Misterios de la Segunda Guerra Mundial: ¿por qué los Aliados se negaron a bombardear las cámaras de gas nazis?
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Aunque disponían de la capacidad de destruir Auschwitz y los reclusos estaban de acuerdo, apostaron por su liberación tras el Desembarco de Normandía
Las cifras del terror todavía sorprenden por mucho que se hayan repetido hasta la saciedad. Más de 1,3 millones de inocentes fueron deportados al campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Los historiadores afirman que, de ellos, a un mínimo de 900.000 se les arrebató la vida en las cámaras de gas. Judíos, polacos, gitanos… Cientos de miles de inocentes pasaron por este centro de muerte levantado por los nazis en Polonia y muy pocos pudieron disfrutar de su liberación el 27 de enero de 1945. Desde entonces, todavía existe una pregunta difícil de responder: ¿por qué, durante la Segunda Guerra Mundial, los bombarderos Aliados no lo redujeron a cenizas o atacaron las vías férreas que llevaban a las víctimas hasta el lugar?
Entre los historiadores que han querido dar respuesta a esta disyuntiva destaca el popular Andrew Roberts, uno de los grandes divulgadores de la Segunda Guerra Mundial. En su obra magna, «La tormenta de la guerra» (Siglo XXI de España Editores, 2012), aclara que hubo un debate interno entre los líderes Aliados sobre si debían o no bombardear las cámaras de gas de Auschwitz. A su vez, el británico confirma que, a pesar de lo que se ha extendido, esta posibilidad era plausible a comienzos de 1944. No obstante, la probabilidad de acabar con cientos de reos durante el ataque, así como la cantidad de dinero que debían invertir en ello, hizo que apostaran por esperar a que las tropas liberaran el campo de concentración tras el Desembarco de Normandía.
«Apreciamos plenamente la importancia humanitaria de la operación sugerida. Sin embargo, tras el obligado análisis del problema, se considera que lo más eficaz para aliviar a las víctimas […] es una rápida derrota del Eje», respondió el Departamento de Guerra de los Estados Unidos cuando recibió la propuesta del bombardeo. Para ello, por desgracia, todavía quedaban muchas lunas. Desde el 6 de junio de 1944 (el famoso Día D) hasta finales de enero, los soldados debían recorrer casi 2.000 kilómetros de terreno copado por tropas nazis. Al final, la imposibilidad de avanzar hizo que el campo fuese liberado por la URSS el día 27. Pero, para entonces, el Tercer Reich había obligado ya a cientos de miles de reos a salir de Auschwitz en las llamadas ‘Marchas de la muerte‘ para evitar que pudieran narrar las barbaridades por las que habían tenido que pasar.
Aunque se ha especulado mucho sobre el desconocimiento de los Aliados de la Solución Final (el asesinato sistemático de judíos y otros tantos pueblos en los campos de concentración), la realidad es que, en agosto de 1942, el Departamento de Estado de EE.UU. recibió un informe de Gerhart Riegner (del Congreso Judío Mundial) en el que se explicaba que el Tercer Reich había iniciado la aniquilación de su pueblo en Europa. Ya entonces se negaron a difundir esta información por no estar contrastada. Poco después, el 17 de diciembre, cuando pudieron corroborar que era real, Estados Unidos, Gran Bretaña y otros diez gobiernos más emitieron una declaración conjunta en la que condenaron aquella brutalidad e hicieron responsable de sus consecuencias a Alemania y a Adolf Hitler.
Un par de años después, en abril de 1944, Rudolf Vrba y Alfred Wetzler, dos reos eslovacos de Auschwitz, narraron a la resistencia local las tropelías perpetradas por los nazis contra el pueblo judío después de protagonizar una increíble fuga de aquel infierno. En su amplia obra sobre los campos de concentración, el autor Henryk Świebocki afirma que los informes redactados sobre la base de sus declaraciones fueron enviados (bajo el nombre de «Protocolos de Auschtwitz») a un sin fin de organizaciones como el Congreso Judío Mundial de Ginebra, el Vaticano, el Consejo de Refugiados de Guerra estadounidense y los diferentes gobiernos que participaban en la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces todo cambió y, según se narra en «La guerra total» (Plaza y Janés, 2019), «los medios de comunicación informaron también a muchos alemanes de las atrocidades», pues millones de personas en el país escuchaban la BBC.
Uno de los primeros en conocer los testimonios de los dos presos fugados fue el rabino Michael Weissmandl (quien trabajaba para la resistencia local en la capital eslovaca). Este religioso se esforzó en hacer llegar a los Aliados los protocolos, aunque con una ligera modificación: incluyó una anotación en la que solicitaba, por primera vez, el bombardeo de Auschwitz. Para ser más concretos, reclamó que las fuerzas aéreas destruyeran las cámaras de gas y los hornos crematorios (en sus palabras, reconocibles fácilmente gracias a sus altas chimeneas) aún a costa de acabar con la vida de algunos reos en el proceso. Sabía lo que implicaba, pero también entendía que había que pagar aquel precio para que los miles de deportados húngaros que acababan de llegar al campo no fuesen exterminados.
Solución factible
En su obra, Roberts analiza las posibilidades reales de llevar a cabo estos bombardeos por parte de los Aliados. A nivel logístico afirma que era plausible debido a que, a principios de 1944 (cuando se recibió esta triste petición) la USAAF (la Fuerza Aérea de los Estados Unidos) y la RAF (la Real Fuerza Aérea británica) ya habían determinado abastecer con armas, desde el verano y a través de Italia, «al ejército polaco (Polish Home Army)» para que sus combatientes pudieran llevar a cabo el alzamiento de Varsovia (acaecido poco después, entre el 1 de agosto y 2 de octubre de ese mismo año). En la práctica, sus aviones apenas habrían tenido que desviarse unos 300 kilómetros para destruir las cámaras de gas de Auschwitz.
Por si fuera poco, la distancia era mucho menor en el caso de las vías férreas que transportaban a los reos y las estaciones desde las que partían. Este punto escama especialmente a Roberts debido a que, en sus palabras, a comienzos del verano de 1944 «las líneas de ferrocarril francesas, las estaciones, los depósitos, los desvíos y los puntos de maniobra» eran ya objetivos prioritarios de las fuerzas aéreas para evitar que los germanos pudieran trasportar refuerzos hasta las playas del Norte de Francia tras el Desembarco de Normandía.
Que era factible enviar aeroplanos hasta Auschwitz quedó patente poco después, en agosto de 1944, cuando la Fuerza Aérea de los Estados Unidos bombardeó el complejo industrial de la empresa I. G. Farben (ubicado en Monowitz, a una distancia irrisoria del centro de muerte debido a que buscaba nutrirse de mano de obra esclava) y acabó con la vida de 40 reos judíos y 15 miembros de las temibles SS. «Durante el bombardeo los aviones pudieron fotografiar claramente las instalaciones crematorias de Auschwitz-Birkenau», añade Álvaro Lozano en «La Alemania nazi» (Marcial Pons, 2008). Aquella jornada, en palabras de Roberts, los presos del campo de concentración festejaron el golpe a la esvástica «a pesar de la proporción de casi tres a uno entre oprimidos y opresores».
Por su parte, el historiador británico Michael Burleigh afirma en su obra «Combate moral. Una historia de la Segunda Guerra Mundial» (Taurus, 2011) que los británicos conocían la existencia de las cámaras de gas y los hornos crematorios de primera mano gracias a que sus aviones de reconocimiento contaban con «lentes que aumentaban por cuatro o siete veces» las imágenes captadas en los vuelos de reconocimiento sobre el campo de concentración. En sus palabras, su interés estaba en la fábrica de combustible sintético del complejo I. G. Farbenm por las ventajas que daba a los nazis para mover sus blindados, y no en salvar a los reos.
Los Aliados debaten
Los «Protocolos de Auschwitz» fueron recibidos de forma muy diferente en los distintos países Aliados. En Estados Unidos el Consejo de Refugiados de Guerra estudió, al menos en principio, varias posibilidades para acabar con la presencia nazi en el complejo. Entre ellas se hallaban el bombardear el campo de concentración, el nutrir a los presos de armas por vía aérea o, incluso, el lanzar unidades aerotransportadas (por entonces la 82ª y la 101ª divisiones) sobre el lugar para liberarlo. Este organismo entregó un informe con las conclusiones a las que había llegado entre el 10 y el 15 de julio de 1944. No obstante, el documento en cuestión no alcanzó el estamento militar por considerar todas ellas inviables.
Poco antes, el 26 junio de ese mismo año, las principales organizaciones judías de los Estados Unidos habían insistido en la necesidad de acabar con las cámaras de gas, los hornos crematorios y las siete vías férreas de Auschwitz. La respuesta fue tajante. El Departamento de Guerra explicó que, a pesar de que entendía las penurias a las que estaban sometidos los reos, la realidad era que la misión podía fallar. «Apreciamos plenamente la importancia humanitaria de la operación sugerida. Sin embargo, tras el obligado análisis del problema, se considera que lo más eficaz para aliviar a las víctimas […] es una rápida derrota del Eje», determinó el organismo. Su máxima era que la liberación debería ser realizada por las tropas que habían pisado Francia. En su favor arguyeron que la batalla por Normandía todavía no había terminado (cosa que no ocurrió hasta la caída de Caen, el 9 de julio).
Otro de los detractores contra los que se estrellaron los «Protocolos de Auschwitz» fue el subsecretario de Guerra estadounidense John McCloy, quien se mostró contrario al bombardeo debido a que «solo podía ejecutarse desviando considerable apoyo aéreo, esencial para el éxito de nuestras fuerzas en operaciones, decisivas en otros lugares». Este militar añadió que, aunque fuera factible, «su eficacia sería tan dudosa que no justificaría el uso de nuestros recursos». Sobre el papel los datos le avalaban ya que, en las incursiones realizadas sobre territorio enemigo a partir del 20 de agosto de 1944 desde el sur de Italia, la Fuerza Área había perdido la friolera de 127 Fortalezas Volantes B-17.
McCloy, como bien explica la BBC en su artículo «El protocolo de Auschwitz: el audaz escape que reveló al mundo los horrores del campo de exterminio (y el dilema moral que provocó)», también se escudó en la posibilidad de que la misión fallara y los nazis cargaran, en represalia, contra los presos. «Ha habido una opinión considerable en el sentido de que tal esfuerzo, incluso si fuera posible, podría provocar una acción aún más vengativa por parte de los alemanes», añadió. A todo esto se sumó las altas probabilidades de matar a cientos de reos por la poca precisión con la que los superbombarderos lanzaban sus explosivos.
Los británicos recibieron los informes de una forma diferente. El impulsivo Winston Churchill aceptó de buen grado que la RAF se desviara para hacer llover bombas sobre Auschwitz. Pero, al final, sus consejeros lograron que cambiara de opinión. Una vez más, y siempre según Roberts, las cifras hacían difícil la misión. «El aprovisionamiento del alzamiento de Varsovia por aire había sido costoso para la RAF: en las 22 misiones realizadas en seis semanas, hasta mediados de agosto de 1944, 31 de los 181 aviones no habían podido regresar», explica. Por su parte, el Ministerio de Asuntos Exteriores se negaba a llevar a cabo «misiones que costaran vidas y aviones británicos a cambio de nada». Duras palabras de un organismo que, durante la Segunda Guerra Mundial, tildó a los judíos de «quejumbrosos».
Al final, y como bien se narra en el artículo de la BBC, Auschwitz sí fue bombardeada, aunque por equivocación, el 13 de septiembre del año 1944. Ya entonces, cuando los explosivos cayeron sobre los barracones del campo, los reclusos dieron gracias porque consideraban que los Aliados venían a salvarles. Para ellos, las 2.000 bombas que destrozaron la zona eran sinónimo de libertad. Desconocían que su objetivo era, de nuevo, I. G. Farben. En todo caso, el debate sigue abierto hoy en día.