Suicidios y raros accidentes: las horribles muertes que forjaron la leyenda de la maldición de Tutankamón
Una serie de catastróficas desdichas, mezcladas con las exageraciones de la prensa, la literatura y el cine, ayudaron a extender la idea de la venganza del Faraón
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Todo comenzó con una frase: «La muerte golpeará con sus alas a aquel que turne el reposo del Faraón». En realidad no tenían nada de extraño. Aquel 4 de noviembre de 1922, Howard Carter acababa de hallar una tumba, y los egipcios eran proclives a valerse de este tipo de amenazas. Sin embargo, a un siglo después del revelar uno de los misterios mejor guardados, el lugar de descanso eterno de Tutankamón, la leyenda urbana todavía cuenta que una cruel maldición persiguió a todos aquellos que participaron, de una u otra forma, en aquel evento. La realidad es que todo se debió a un cóctel provocado por una serie de catastróficas desdichas y parte de microbiología.
Cuenta Antonio Berlanga en ‘Incursión a lo desconocido’ que la primera víctima de aquella expedición a lo desconocido fue un canario que pertenecía al propio Carter. Una cobra entró en la casa del arqueólogo y devoró al animalillo. Los campesinos ataron cabos e insistieron en que el reptil había sido enviado por el mismo Tutankamón. Solo era el comienzo.
El siguiente en la lista fue Lord Carnarvon. El conde, que financió el hallazgo, viajó hacia Asuán el 28 de febrero de 1923, once jornadas después de que fuera abierta de manera oficial la cámara sepulcral. En Tebas le picó un mosquito. Rápidamente le aplicaron yodo, pero le subió la fiebre y alcanzó una temperatura de 38,3 grados. Su hija Evelyn decidió trasladarlo a El Cairo el 14 de marzo. La dolencia derivó en erisipel, la infección de la piel, prosiguió en una septicemia y culminó en una pulmonía demoledora. La leyenda cuenta que la madrugada en que murió también lo hizo su perra terrier, tras dar un respingo y un aullido.
Y a partir de aquí, la lista se engrosa. Aubrey Herbert, hermano de Carnavon, murió de forma inexplicable el 26 de septiembre de 1923 tras ser operado. Ese mismo año, una pulmonía acabó con George Jay Gould tras entrar en el sepulcro. En 1926 le llegó el turno a Georges Bendi; el egiptólogo se cayó por las escaleras mientras visitaba la tumba. Arthur Mace, el hombre que dio el último golpe al muro que protegía la cámara, falleció en 1928 de una pleuresía. Sir Douglas Reid terminó también bajo tierra dos meses después de haberle realizado una fotografía a la momia. Y el secretario de Carter, de un ataque al corazón.
Richard Bethell (suicidio), Lord Westbury (que se arrojó por la ventana de su habitación)… La tradición nos dice que, en 1929, 16 personas relacionadas de una u otra forma con la tumba de Tutankamón habían muerto. No parece extraño, por lo tanto, que la prensa empezara a hablar de una maldición. Para colmo, dos semanas antes de la desaparición de Carnarvon, la novelista gótica Marie Corelli envió una carta a ‘The New York Times’ en la que aseguraba que poseía un antiguo texto en árabe que vaticinaba aquella locura: «Sobre los intrusos en una tumba sellada cae el castigo más horrible. La muerte llega volando hasta quien entra en la tumba de un faraón».
Sir Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, agitó y atizó el fuego de la maldición el día que moría Carnarvon. Le concedió absoluto crédito a la sobrecogedora inscripción que cobijaba la tumba y dijo que no fueron almas ni espíritus, sino «elementos creados por los sacerdotes de Tutankamón para guardar la tumba» los sumos responsables de la muerte de Carnarvon. Al ser descubierta la tumba, uno de los ‘fellah’ (obreros nativos) espetó: «¡Estos hombres encontrarán oro… y muerte!».
Se contabilizaron hasta 30 (otras versiones hablan de 80) muertes de seres que tuvieron alguna relación con el desenterramiento de Tutankamón. Nicholas Reeves, uno de los grandes especialistas mundiales en egiptología, analiza en su espléndido libro ‘Todo Tutankamón’ (Destino) las desgracias de la expedición a nivel humano, además de una serie de catastróficas desdichas. Un ejemplo: en 1939, la Radio de El Cairo quiso celebrar el Año Nuevo musulmán con las trompetas encontradas en la tumba. El camión que las transportaba cayó por un barranco y su chófer murió. Una vez en la emisora, el músico que se disponía a tocar la trompeta real ante los micrófonos falleció repentinamente de un ataque al corazón.
Pero una estadística del egiptólogo norteamericano Herbert E. Winlock, en 1934, echaba por tierra la maldición. La conclusión era que, de las 26 personas que presenciaron la apertura de la tumba, seis habían muerto una década más tarde. De las 22 que habían sido testigos de la apertura del sarcófago, sólo dos habían muerto. De las diez que habían estado presentes en el descubrimiento de la momia, ninguna había sido víctima de la maldición (aunque hay quien sostiene que Evelyn White, que colaboró en el descubrimiento de la momia, acabó ahorcándose).
El cine y la televisión continuaron engordando la leyenda hasta que en 1975 un médico irlandés aseguró que había dado con el bálsamo de fierabrás de la leyenda: Carnarvon, Mace y Benedite murieron por una infección causada por «¡excrementos de murciélago!».