Submarinos Nacionales: los guerreros secretos de Franco que aterraban a la II República
Los sumergibles «General Mola» y «General Sanjurjo», adquiridos a la marina italiana, ayudaron a los alzados a constreñir el potencial de la marina gubernamental durante la Guerra Civil
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Se ha repetido hasta la saciedad que nuestra Guerra Civil fue un ensayo -más o menos eficaz, según el bando- de la contienda que inició Adolf Hitler en 1939. Por tierra, los Panzer y los blindados soviéticos hicieron rodar sus orugas desde Brunete hasta los campos del Jarama. Por aire sucedió otro tanto con aviones como los Polikarpov rusos y los Stuka germanos; piezas esenciales de la contienda que se avecinaba en el corazón de la vieja Europa. Esas dos patas del banco son bien conocidas. Sin embargo, se ha obviado que nuestro país fue también un campo de pruebas en lo que a lucha submarina se refiere.
Aunque es cierto que esta ya se había desarrollado en la Primera Guerra Mundial
gracias a oficiales de la talla de Karl Dönitz (decano en el arte de sembrar el terror desde lo profundo de las aguas), la realidad es que terminó de perfilarse por estos lares. A partir del 18 de julio de 1936, por los límites de la Península rondaron desde los míticos U-Boot alemanes, hasta los «pesciolini» (pececillos, si me permiten el símil) del capitán de navío Giovanni Remmeddio, jefe de la Misión Naval Italiana durante el triste enfrentamiento fraticida. Todos ellos, ansiosos de que sus tripulaciones adquiriesen esa experiencia de campo (o de mar) tan necesaria a la postre para plantar cara a los aliados.
Pensar, sin embargo, que la guerra submarina fue protagonizada de forma exclusiva por los aliados del autodenominado bando Nacional es un error. A nivel patrio, la Segunda República contaba al inicio de la Guerra Civil con una docena de sumergibles (seis de ellos, los de la Clase C, bastante solventes) que se mantuvieron leales al gobierno tras el levantamiento militar. El bando franquista, por su parte, no quiso quedarse atrás y se hizo con dos sumergibles italianos (rebautizados como «General Mola» y «General Sanjurjo») que, aunque han pasado de puntillas por las páginas de la historia, consiguieron los objetivos planteados por sus mandos durante la contienda: hundir mercantes enemigos, dificultar el transporte de tropas por mar y, en definitiva, generar el terror.
Y es que, aunque las películas nos han hecho creer (por enésima vez, de forma errónea) que la esencia de la guerra submarina a comienzos del siglo XX consistía en destruir al sumergible contrario, la verdad no puede estar más alejada de la realidad. Así lo afirma Gonzalo Wandosell Fernández de Bobadilla (descendiente y estudioso de Rafael Fernández de Bobadilla, capitán del «General Mola») en su dossier «La historia de la llegada del submarino “General Mola”»: «Es un arma perfecta para lograr el dominio del mar, que consiste en controlar las comunicaciones marítimas, encerrar al adversario en sus puertos […] y en proteger, al mismo tiempo, las rutas comerciales y las estructuras marítimas propias. […] Su gran ventaja es el temor a su aparición».
Adquisición
La adquisición de estas naves por el bando Nacional ha sido explicada de forma pormenorizada por Dionisio García Flórez (experto en el mundo naval) en su documentada obra «Buques de la Guerra Civil española. Submarinos». En la misma especifica que, cuando supieron que ningún sumergible se unía a sus filas, «se hizo necesario conseguirlos por cualquier medio». Con todo, desde el principio tuvieron el apoyo de los «Legionarios», submarinos italianos que, con tripulación del mencionado país (y agregados españoles que buscaban conocer sus pormenores) combatieron del lado franquista.
«Aunque personal naval español estaba presente en muchos de los submarinos denominados “legionarios”, el gobierno de Francisco Franco deseaba tener alguno de estos buques en propiedad», explica García Flórez. En sus palabras, fue el 29 de abril de 1937 (nueve meses después del comienzo de las hostilidades) cuando la Marina Nacional consiguió que sus aliados italianos le hicieran entrega de dos sumergibles. Los alzados, a los que en principio se exigió una cantidad desorbitada de dinero, consiguieron reducir al final el coste en 34 millones de liras. Una suma alta para la época, pero necesaria para cumplir sus deseos.
El resultado fue la llegada a la isla balear de Cabrera, bajo estricto secreto (pues su adquisición a Italia violaba todos los tratados impuestos tras la Primera Guerra Mundial), de dos submarinos de la clase «Archimede». Prototipos de la marina italiana, estas naves destacaban porque estaban diseñados para permanecer en alta mar durante un largo periodo de tiempo y porque contaban con un armamento envidiable para la época (y que superaba a los de la Segunda República). «Tenía ocho tubos lanzatorpedos de 533 mm, situados cuatro a proa y cuatro a popa. La artillería la formaban dos cañones de 100/47 mm. situados a proa, más cuatro antiaéreos de 13,2 mm. a popa de la vela», añade García Flórez.
Los submarinos de clase C (los más modernos de la Segunda República) contaban, en cambio, con seis tubos lanzatorpedos (dos menos que los «Archimede») y solo montaban un cañón Vickers de 76/45 mm. para el ataque en superficie y la defensa antiaérea; un arma imprecisa y farragosa para las dotaciones que debían hacerlos funcionar. En la práctica, y a pesar de que sus características generales eran similares, esto convertía a los sumergibles adquiridos por los Nacionales en unas naves envidiables y les daba una ventaja considerable frente a sus enemigos. A su vez, los italianos se comprometieron a mantener un pequeño grupo de retén en el interior de las naves para solventar los problemas que surgieran durante los primeros meses del conflicto y entrenar a los marineros españoles.
Guerreros invisibles
Tras la llegada de las nuevas joyas de la marina Nacional, Franco decidió rebautizar a los sumergibles, llamados «Archimede» y «Torricelli» por los italianos, como «General Mola» y «General Sanjurjo». De esta forma, rindió su particular homenaje a estos dos oficiales fallecidos en sendos accidentes de avión antes de poder hacerse con las riendas del bando Nacional. Una vez que las tripulaciones se adentraron en sus tripas, los dos bajeles se dirigieron al puerto de Sóller, en Mallorca, situado en una bahía discreta de boca estrecha y mucho fondo ideal para su amarre. A los mandos del primero se puso Rafael Fernández de Bobadilla, con más de dos décadas de servicio a sus espaldas, y al frente de su gemelo, al también veterano capitán de corbeta Pablo Suanzes.
El «General Mola» (escondido en principio tras el nombre de un submarino republicano desaparecido para mantener su llegada en secreto) tuvo una actuación más que reseñable durante toda la Guerra Civil. El 29 de mayo de 1937 atacó, por primera vez, a un mercante republicano y lo hundió después de obligar a su tripulación a abandonarlo. Esa fue su máxima durante todo el enfrentamiento. «La flota republicana se inclinó por el ataque a los buques de guerra, mientras que la Nacional, en coordinación con la Regia Marina y la flota alemana, se concentraron, con más éxito, en el ataque al tráfico mercante que suministraba a la República», explica Wandosell en su completo dossier.
En los meses siguientes, el «General Mola» consiguió acabar con un total de cuatro buques enemigos y dañar de forma severa a otro más, cifra que ninguno de sus pares pudo igualar durante la Guerra Civil. Quizá el más destacado fue el ataque al mercante «Cabo de Palos» el 25 de junio de 1937. Aquella jornada, el Bobadilla le largó un torpedo a 700 metros para evitar que la carga que portaba llegara a manos de la Segunda República. A su vez, el capitán también participó en múltiples (y peligrosas) misiones de patrulla. «En muchas pasaron un mal rato al maniobrar entre campos de minas, o al aguantar varias horas, frente a Barcelona, el ataque con cargas de profundidad de dos destructores republicanos, que, por suerte, cayeron demasiado lejo», añade Wandosell en su dossier.
Las andanzas del «General Sanjurjo» fueron más impactantes si cabe. Después de pasar un mes de entrenamiento en mar abierto y participar en un crucero de patrulla hasta Sicilia, el capitán dirigió las hélices de su navío hacia la batalla. En palabras de García Flórez, el 30 de abril el buque colaboró en su primera acción de guerra. Aquella aciaga jornada, sus torpedos acabaron con la motonave «Ciudad de Barcelona», un navío de gran porte utilizado para transportar a las Brigadas Internacionales hasta la Península desde la URSS. El éxito fue innegable, pero fue también una tragedia humana, pues se llevó la vida de dos centenares de personas. A partir de entonces se dedicó a acosar el tráfico mercante republicano a golpe de torpedo y cañones de superficie.
Poco después, el «General Sanjurjo» volvió a protagonizar una nueva situación de tensión al hundir el «Endymion», un buque de bandera británica, por error. «A consecuencia de este hundimiento, Italia retiraría los submarinos “legionarios”, y, con el tiempo, el ataque a este buque le costaría el puesto al capitán de corbeta Suanzes», añade el experto español en su obra. Hasta el final de la contienda, y bajo la dirección de diferentes capitanes, el sumergible participó en todo tipo de misiones tanto militares (el 20 de marzo tuvo que huir de una flota republicana que le atacó con cargas de profundidad, por ejemplo) como de entorpecimiento del tráfico marítimo gubernamental. Su labor, como la de su gemelo, fue básica para que ralentizar la ayuda internacional.
Origen: Submarinos Nacionales: los guerreros secretos de Franco que aterraban a la II República