Pauline Bonaparte: abyecta, ninfómana y sublime
Pauline Bonaparte murió en 1825, cuatro años después que el depuesto emperador, un 9 de junio. Tenía 44 años y un cáncer de útero incurable
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Napoleón Bonaparte tuvo tres hermanas: Eliza, Pauline y Caroline, aunque la escritora británica Flora Fraser, hija de la historiadora Antonia Fraser, se ha detenido a conciencia en la segunda de ellas porque es la más exuberante y la más controvertida. Todo puede decirse de Pauline, y lo contrario, también: honesta y traidora, ninfómana y leal, cortesana y distinguida, abyecta y sublime, incestuosa e implacable, dolorosa y ambiciosa, hermosa y fría.
La biografía le dedica un título devocionario, la venus del Imperio, aunque semejante homenaje no distrae los pormenores oscuros y sensacionalistas. Pauline hubiera sido un personaje sin equivalentes ni rivales en los chismorreos de la sociedad contemporánea. Hasta el extremo de que los críticos más refractarios al trabajo de Fraser sostienen que el retrato de la hermanísima del condotiero recuerda a una suerte de Paris Hilton decimonónica. Se trata de una exageración, de una ‘boutade’. Entre otras razones, porque Pauline fue el único familiar del emperador que acudió a visitarlo a Elba y la única de su sangre que intentó sufragarse un viaje para reunirse con él en Santa Elena.
Pauline murió en 1825, cuatro años después que el depuesto emperador, un 9 de junio. Tenía 44 años y un cáncer incurable. Arrastraba reputación de vampiresa y de voluptuosa descarriada, pero sus esponsales con Camilo Borghese, príncipe romano, le consintieron reposar en un nicho de la basílica de Santa María la Mayor. En rigor, las garantías de la posteridad no provienen de la distinción de su tumba, ni de su apasionante biografía ni de los rebotes de su alcurnia. Obedecen a la desinhibición con que se avino a posar desnuda delante del maestro véneto Antonio Canova.
Ambos convinieron que la escultura de mármol debía titularse ‘La Venus’ y que se trataba de un homenaje explícito al canon griego de Praxíteles, pero es Pauline quien aparece recostada en un diván, quien muestra con gracia sus senos desnudos y quien ofrece el ‘perfil’ más venerado de la edad napoleónica.
Maria Paoletta Buonaparte, que así se llamaba originalmente, nació en Ajaccio, Córcega, el 20 de octubre de 1780. 13 años más tarde se trasladó con su familia al continente francés y comenzó a hacerse notar entre los allegados al ya reputado Napoleón. De hecho, era menor de edad cuando sedujo a Junot —secretario de Bonaparte apodado ‘La tempestad’—, cuando mantuvo un efímero idilio con Stanislas Fréron —notable publicista y miembro elegido en la Convención— y cuando su hermano la instó a casarse en junio de 1797 con Charles Victor Emmanuel Leclerc, uno de los mejores generales de la República.
Engendraron el único hijo que se le conoce a Pauline —el débil Dermid— y compartieron una extraordinaria aventura en la expedición a Haití, donde fue menester reprimir la insurrección de Loverture, pionero de la lucha contra la abolición de la esclavitud, y donde a la esposa del oficial francés se le conocieron numerosos escarceos con la soldadesca.
Flora Fraser trata de historiar aquellas aventuras ultramarinas, aunque ya aparecen noveladas en el verbo carnoso de Alejo Carpentier. Fue el escritor cubano quien describe en ‘El reino de este mundo’ (1949) la concupiscencia con el lacayo Solimán. Tales eran los arrebatos y los orgasmos de ambos a la espalda del marido que la pericia del general Leclerc en el campo de batalla aparece relativizada como un despecho cruel y desmedido de la virilidad herida.
No pertenece a la ficción que el general Leclerc contrajera fiebre amarilla. Ni que pereciera en Haití agonizando (1802). Ni que Pauline despojara al cadáver del corazón porque la viuda quería conservarlo en una urna. Ni que aquella muerte la traumatizara, más allá de su historial de adulterios.
Se instaló en París y participó de todos los excesos que le consentían su estatus y su propósito de anestesiarse. Tenía tantas joyas como amantes, le gustaba organizar fiestas y le costaba sobreponerse al ajetreo de las maledicencias. Unas sobrentendían los amores incestuosos con Napoleón. Otras probaban que Pauline contrajo todas las enfermedades venéreas conocidas. Entre excesos y distorsiones, los historiadores sí coinciden en señalar la aversión de Pauline hacia Josefina. Más aún cuando fue constreñida a soportar con sus otras dos hermanas la cola del vestido que la mujer del emperador llevaba el día de la coronación en la basílica de Notre Dame (1804).
Pauline y Josefina
Pauline llamaba a Josefina ‘la vieja’, aunque no compartían demasiado tiempo juntas. Entre otros motivos, porque la hermana de Napoleón se había casado en segundas nupcias con Camillo Borghese, residía mucho tiempo en Italia o gustaba refugiarse en el Trianon de Versalles. Pauline nunca tuvo una buena opinión de la difunta reina. Tampoco fue condescendiente con Napoleón cuando este decidió casarse con María Luisa de Austria. Parecía que le molestaba que otras mujeres pudieran influir en la vida política del emperador.
Las relaciones de los hermanos se enfriaron a raíz de la boda y necesitaron muchos disgustos y más contratiempos históricos para reconstruirse. Pauline se acercó a Napoleón en Elba, vendió muchos de sus diamantes a beneficio del regreso mesiánico, incluso luchó para que los restos del destronado mito francés fueran repatriados a Francia. Le quedaban muy pocos años de vida cuando Napoleón murió, y se avino a compartirlos con el señor Borghese. La relación había sido siempre distante, de conveniencias, aunque el papa León XIII ejerció las presiones necesarias para que Pauline y Camillo vivieran como una pareja decente en Florencia. Todo lo decente que no era la escultura de Canova.
El presidente Macron ha evocado la figura de Napoleón haciendo ejercicios de equilibrismo
Hablar de la ambigua Pauline es un pretexto legítimo para hablar de Napoleón Bonaparte. Porque estamos celebrando el bicentenario de su muerte, aunque la actualidad del tirano demuestra que permanece en un estado de plenitud informativa. El presidente Macron ha evocado su figura haciendo ejercicios de equilibrismo. Porque la corrección política exige abjurar del tirano, del emperador, del propagandista y de quien restauró la esclavitud en las colonias, pero las obligaciones con la historia y la devoción secreta o no tan secreta que le conceden los compatriotas implica que se le reconozca la transformación de Francia en un estado moderno.
Por la incorporación del Código Civil. Por la generalización de la alfabetización. Por la creación del servicio de correos. De la selectividad. Del Consejo de Estado. Y porque Napoleón Bonaparte consolidó la dependencia de la nación de una figura providencial que más bien ha engendrado epígonos frustrados o frustrantes, el último de ellos Sarkozy o acaso el propio Macron en su fallido providencialismo.
Napoleón divide a la sociedad dos siglos después de su muerte. Y lo hace por el oportunismo revisionista con que maltrata la progresía y el fervor identitario con que lo elogia la derechona. Napoleón origina incomodidad. Y pervive en la controversia: o contra la Historia o contra él. Tan cerca y tan lejos de Pauline, convertida ella en estatua de sal con las manos de Canova.