Segunda Guerra Mundial: El pacto secreto con el que Stalin y Hitler quisieron conquistar Europa: la gran vergüenza de la URSS
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!En el Pacto Ribbentrop-Mólotov, firmado el 23 de agosto de 1939, alemanes y soviéticos se repartieron Europa y llegaron a un acuerdo de no agresión
Las relaciones diplomáticas crean en ocasiones extraños compañeros de cama. La historia está llena de enemigos íntimos y acuerdos a contranatura, pero pocos fueron tan llamativos como el Pacto Ribbentrop-Mólotov. Aquel 23 de agosto de 1939 –un día como hoy de hace 80 años– Alemania y la Unión Soviética se prometieron lealtad y el reparto de una serie de territorios en Europa Oriental. Y todo, poco antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial.
El acuerdo se rubricó en Moscú, y adquirió el nombre de los dos ministros firmantes: el alemán Joachim von Ribbentrop y el soviético Viacheslav Mólotov. En aquella reunión celebrada en el Kremlin participó un sonriente Iósif Stalin, que departió amistosamente con el emisario del III Reich. En consecuencia, muchos fascistas europeos –definidos desde hace años enemigos del comunismo ruso– se mostraron contrarios al acuerdo.
En virtud del pacto resultante, que se extendió algo más de un año (unos diecisiete meses), la Unión Soviética envió también cientos de miles de toneladas de material a la Alemania nazi de Adolf Hitler, además de informes meteorológicos para que su fuerza aérea atacase Gran Bretaña. Por si fuera poco, los dos países compartieron avances y tecnología militar. Fueron tiempos en los que, en definitiva, ambos dictadores fueron cogidos de la mano a pesar de lo que, ochenta años después, pretenda afirmar la Rusia de Vladimir Putin.
Juego de tronos
En Europa, por entonces, se vivía un auténtico juego de tronos en el que los protagonistas eran las naciones. En abril de 1939 Adolf Hitler se encontraba en el cénit de su poder. Había conseguido que la comunidad internacional le cediera, mediante el «Acuerdo de Múnich» los Sudetes ante el miedo a una nueva contienda. En la práctica sabía que la potencia de naciones como Gran Bretaña y Francia empezaba a desvanecerse. El mismo Neville Chamberlain (primer ministro británico) había solicitado al Führer una declaración de amistad y el compromiso de que «no entrarían nunca en guerra». El líder nazi se veía, en definitiva, por encima del bien y del mal.
Así lo dejó claro en una misiva enviada poco antes del verano:
«Yo he superado el caos en Alemania, restaurado el orden, incrementado de forma generalizada la producción en todos los sectores de nuestra economía nacional […] No sólo he unido políticamente al pueblo alemán, sino que, desde el punto de vista militar, también lo he rearmado. […] He devuelto al Reich las provincias que nos fueron robadas en 1919. He conducido de nuevo a su patria a los millones de alemanes profundamente desdichados que nos habían sido arrancados. He logrado todo esto por mis propios medios, como alguien que hace veinte años era un trabajador desconocido y un soldado de su pueblo».
Con la comunidad internacional sentada sobre sus manos, las regiones más pequeñas empezaron a sentirse desprotegidas ante Alemania. Tenían razón. Sabedor de que sus enemigos apostaban por la política del «apaciguamiento», Hitler se hizo con Lituania y exigió a Polonia la devolución de los territorios que, según afirmaba, pertenecían históricamente al Imperio germano. Tal y como afirma Álvaro Lozano en su magna «La Alemania nazi», cuando recibió la negativa dio luz verde para su invasión. Los polacos sabían que también estaban en el punto de mira de la URSS, pero se negaron a firmar un pacto con Stalin. «Con los alemanes arriesgamos nuestra libertad, con los rusos, nuestra alma».
En este rio revuelto, los ingleses intentaron hacer su particular pesca. Si Alemania no había aceptado un acuerdo, era posible que la URSS sí. Chamberlain, desesperado, envió una comitiva hasta el país para pergeñar un tratado que impidiera que un Stalin ávido de expandirse moviera ficha si los germanos asaltaban a su enemigo. Pero no sirvió de nada.
En todo caso, los ingleses se marcharon convencidos de que, por mucho que Hitler y el Camarada Supremo ansiaran extender sus tentáculos, jamás se aliarían. Cometieron un gran error. A pesar de que el Führer odiaba profundamente el comunismo y su par era antifascista, ambos decidieron darse la mano en su propio beneficio: arremeter contra territorio enemigo.
Así fue como, el 23 de agosto de 1939, ambos países firmaron el pacto Ribbentrop-Mólotov; un tratado con el que se dividieron Europa en dos de influencia. Y todo ello, a pesar de que habían sido enemigos durante la Guerra Civil española. «Hitler se encontraba enfrentado así al país que más admiraba: Gran Bretaña, y se había convertido en el aliado del Estado que más odiaba: la Unión Soviética», añade Lozano en su obra. A pesar de todo, lo cierto es que, por entonces, parece que al líder que más respetaba era al soviético. «Este Stalin es brutal, pero uno debe admitir que se trata de un individuo extraordinario», afirmó en una ocasión.
Cláusulas secretas
De puertas para adentro, Alemania y la URSS establecieron una serie de «áreas de influencia». Un reparto futuro de Europa Oriental que empezaría por Polonia, a la que invadieron solo unos días después. Una vez terminada la guerra las cláusulas secretas fueron descubiertas por el ejército británico, que las puso en conocimiento de la opinión pública.
Aun siendo una de las vencedoras del conflicto, la Unión Soviética negó durante décadas la existencia de dichas cláusulas. No fue hasta agosto de 1989 –cincuenta años después de la firma del acuerdo– cuando el gobierno soviético presidido por Gorbachov reconoció que esos artículos ocultos planificaban el «reparto» nazi-soviético de Europa Oriental.
El pacto de no agresión contaba con siete cláusulas públicas y cuatro secretas que se conocieron años más tarde. De puertas para afuera, Alemania y Rusia establecían en su artículo IV que «ninguna de las dos participarán en agrupaciones de potencias que de alguna forma estén dirigidas directa o indirectamente contra la otra parte».
Según el artículo VI, el acuerdo expiraba «en un período de diez años, con la previsión de que, en cuanto alguna de las Altas Partes Contratantes no lo denuncie un año antes a la expiración de ese período, la validez del tratado será extendido por otros cinco años». Se prometieron una década de lealtad que saltó por los aires en apenas año y medio con el comienzo –en junio de 1941– de la Operación Barbarroja. No obstante, estaban avisados: Hitler ya mencionó en «Mein Kampf» su deseo de expandir el Reich por la Unión Soviética.
Ayuda mútua
Pero el pacto no se imitó únicamente a repartirse Europa en dos áreas. Por si esto fuese poco, la Unión Soviética no dudó en suminstrar a la Alemania nazi 865.000 toneladas de petróleo, casi 650.000 de madera, 14.000 de magnesio y un millón y medio de grano y otras materias primas básicas. «Además los soviéticos compraron en los mercados mundiales materiales necesarios para Alemania, incluyendo 54.400 toneladas de caucho», desvela Lozano en su obra.
Y eso solo a nivel económica. En el ámbito militar, mientras el tratado estuvo en vigor Stalin cedió varias bases navales a Adolf Hitler, le envió informes meteorológicos para favorecer los ataques de la fuerza aérea germana (la «Luftwaffe») y permitió el intercambio de tecnología para la mejora mútua.
Cara a cara
Los ministros de Asuntos Exteriores que dieron nombre al pacto de no agresión tuvieron a partir de entonces trayectorias muy distintas. El diplomático ruso Viacheslav Mólotov permaneció como Vicepresidente del Consejo de Ministros de la URSS hasta el año 1957, cuando Nikita Jrushchov decidió prescindir de él. Se retiró de forma definitiva en 1961 y falleció en 1986, a la edad de 96 años.
Peor suerte corrió el ministro de Asuntos Exteriores alemán Joachim von Ribbentrop, al que después del conflicto acusaron de crímenes de guerra y genocidio. Las potencias vencedoras demostraron que había jugado un papel principal en la deportación de los judíos. Su trabajo consitió en persuadir a países limítrofes (satélites) para que asumieran esa población que después iba a ser exterminada. Por ello decidieron condenarlo a la horca, donde murió el 16 de octubre de 1946.