Pascasio, el sacristán parricida que conmovió a políticos e intelectuales
La maestra de Huecas fue encontrada muerta en 1917 con enormes cortes en el cuello y otras heridas en pecho
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!
En la mañana del 20 de febrero de 1917, Emilio de Ignesón,gobernador civil de Toledo, recibió informes de un gravísimo suceso ocurrido en Huecas. La maestra del pueblo, Agustina FernándezLópez, había sido encontrada muerta en su casa con enormes cortes en el cuello y otras heridas en el pecho. Junto a su cadáver estaba su marido, Pascasio Ruiz Carrasco, tendido en el suelo y maniatado con una soga. Comenzaba así una larga crónica que se prolongó durante meses y cuyo sorprendente final se convirtió en noticia de ámbito nacional.
Agustina, de cuarenta años de edad y natural de León, llevaba solo unos meses viviendo en Huecas, donde entabló relación con Pascasio Ruiz, sacristán del pueblo, once años más joven que ella. Aunque su familia no estaba de acuerdo en que contrajesen matrimonio, no pudo evitar que se casaran. Pronto comenzaron las diferencias entre ambos, trascendiendo las mismas a los vecinos y alumnas de Agustina, quien algunos días en clase no podía contener las lágrimas.
Durante la madrugada de autos, algunos vecinos oyeron gritos de auxilio que procedían de domicilio del sacristán. Cuando llegaron al mismo encontraron todas las puertas abiertas. En las habitaciones los muebles estaban en completo desorden y las ropas esparcidas por el suelo. El cadáver de Agustina yacía sobre un gran charco de sangre. A sus pies, Pascasio con las manos atadas.
En su primera declaración ante el juez y el teniente de la guardia civil Felipe Camuñas, el sacristán dijo que sobre las nueve de la noche, ella se levantó de la cama y fue a la cocina. Desde allí la oyó pedir auxilio. Al encaminarse en su ayuda vio como unos desconocidos la agredían con navajas, asentándole varias puñaladas en el cuello y pecho. Añadió que uno de los agresores le asestó un tremendo golpe que le hizo perder el sentido. Luego le amordazaron y uno de ellos le pedía las llaves de los baúles y cómodas para llevarse los ahorros del matrimonio y otros objetos de valor. Después de marcharse los malhechores, Pascasio, según sus palabras, comenzó a dar gritos pidiendo ayuda.
Inspeccionado el domicilio, se echaron en falta 1.270 pesetas en billetes, unas monedas de plata y un alfiler de corbata. Aunque aparentemente todo indicaba que se trataba de un violento robo, para el teniente y el juez las piezas no encajaban tan fácilmente y sospecharon que Pascasio era el único autor del crimen, mandándolo a la cárcel de Torrijos. Ninguna puerta de la casa estaba forzada, en la cocina había numerosas manchas de sangre, evidencias de una violenta lucha y el cadáver de la maestra presentada fuertes golpes en la base del cráneo, varios cortes realizados por arma blanca, una de ellas seccionándole la yugular, y otras más causadas por un tenedor.
Entre rejas, Pascasio continuó dando versiones contradictorias, pero las pruebas y declaraciones continuaban acumulándose en su contra. Definitivo fue el hallazgo de una badila, como de un dedo de gruesa que, según se describía en las páginas de «El Castellano», estaba «violentamente doblada por el mango y presenta enormes cuajarones de sangre mezclada con pelos de mujer». Era, presumiblemente, el objeto con que golpearon a la maestra. Mientras tanto, la practica totalidad de los vecinos de Huecas acompañaron a los familiares de Agustina en el entierro de su cadáver. Por suscripción popular se costeó una lápida para el sepulcro de la maestra, agradeciéndole con ello los reconocimientos que se había ganado el frente de la escuela municipal.
Tres semanas en prisión, donde se le veía cada vez más pesaroso e intranquilo, bastaron para que Pascasio pidiera la asistencia de un sacerdote. Terminada la confesión solicitó declarar ante el juez e hizo un nuevo relato de lo acontecido. Así, indicó, que tras una discusión trivial, su mujer le quitó una navajilla y quiso agredirle, iniciándose una percusión por la casa. Para defenderse, él le dio tres golpes en la cabeza con la badila. Ella continuó siguiéndole y al no poder alcanzarle comenzó a darse tajos en el cuello. Para impedir que se suicidase, continuaba el relato de Pascasio, él intentó detenerla, pero ella se clavó la navajilla en la nuca y cayó muerta. La nueva versión de los hechos concluía con la invención del robo para intentar ocultar lo realmente ocurrido. Tras esconder las joyas y el dinero en un cajoncillo secreto del armario, el parricida, dijo haberse tomado unas pastillas para intentar suicidarse.
Tan inverosímil declaración no convenció al juez, siendo desmentida por los ochocientos folios que para entonces ya sumaba el sumario, donde se mantenía que Pascasio mató a su mujer en la cocina de la casa, dándole golpes de badila mientras ella estaba sentada y causándole luego, cuando ya estaba en el suelo, heridas con la navaja y un tenedor. Con esas conclusiones, a finales del mes de abril el sumario fue remitido a la Audiencia Provincial de Toledo, personándose al mismo acusaciones particulares ejercidas por la familia de Agustina y el cuerpo de maestros de la provincia.
Con una petición de pena de muerte por el Ministerio fiscal, a finales de octubre comenzó en Toledo el juicio. La expectación era máxima. Cerca de sesenta testigos habían sido citados a declarar. Vestido con traje negro, pañuelo al cuello de igual color y peinado con raya en medio, el reo fue presentado ante el tribunal, siendo preciso que el juez impusiese silencio a campanillazos entre los numerosos asistentes a la vista.
Respondiendo al presidente, fiscal y abogados, Pascasio volvió a cambiar su relato de los hechos. Ahora indicaba que su mujer padecía neurastenia y que la noche de autos le confesó que por dos ocasiones había intentado suicidarse: tomando unas pastillas de sublimado y pegándose un tiro en la sien con una pequeña pistola. «Acogí –dijo- horrorizado estas declaraciones y de mil maneras traté de disuadirla de su doble intento. No pude lograrlo. Ella, esgrimiendo la navajilla de desmigar pan, avanzó sobre mí y yo traté de contenerla con la badila del brasero; no sé dónde la daba». El reo añadió que tras calmarse un poco ella pidió que avisase a un sacerdote y que tras matarse la amortajase con el traje de novia, añadiéndole que la Hermandad de San Marcos, de la que era cofrade, se haría cargo de los gastos del entierro. Ante tal cúmulo lo peticiones, Pascasio dijo que quiso huir de la casa, pero que ella se lo impidió dándole un beso y sugiriendo que fingiesen un robo, que ambos se atarían con la soga del pozo y así, cuando la encontrasen a ella muerta, él podría quedar a salvo de lo ocurrido. Por fin, el acusado, según declaró, pudo salir a casa de una vecina a pedir auxilio pero por miedo a que su mujer se tirase al pozo, pues dijo haber oído sonar el caldero, regresó y se encontró a Agustina tendida en el suelo de la cocina con la navaja clavada en el cuello.
Las declaraciones de los testigos y la sucesión de pruebas periciales revelaron la inverosimilitud de esta nueva versión. Definitivo fue el testimonio de Felipa Bravo Martín, vecina del matrimonio, quien hizo un relato pormenorizado de cuanto escuchó aquella noche desde su casa: gritos angustiados de la maestra, portazos, golpes, llantos, pasos acelerados y unas frases delatoras de la víctima: «¡Perdón, perdóname, Pascasio, si en algo te he ofendido! ¡Para qué haces esto conmigo, madre mía!». Y luego, tras unas horas de silencio, las llamadas de auxilio del propio Pascasio diciendo que les habían robado.
El juicio, que se prolongó durante seis tensas sesiones, concluyó en la madrugada del 28 de octubre. Pasadas las tres y media, Pascasio,custodiado por tres parejas de la guardia civil, escuchaba sin pestañear como era condenado a muerte por un delito de parricidio. También debía indemnizar a la familia de Agustina con la cantidad de 5.000 pesetas. Momentos antes, resignado, se le oyó decir: «¡Toda la vida en la Iglesia, para ir ahora a presidio!».
Una ciudad contra la pena de muerte
En el antiguo convento de los Gilitos, Pascasio esperó durante semanas el trágico momento en que su sentencia, confirmada por el Tribunal Supremo en los primeros días de marzo de 1918, debería cumplirse. Y entonces el caso dio un giro insospechado.
Desde las páginas de «El Castellano» y «El Eco Toledano» se inició una campaña solicitando que se indultase a Pascasio, aún reconociendo la gravedad de su delito, «para evitar que en nuestra hidalga población sea levantado el patíbulo» y se viviera un desgraciado «día de luto para Toledo».«No podemos –se decía en el segundo de estos diarios- de ninguna manera permanecer impasibles ante la suerte que amenaza al infeliz y desdichado reo Pascasio, que acusado del negro delito de parricida, llora en la cárcel esperándola fatídica hora en que sea conducido su cuerpo, lleno de salud y vida, al terrible suplicio del garrote, esa muerte que como todas ellas, pertenece a siglos pasados».
Se esperaba que con motivo de la onomástica de Alfonso XIII o la festividad del Viernes Santo la pena fuese conmutada, pero no fue así. Por ello, el 19 de mayo el alcalde Justo Villareal convocó en el Ayuntamiento a las fuerzas vivas de la capital, acordándose remitir tal petición al Palacio Real, al ministro de Gracia y Justicia y apoyar todo ello con una gran manifestación popular.
Convocados mediante hojas volanderas, al día siguiente miles de toledanos marcharon desde la plaza del Ayuntamiento a la estación ferroviaria, con la Corporación Municipal a la cabeza, acompañando a la delegación oficial que se trasladaba a Madrid para gestionar la petición de indulto. Allí se entrevistaron con Antonio Maura, quien les dijo que cuando el consejo de ministros examinó el asunto, ningún miembro del gabinete se había mostrado partidario de conmutar la pena de Pascasio. Invadida de «enorme pesimismo», la delegación regresó a Toledo. Pero pocos días después el decaimiento se vio reconfortado al saberse que un nutrido grupo de escritores, periodistas, artistas e intelectuales habían suscrito un manifiesto dirigido al rey pidiendo clemencia. La iniciativa había sido alentada por Francisco Gómez Hidalgo, director del diario madrileño «El Día», tras recibir una carta del ex alcalde de Toledo Alfredo Maymó comunicándole la inquietud que se vivía en la ciudad ante la posibilidad de que se materializase la ejecución.
«Dentro de una días –expresaban-, y quizá en el mismo sitio donde se juró algún fuero, o se confirmó con sangre alguna libertad, se levantará el patíbulo para cumplir un fallo de la justicia humana […] Juntos por unánime afán de clemencia, nosotros invocamos a V.M., para que […] otorgue gracia al condenado, atenuando los rigores de la justa ley, cuya sanción sufre, y evitando así un día de trágico recuerdo a esa noble y legendaria ciudad de Toledo, en quien miramos como españoles un claro ejemplo de grandeza de nuestra raza, y como artistas, una venerada reliquia inmortal». Entre los firmantes figuraban Pérez Galdós, Jacinto Benavente, «Colombine», Eduardo Marquina, Ramón Gómez de la Serna, Mariano Benlliure, José Ortega Munilla, Julio Romero de Torres, Torcuato Luca de Tena, Margarita Nelken, Romero de Torres o Julián Besteiro.
Esta intercesión fue decisiva y el 25 de mayo, causalmente aniversario de la entrada de Alfonso VI en Toledo, el consejo de ministros aprobó el indulto. Cuatro días después el rey sancionaba el decreto conmutando la pena capital por la de cadena perpetua. Conocida la noticia, el ayuntamiento toledano hizo público su voto de gracias a cuantos habían contribuido a evitar que en la ciudad se ejecutase una pena de muerte.
En el mes de julio, Pascasio Ruiz fue trasladado desde la cárcel provincial de Toledo al penal de Figueras donde cumplió el resto de su condena. Saldada su deuda con la Justicia, se instaló en Villanueva de la Serena, según recoge Roberto Félix García en su «Historia trágica de Huecas», donde falleció en 1968. Por entonces hacía tiempo que los restos de Agustina habían sido exhumados por su familia y trasladados a Palencia.
Origen: Pascasio, el sacristán parricida que conmovió a políticos e intelectuales