algunos periodistas decidieron leer su contenido. Entre otras “perlas”, destacaba con luz propia la reseña bibliográfica de Franco. No sólo no se le caracterizaba de dictador sino que se señalaba que su régimen “era autoritario, no totalitario”, en ningún momento se hacía mención de la salvaje represión franquista y sobre todo se le adornaba con sonoros atributos: “incomparable valor”, “dotes de mando”, “energía desplegada en combate”, “el frío valor que sobre el campo desplegaba”… el autor, el pseudohistoriador y franquista recalcitrante Luis Suárez, llega a justificar la colaboración de Franco con la Alemania nazi porque “faltando posibles mercados, y contando con la hostilidad de Francia y de Rusia, hubo de establecer estrechos compromisos con Italia y Alemania”.[122]
Por desgracia este despropósito no es sólo obra de una vetusta institución que dedica rezos al Espíritu Santo cuando comienzan sus sesiones, o que aún dispone de un censor en la nómina encargado de revisar los discursos de ingreso, recepción y contestación de los académicos.[123] Es un buen símbolo de lo que realmente significa “reconciliación nacional” para la derecha. Sólo hay que echar un vistazo a losProtectores de la Real Academia de la Historia —enumerados por el presidente de la Academia en el mismo acto de presentación del Diccionario— para entender que siguen existiendo Dos Españas: Isidoro Álvarez (presidente del Corte Inglés), Francisco González (BBVA), Rodrigo Rato (Caja Madrid), César Alierta (Telefónica), María del Pino (Ferrovial), José Manuel Martínez (Mapfre), Ignacio Garralda (Mutua Madrileña), Esther Koplowithz (FCC), Emilio Botín (Santander) o el marqués de Villar Mir, entre otros grandes prohombres. Si echamos un vistazo al árbol genealógico de las élites que dominan económicamente el Estado español, los grandes banqueros y empresarios, nos encontraremos con las mismas familias que apoyaron entusiastamente a Franco y que se enriquecieron gracias a las condiciones impuestas por la dictadura.
La burguesía y la derecha española se resistirán obstinadamente a dar el más mínimo reconocimiento a la Memoria Histórica. Como han demostrado, por ejemplo, con el juicio a Garzón, la reacción luchará con uñas y dientes para evitar la revisión histórica de los crímenes del franquismo. En el 75 aniversario del golpe de estado de Franco, el diario El País, portavoz de la “reconciliación nacional”, entrevistó al general Sáenz de Tejada, que se alistó voluntariamente con los fascistas el mismo 18 de julio de 1936 y fue Jefe del Estado mayor del Ejército entre 1984 y 1986. El militar reconocía que para él, la Guerra Civil “fue inevitable”. “Había dos Españas absolutamente irreconciliables que se odiaban. Éramos enemigos. (…) Hay pocas guerras necesarias”, añade, “pero algunas lo son: contra el terrorismo, la tiranía y el narcotráfico” Lo que no aclara es dónde clasifica él a la guerra civil. Y aunque se muestra detractor de la ley de Memoria Histórica porque considera que tiene “algo de revancha”, afirma que el país “se ha reconciliado”.[124] En el mismo suplemento, El País presenta un reportaje donde junta a un fascista con un aviador republicano. Pese a todas las buenas maneras del periodista y del aviador, el fascista se despidió haciendo bandera de su militancia política: “¡Pero que conste que sigo siendo un franquista acérrimo!”.[125]
Para la burguesía no hay “reconciliación nacional” posible. Guiados por un poderoso odio de clase, por las tradiciones reaccionarias que siempre han caracterizado a la clase dominante española a lo largo de la historia, son conscientes de que los militares iniciaron la guerra civil para mantener sus privilegios y poder. Ellos son los vencederos. Los obreros y campesinos los vencidos. Se sienten orgullosos de su pasado, aunque en público no lo puedan poner de manifiesto como les gustaría.
Y es que, además, destapar lo que realmente sucedió durante la guerra civil y la dictadura cuestiona demasiados puntos sensibles del poder capitalista de hoy en día. Pondría en evidencia a las principales familias de la oligarquía económica, que se enriquecieron gracias a la dictadura, a las condiciones de trabajo impuestas a los trabajadores, a la completa ausencia de derechos laborales y sindicales, a la mano de obra esclava… Cuestionaría, en definitiva, a los oligarcas de toda la vida, que impulsaron y colaboraron fervientemente con el golpe militar y la represión y que, por supuesto, también se beneficiaron de la política seguida por el Caudillo. También comprometería y desnudaría a amplios sectores del aparato del Estado, rebosante de individuos ligados estrechamente al pasado franquista, no sólo en el mando de la policía, la Guardia Civil o el Ejército, también en el aparato judicial (sólo hay que echar un vistazo al Tribunal Constitucional) y la administración. Sin olvidarnos, por supuesto, de la jerarquía eclesiástica, cómplice de cuarenta años de dictadura. Por supuesto, si en el futuro sus privilegios de clase vuelven a estar amenazados, los capitalistas no dudarán en recurrir a militares, fascistas y todas las herramientas que tengan a su alcance para mantener su posición como clase dominante.
Y mientras tanto… la “reconciliación” les es útil para tratar de mantener paralizada a la clase obrera, que las nuevas generaciones de trabajadores no conozcan lo que realmente sucedió, que no se haga justicia por los crímenes cometidos contra millones de inocentes, que sus agentes en el aparato del Estado sigan en sus puestos, preparados para intervenir si la situación lo requiere. Desgraciadamente, los dirigentes de las organizaciones de la izquierda sí se creyeron la trampa de la “reconciliación nacional”. Aún lo defienden a capa y espada. Esa campaña llega al punto de orillar la responsabilidad de los verdugos, en celebraciones institucionales que tratan descaradamente de ocultar la verdad: El 12 de octubre de 2004 el entonces ministro de defensa Bono puso a desfilar conjuntamente a un voluntario fascista de la División Azul con un excombatiente republicano… en aras de la “reconciliación nacional”. Aún hoy, al calor de la demanda de los familiares de los soldados republicanos enterrados en el Valle de los Caídos para que sean retirados de allí, el ministro del PSOE Ramón Jáuregui insistía en que se podía transformar el mausoleo de Franco en un “lugar de memoria y reconciliación”.[126] Pero la debilidad invita a la agresión permanente. La burguesía, la derecha, los franquistas del aparato del estado, nunca agradecerán a estos representantes de la izquierda “realista” sus gestos. Los desprecian con toda intensidad.
Aceptar este discurso interesado de la “reconciliación nacional”, que evita la comprensión de lo ocurrido, que trata incluso a los verdugos como víctimas, que escamotea la justicia más elemental, es el peor homenaje posible a todos los que dieron su vida por transformar la sociedad. Con esta estrategia, se evita que las jóvenes generaciones puedan acceder a un conocimiento necesario: que entre 1936-1939, no se libró “una guerra entre hermanos” sino una intensa lucha de clases, entre la mayoría aplastante de la población explotada, los trabajadores del campo y la ciudad, los que nada tenían, frente a los poderes fácticos de siempre: los capitalistas, los banqueros, los terratenientes y sus aliados en el aparato militar y eclesial, que no dudaron en lanzar una guerra de exterminio y una represión sangrienta para salvaguardar sus obscenos privilegios.
Recuperar nuestra memoria histórica es una demanda colectiva de justicia para la clase social, los trabajadores y oprimidos, que lucho contra el fascismo con todas sus fuerzas, ofreciendo un ejemplo de generosidad y valor sin parangón. Los que fueron asesinados, internados en campos de concentración, torturados y vejados, arrojados a las prisiones y el exilio por cientos de miles, y los que continuamos su batalla, queremos recuperar la memoria histórica, no sólo para conseguir una justicia y dignidad nunca reconocida, sino también para aprender las lecciones del pasado y reatar el nudo con las tradiciones de toda una generación de luchadores que se levantaron en defensa de la igualdad y por una sociedad mejor.
No es casualidad que la lucha por la memoria histórica se agudizara durante las movilizaciones masivas contra el gobierno derechista de Aznar entre 2001 y 2004 y en los años posteriores de gobierno socialista, cuando fue la derecha la que trató de tomar las calles. Cuando decenas de miles sufrían los porrazos de la policía del PP en las manifestaciones contra la intervención imperialista en Iraq o cuando, pocos años después, contemplaban a los dirigentes de la derecha clamar por la “unidad de España” y a los obispos desfilar contra los homosexuales y “en defensa de la familia”, la conexión con el pasado se reavivó. La identificación de la derecha de hoy con la derecha de siempre, es decir, con los verdugos de la guerra civil y los cómplices del general Franco era un proceso necesario e inevitable.
Las reivindicaciones fundamentales de las víctimas no han sido satisfechas en la ley sobre la Memoria Histórica aprobada en 2007. En ese momento hubiera sido posible impulsar, desde el PSOE, IU, CCOO y UGT, un fuerte movimiento a favor de una ley justa, tal como reclamaban las asociaciones de la memoria histórica. Existía un sentir mayoritario entre la población, el mayor desde la Transición. Pero, en lugar de eso, los dirigentes de la izquierda volvieron a caer en el viejo error de “no provocar a la reacción”. La ley quedó coja y con muchas insuficiencias.[127] Recientemente, ERC, Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya presentaron una resolución para desarrollar la ley de Memoria Histórica, para que se declararan nulas las sentencias judiciales emitidas durante el franquismo, se elaborara un censo de obras realizadas por trabajos forzosos y que el gobierno asumiera la responsabilidad en las labores de localización, exhumación e identificación de las fosas comunes. Sin embargo, los diputados del PSOE no tuvieron empacho en juntar sus votos con los de la derecha (PP, PNV y CiU) para frenar esta propuesta. El giro a la derecha que el gobierno de Zapatero protagoniza en la política económica y social, también se ha concretado en el de la Memoria Histórica.
Sin embargo, la Memoria Histórica sigue estando muy presente en la cabeza de decenas de miles de jóvenes y trabajadores de todo el Estado y cada vez más. Las movilizaciones desatadas a partir del 15 de mayo de 2011 han sacado a la superficie el tremendo descontento que siente la mayoría de la sociedad. Los jóvenes y trabajadores que participaban en asambleas en las plazas de las principales localidades del Estado, que acudían a las manifestaciones convocadas, que se defendían frente a la represión policial están aprendiendo mucho de lo que es realmente el capitalismo.
Este interés creciente por la política, por ser nosotros mismos los actores de nuestro propio destino, un tremendo despertar que aún está en sus primeros compases, ha traído entre otras virtudes, una tremenda solidaridad internacional (ahí está la simpatía hacia la revolución en el mundo árabe, o a la lucha de los trabajadores griegos, franceses, portugueses…), un cuestionamiento creciente del papel de las instituciones burguesas y del Estado burgués y un rechazo manifiesto a la dictadura del capital financiero, a los especuladores, corruptos y explotadores que se enriquecen a costa de la clase obrera. El ascenso de la lucha de clases trae consigo un hilo conductor con la lucha revolucionaria de los años treinta y la de los años setenta.
Hay sed de conocimiento, interés, se busca información y formación sobre aquellos tremendos acontecimientos… se quiere aprender, para no cometer los mismos errores y así poder construir el mejor monumento a todos los que dieron sus vidas en la lucha: arrojar el sistema capitalista y a sus defensores al basurero de la historia y construir una genuina sociedad socialista.
En defensa de la memoria histórica
- Nulidad radical de todos los juicios franquistas por motivaciones políticas, ideológicas y/o sociales.
- Imprescriptibilidad de los delitos del franquismo. Tenemos derecho a saber, a que se haga justicia y a que se repare a las víctimas. Abolición de la ley de amnistía de 1977.
- Publicación y divulgación de todos los documentos diplomáticos, políticos y económicos relacionados con la guerra civil, la dictadura franquista y la transición.
- Expropiación de los capitalistas, terratenientes e instituciones religiosas que se beneficiaron de la arbitrariedad y represión de la dictadura de Franco. Separación absoluta Iglesia/Estado, derogación de los acuerdos con el Vaticano.
- Responsabilidad del gobierno en la localización, exhumación e identificación de las fosas comunes a través de un Plan Estatal urgente organizado y controlado a través de comités conformados por el gobierno, las asociaciones de Memoria Histórica y los sindicatos. Recursos suficientes para acometer estas tareas.
- Retirada inmediata de todos los símbolos del franquismo y donde no sea posible acompañarlos de una explicación de lo que realmente aconteció. Traslado e identificación de los restos enterrados en el Valle de los Caídos
- Reforma educativa elaborada con la participación de sindicatos, asociaciones de padres y organizaciones de estudiantes para garantizar un tratamiento veraz del periodo republicano, la guerra civil, la dictadura franquista y la transición.
- Depuración del aparato del Estado de todos los fascistas. Derechos democráticos plenos en los cuarteles, la guardia civil y la policía.