27 abril, 2024

Napoleón, humillado: la dulce venganza de la Armada española tras la invasión francesa

Cuadro de Carle Vernet que muestra a Napoleón en Chamartín, recibiendo con desdén a los delegados de la Junta de Defensa de Madrid que rinden la ciudad a sus tropas ABC
Cuadro de Carle Vernet que muestra a Napoleón en Chamartín, recibiendo con desdén a los delegados de la Junta de Defensa de Madrid que rinden la ciudad a sus tropas ABC

Después de Trafalgar, y mientras se pergeñaba la invasión gala de nuestro país, los navíos de línea de Su Majestad infligieron la primera derrota al ‘Pequeño Corso’ en tierras patrias

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Que no le engañen, querido lector: la derrota en la batalla de Trafalgar no supuso la debacle absoluta de la Armada de Carlos IV. Los que de verdad sufrieron la victoria británica fueron nuestros, hasta entonces, aliados galos. De los 18 bajeles con los que contaba el gobierno revolucionario, Horatio Nelson se merendó 13 antes de que un disparo acabara con su vida desde la cofa del ‘Redoutable’. Así que, cuando el sustituto del vicealmirante Pierre Charles Silvestre de Villeneuve, François de Rosily-Mesros, arribó a Cádiz para dar carpetazo a su predecesor, se topo con una ‘Armée’ volatilizada. Una flota minúscula que, por si fuera poco, andaba cercada y asfixiada en puerto por la ‘Royal Navy’.

Según explica Guillermo Nicieza Forcelledo en ‘Anclas y bayonetas’ (Edaf), Rosily-Mesros se topó con tan solo cinco de sus grandes bajeles: los navíos de 80 cañones ‘Neptune’ y ‘Algésiras’ y los de 74 ‘Pluton’, ‘Argonaute’ y ‘Héros’. Amén de alguna fragata que otra. Por su parte, nuestra España sumaba seis navíos de línea –el ‘Príncipe de Asturias’, con 112 piezas de artillería; el ‘Terrible’, de 74; el ‘San Justo’, de 74; el ‘Montañés’, de 74; el ‘San Fulgencio’, de 64, y el ‘San Leandro’, también de 64. Y, de reserva, había otros dos desarmados y uno más, el mítico ‘Santa Ana’, carenando. La conclusión de esta extensa lista es que no andaba la rojigualda escasa de unidades; aunque sí necesitaban una reparación antes de volver a salir al mar.

Del amor al odio

A partir de entonces comenzó una intensa guerra fría entre las flotas gala y española; dos naciones unidas sobre el papel, pero entre las que se comenzaba a barruntar cierta animadversión. La situación se recrudeció a nivel político en febrero de 1808, cuando, en palabras de Nicieza, «las relaciones empezaron a tensarse hasta el punto de poderse dar un hipotético cambio de alianzas y una contienda abierta entre ambas». Rosily-Mesros, temeroso, tensó todavía más el cable al ordenar que sus bajeles se intercalaran con los españoles en el puerto. El movimiento era sabio, pues permitía a sus hombres abordar a los rojigualdos si pintaban bastos, pero demostraba también una acuciante falta de confianza.

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Abril no trajo consigo buenas noticias. El 20, Fernando VII, en el trono desde que el pueblo le alzara en el Motín de Aranjuez, partió hacia Bayona para entrevistarse con Napoleón y dirimir el futuro del país. Para entonces, el ejército galo ya había atravesado los Pirineos y se dirigía como una exhalación hacia Madrid, a donde arribó el 2 de mayo. Y no hace falta señalar lo que pasó por entonces… Como resultado, el día a día en Cádiz se hizo insostenible. La tensión entre la población local era tal que el vicealmirante gabacho impidió a sus hombres desembarcar para evitar encontronazos con los ciudadanos. Temía que marineros y oficiales fuesen linchados.

La Armada no se quedó de brazos cruzados. «El gobernador militar de Cádiz, y a su vez capitán general de Andalucía, el teniente general Francisco Solano, requirió al capitán general del departamento y comandante en jefe de las fuerzas navales de Cádiz, el teniente general Juan Moreno de Mondragón, que formara varias divisiones de fuerzas sutiles para patrullar la costa y realizar labores de vigilancia de las actuaciones de los franceses», desvela el experto. También fortificaron las defensas costeras y reforzaron las guarniciones. Se avecinaban tiempos de guerra. Lo que no toleró el mandamás fue entregar armas a las milicias locales, pues estaba convencido de que podría generar el caos en la ciudad.

Aquel caldo de cultivo al rojo vivo terminó por salpicar también a los españoles. El 28 de mayo, el general Eugenio Palafox se personó en Cádiz con una misiva de la Junta Suprema de España e Indias, al frente del país. La orden era clara: atacar a los galos. Pero Solano no estaba convencido. El teniente general adoptó una actitud pasiva, convocó a su Estado Mayor, y estableció que no cabía más que esperar refuerzos, pues no eran suficientes para expulsar a los enemigos de la bahía. Aquello le costó la vida. Cuando la población recibió las noticias, se armó una revuelta que tomó por las bravas la capitanía y acabó con su vida por «afrancesado».

Curiosa petición

Su sustituto ascendió por clamor popular: el capitán general Tomás de Morla. Y llegó con ganas de fiesta. Desde el primer momento, el militar planteó la necesidad de acabar con la escuadra francesa. A su favor sabía que tenía tres fuertes, los navíos de línea que se hallaban en el puerto y varias lanchas –al final fueron 45– que podían ser convertidas en cañoneras. Estas últimas eran vehículos veloces y difíciles de acertar por los pesados buques enemigos. Aquello convenció a los capitanes, como bien explica el autor de ‘Anclas y bayonetas’: «Los oficiales navales españoles se apresuraron a armar toda nave útil que pudieran hallar». Además, embarcaron a 854 hombres, 24 oficiales de marina, 127 soldados de infantería de Marina y el resto de la marinería.

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Preparados los hombres, tan solo quedaba un cabo por atar: la flota inglesa de doce bajeles que bloqueaba el puerto de Cádiz. ¿Qué diantres hacer con ella? Tras dirimirlo con el resto de oficiales, Morla envió un correo al contralmirante Purvis, al mando de la escuadra. Más que ayuda, le pidió que no se involucrara en las operaciones. El miedo a que desembarcara y naciera un segundo Gibraltar estremecía al militar hispano. «Desde el primer momento, Purvis, satisfecho con la propuesta, ofreció participar en la batalla con su escuadra desde la bahía», explica el autor. Morla, sin embargo, rechazó con amabilidad el ofrecimiento. En sus propias palabras, «es algo que deben hacer los españoles». Sí recibió de buena gana la munición y la pólvora que le entregaron.

El vicealmirante galo, Rosily-Mesros ABC

Mayo fue el mes en el que se ultimaron los detalles de la batalla. Morla, del Arma de Artillería, instaló nueve baterías en diferentes puntos estratégicos y ordenó reforzar las ya existentes. Entre ellas, las ubicadas en los fuertes de San Luis y Puntales, aquellos que cerraban el acceso a la bahía. Aunque, tras un estudio más exhaustivo, decidió desmantelar la primera posición y pasar sus cañones al fortín de Matagorda, situado en el Trocadero, una posición más ventajosa. También se dispusieron dos naves para defender la entrada al arsenal de La Carraca, uno de los objetivos prioritarios de los galos. Ya en las aguas, las 45 cañoneras se situaron en vanguardia, y las bombardas, una docena, tras ellas. En retaguardia aguardaban los lanchones con infantería de Marina y de Línea; hombres dispuestos para el abordaje.

Aquello supuso una dura vista para el galo. Rosily-Mesros hizo todo lo posible por retrasar las hostilidades. Hasta escribió cartas desesperadas para que Napoleón le enviase tropas por tierra. Pero no tuvo suerte. Al final, no le quedó más remedio que asumir que habría batalla. «El vicealmirante, encerrado en una ratonera, consideró que solo le quedaba un movimiento táctico factible: atrincherarse hasta forzar una tregua o llegar a un acuerdo. Para ello, ordenó trasladar sus navíos a la Poza de Santa Isabel, una plataforma marítima con una depresión circular de unos 300 metros de diámetro y unos 20 de profundidad, que permitía navegar a los navíos de mayor porte», añade el autor de ‘Anclas y bayonetas’. La posición, en teoría, le liberaba de los cañones de Puntales y Matagorda y bloqueaba la entrada y la salida de la Carraca.

La batalla comenzó el 9 de junio de 1808, después de que la Junta Suprema de España e Indias declarase la guerra de forma oficial a los galos. Morla fue tajante con Rosily-Mesros: si se rendía, no comenzaría el cañoneo. «Ríndase, o soltaré mis fuegos de bombas y balas rasas, que serán rojas si V. E. se obstina», afirmó. Pero el galo se negó a capitular y, a las cuatro de la tarde, arrancó la sinfonía de disparos contra los barcos enemigos. «Durante las siguiente cinco horas de combate se demostró que la posición que había elegido el francés para situar su escuadra era bastante favorable para el intercambio de artillería: 2 cañoneras españolas fueron hundidas y 7 dañadas, con 4 muertos y 5 heridos», añade el experto.

Los pormenores de la batalla pueden leerlos en este reportaje elaborado por Israel Viana para ABC. Basta con decir que los españoles desplegaron todo su ingenio en las jornadas siguientes para doblegar a los revolucionarios. Hasta instalaron baterías falsas en algunos puntos de la bahía para distraer el fuego de artillería. El 14 de junio, superado y humillado, el vicealmirante francés se rindió en la que fue la primera derrota de Napoleón en su invasión. «Quedaron prisioneros 3.676 hombres. Los españoles se hicieron con cinco navíos de línea, 1 fragata, 442 o 456 cañones de entre 24 y 36 libras, […] 1.651 quintales de pólvora, 1.429 mosquetes y 1.069 bayonetas, 50 carabinas, 404 pistolas, 1.096 sables, […] 101.568 balas de mosquete y pertrechos para cerca de cinco meses», señala el autor ‘Anclas y bayonetas’.

Origen: Napoleón, humillado: la dulce venganza de la Armada española tras la invasión francesa

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