Panzerfaust, la pesadilla nazi que aterraba a los tanques aliados en la Segunda Guerra Mundial
Barata y fácil de usar, se convirtió en el arma anticarro más famosa de la contienda; la sufrieron los rusos en la batalla por Berlín, los estadounidenses en Normandía y los británicos en Market Garden
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Aquel día la tensión se había extendido por el organismo del operador de radio Bill Betts como una enfermedad. Aunque se hallaba dentro de un carro de combate Sherman en mitad de Kiel, al norte de Hamburgo, el norteamericano sabía que no estaba a salvo. Tras cada pared podía haber un cañón antitanque escondido y, por tanto, acabar en llamas era cuestión de unos segundos. Sus peores pesadillas se hicieron realidad cuando, al torcer una esquina, se toparon con un miliciano germano. Un vistazo rápido les permitió distinguir entre sus manos la terrible arma que podía hacerlos saltar por los aires. «Había un miembro del Volksstrum armado con un Panzerfaust», desveló en una entrevista tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero aquella jornada la fortuna tocó con sus dedos a los cinco miembros de la tripulación del Sherman. El miliciano, que podía haber acabado, «click» de gatillo mediante, con sus vidas, se quedó congelado. «Lo miré y debía tener unos 55 años. Sus manos temblaban de forma incontrolable. Le apuntamos con nuestra ametralladora y, cuando estábamos a punto de disparar, se rindió». Como no podían dejarlo allí, le invitaron a subir al blindado y lo llevaron al pueblo. «Hablaba bastante bien inglés y me enseño fotos de su esposa y sus dos hijos, que habían muerto en la guerra. Me gustó porque me recordaba a mi padre. Luego supe que le habían disparado».
¿Cómo era posible que un miliciano sin formación militar pudiese causar tal pavor a cinco hombres curtidos en la contienda y protegidos por un carro de combate de entre treinta y cuarenta toneladas? El secreto se llamaba Panzerfaust (o «puño acorazado» por estos lares), un lanzagranadas de infantería barato, desechable y fácil de utilizar que se convirtió en el terror de los tanques aliados en su avance hacia el corazón del Tercer Reich. Basta saber que se produjeron casi siete millones de unidades hasta el final de la Segunda Guerra Mundial para comprender su efectividad. Unas cifras mucho más exageradas que las de su hermano mayor (el Panzerschreck, con casi 300.000) y que las del más desconocido Raketenwerfer 43 (con unos pocos miles).
Nace el Panzerfaust
Para entender el alumbramiento del Panzerfaust hay que retroceder hasta los comienzos de la Segunda Guerra Mundial. Como bien explica David Porter en «Hitler’s Secret Weapons 1933-1945», durante los primeros años las divisiones de infantería alemana contaban con una amplia panoplia de fusiles anticarro para acabar con los vehículos enemigos. Efectivos en su momento, sí, pero también ineficaces según avanzó el conflicto. Así, a partir de 1940, y sobre todo tras el estallido de la Operación Barbarroja (la invasión de por parte del Tercer Reich de una Unión Soviética bien pertrechada de blindados), obligó a la Wehrmacht a idear nuevas formas de acabar con aquellos monstruos acorazados.
La solución llegó en la segunda mitad de la contienda gracias al denominado efecto Munroe. En la práctica (y en lo que al ámbito militar se refiere), la capacidad de un explosivo de concentrar la emisión de su energía hacia un punto concreto. La aplicación del mismo en las granadas anticarro llevó a la creación de los proyectiles de carga hueca, los cuales resultaron letales para el blindaje de los tanques en la Segunda Guerra Mundial. Así lo explica el mismo autor en su obra:
«La parte delantera de carga explosiva de la granada, cohete o proyectil tiene una oquedad en forma de cono y está recubierta por una lámina de cobre u otro metal. Cuando el artefacto impacta en el blanco, la espoleta hace explotar la carga, que aplasta el cono formando un chorro de metal fundido y gases que se proyecta a una velocidad aproximada de unos 10.000 metros por segundo, perforando blindaje o cualquier material duro, como hormigón armado. El resultado son los que hoy conocemos como explosivos antitanque, o HEAT, por sus siglas en inglés, y que empezaron a utilizarse en 1940. Lo que las hizo especialmente adecuadas es que su efecto era independiente de la distancia y de la velocidad».
En principio los explosivos de carga hueca se limitaron a grandas ideadas para lanzarse desde un fusil de infantería. Aquello sirvió como solución provisional, pero la escasa distancia a la que debían ser arrojadas, así como su falta de precisión, las condenó. La siguiente evolución en el ejército alemán se vivió en 1943, cuando se desarrolló un pequeño cohete antitanque HEAT que podía ser proyectado por un lanzador de 8,8 centímetros llamado Raketenwerfer 43. Además de poder perforar blindajes de hasta 200 milímetros, su alcance efectivo (unos 230 milímetros) lo hacía idóneo para destruir blindados.
Pero la Püppchen («muñeca»), como era conocido este curioso lanzacohetes, cayó en desuso cuando los alemanes capturaron en el norte de África los primeros bazucas a los aliados. Los ingenieros nazis aplicaron entonces la máxima de «si no puedes inventar algo, cópialo». El resultado fue la aparición del Panzerschreck primero, y del Panzerfaust después. «El “puño acorazado” era básicamente un cañón sin retroceso desechable muy efectivo usado por la infantería como arma anticarro personal», desvela Porter. En esencia su perfil era el de un cilindro con un disparador y un proyectil HEAT en la punta. Un utensilio barato y sencillo de utilizar, pues apenas había que apuntarlo en dirección al enemigo y apretar el gatillo. Con cuidado, eso sí, de no tener detrás a ningún compañero para evitar que los gases le abrasaran.
Los primeros empezaron a distribuirse en agosto de 1943. Llamados Panzerfaust 30 Klein, disparaban un proyectil de 100 milímetros con la capacidad de perforar 140 milímetros de blindaje a una distancia efectiva de 30 metros (de ahí su nombre). La versión mejorada de este llegó tan solo unos meses después e incrementó su poder de penetración hasta los 200 mm. Las siguientes, sin embargo, se centraron en esencia (aunque no solo) en incrementar la distancia a la que podía ser disparado: Panzerfaust 60 -60 metros-; Panzerfaust 100 -100 metros-, o Panzerfaust 150 -150 metros-. Esta última se ideó para que pudiera recargarse hasta en diez ocasiones, aunque apenas entró en producción.
Recuerdos de pesadilla
Las opiniones de los tanquistas aliados que combatieron en la Segunda Guerra Mundial sobre esta arma también nos permiten entender lo mortífera que era. «Nos desplazábamos hacia el este a través de un área abierta con árboles al norte y al sur, cuando dos de los tanques que comandaba fueron noqueados con gran precisión por sendos Panzerfaust», confirmó el sargento mayor Stanley G. Davis, del 21º Batallón de Tanques, en una entrevista para la obra «The Tigers of Bastogne: Voices of the 10th Armored Division During the Battle of the Bulge». A lo largo de su declaración queda claro que, si algún miembro de la tripulación veía enemigos armados con los «puños acorazados», avisaba con un grito seco al resto para evitar desgracias.
Uno de los comandantes de carro que sufrió en su piel el poder de los Panzerfaust fue el británico Stuart Hills. En sus memorias, publicadas en el año 2002, el oficial dejo escrito que se hallaba junto a otros tres Sherman de los Sherwood Rangers en un pueblo ubicado al norte de Bélgica cuando les informaron de un contraataque alemán. Al caer la noche, la unidad formó para recibir al enemigo. Pero la acción verdadera arribó al alba. Al salir el sol, uno de los carros de combate explotó en llamas. «Cuando te impactaban con uno, la norma era que la suerte dictaba si salías vivo o no». Instantes después le sucedió lo mismo a él…
«Mi mente iba a toda velocidad. Había visto lo que le había pasado al tanque de Jimmy y ahora era probable que me ocurriera lo mismo a mí. Estaba en mi Sherman, pero no podía identificar a ningún objetivo. Dos minutos más tarde saltó una terrible lluvia de chispas cuando nos golpearon. Disparamos la ametralladora Browning en lo que pensamos que era la dirección del disparo y retrocedimos a toda velocidad, aunque con cierta torpeza, hacia la plaza principal. Un trozo de metralla había hecho saltar mi boina. Mi conductor me dijo que había visto a un soldado de infantería alemán disparar su Panzerfaust contra nosotros. Luego vi que había destrozado una de las placas frontales. Si el copiloto hubiera estado sentado ahí, habría muerto o perdido las piernas».
Otros que sufrieron el poder de los Panzerfaust fueron los miembros de las tripulaciones soviéticas. Los carros T-34, que formaban el grueso de las divisiones acorazadas rusas en sus dos versiones (con cañón de 76 y 85 milímetros) cayeron a decenas en las calles de Berlín al ser impactados por estas armas. «No comprendimos cómo esas pandillas de niños y ancianos conseguían detener al Ejército Rojo», afirmó uno de los generales tras la Segunda Guerra Mundial. La respuesta estaba clara: como demuestran decenas de fotografías de aquella defensa, todos ellos tenían al hombro un «puño acorazado» que, como no se cansaba de repetirles Heinrich Himmler, podía acabar con un tanque a cien metros.
«Recibimos órdenes de mantener la escotilla abierta porque, decían, eso daba más posibilidades de sobrevivir, pero nosotros las manteníamos siempre cerradas. Los artilleros armados con Panzerfaust solían apuntar al compartimento del motor. Y si eran capaces de prender fuego al carro de combate, nos gustara o no, debíamos salir al exterior para salvarnos. Los alemanes aprovechaban entonces para ametrallarnos», confirmó, en una entrevista para la plataforma «IRemember», el tanquista Dmitriy Loza, a la postre considerado Héroe de la Unión Soviética. El miembro de la División Azul Miguel Ezquerra corroboró su efectividad en sus memorias, donde llegó a cifrar en decenas los T-34 destruidos por sus hombres mediante los «puños acorazados» que les proporcionaban.
Origen: Panzerfaust, la pesadilla nazi que aterraba a los tanques aliados en la Segunda Guerra Mundial