Testigos del horror de Katyn, el bestial crimen que Stalin achacó a los nazis – Archivo ABC
En 1943 los alemanes dieron a conocer el hallazgo de las fosas con miles de oficiales polacos asesinados
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Un testigo presencial de la matanza de Katyn compareció ante la comisión parlamentaria que investigó en 1952 en Washington el espeluznante crimen descubierto a veinte kilómetros de la ciudad rusa de Smolensko. Era un polaco que, aunque residía por aquel entonces en Estados Unidos, se presentó a declarar con la cara cubierta porque temía ser víctima de represalias soviéticas. Enmascarado para no revelar su identidad, el testigo manifestó que escapó de un campo de concentración comunista junto con un sacerdote y otro prisionero. Fueron al bosque de Katyn para comprobar si eran ciertos los rumores que circulaban entre los prisioneros polacos y allí, escondidos tras un árbol, presenciaron el terrible espectáculo. En aquella tarde los rusos asesinaron a doscientos
oficiales polacos. «De dos en dos eran llevados al borde de una gran fosa, donde se les obligaba a abrir la boca que se les taponaba con serrín, disparándoseles seguidamente un tiro en la nuca», relató.
Cuando los alemanes dieron a conocer el hallazgo de las fosas en 1943 señalaron a los rusos, pero la URSS rechazó estas acusaciones y afirmó que había sido obra de la Alemania nazi. Los aliados occidentales no quisieron enfrentarse a Stalin en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial y dejaron estar el asunto, a pesar de las denuncias del general Sikorski, jefe del Gobierno polaco en el exilio. Años después, el Parlamento de los Estados Unidos decidió establecer la verdad. Todos los testigos de aquella investigación culparon a la URSS de aquella horrible matanza, aunque hasta 1990 los soviéticos no admitieron públicamente su responsabilidad. En 1940, la temible policía política de Stalin, la NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos del Interior), germen del KGB, había dado muerte a más de 20.000 oficiales polacos en el bosque de Katyn.
Tras el pacto secreto que firmaron Hitler y Stalin para repartirse Europa, las tropas soviéticas invadieron la parte oriental de Polonia en septiembre de 1939 y se apoderaron casi sin resistencia de más de cien mil prisioneros. «La suerte de éstos inquietaba constantemente a los polacos y también al Gobierno de Sikorski, refugiado en Londres, pero Moscú se negó siempre a dar explicaciones acerca de su paradero. Ahora se comprende la razón de tan cruel silencio», escribió ABC el 15 de abril de 1943 tras el descubrimiento de miles de oficiales polacos en las fosas de Katyn.
El periódico envió al periodista Mario Luna a que comprobara con sus propios ojos aquel horror. «Incesantemente trabajan los alemanes para desenterrar más y más cuerpos de esta cantera inagotable de la muerte», escribió. Muchos de los cadáveres habían sido identificados gracias a los documentos, medallas, cartas y cuadernos que portaban. «Muchos de los fusilados -relató Luna- llevaban un diario de su cautiverio, diarios que están comenzando a ser traducidos. En ellos se demuestra, definitivamente, la ignorancia que sobre su suerte tenían los prisioneros. Hay en estas páginas nostalgia, humor, pronósticos sobre la guerra, conclusiones más o menos filosóficas sobre el porvenir del mundo, pero sólo en uno de estos cuadernos se encuentra el presentimiento de la suerte común. En la guerrera de uno de los primeramente desenterrados, o sea uno de los últimos en morir, se encuentran frases donde el autor declara estar inquieto por la suerte corrida por los compañeros que sacaron en noches anteriores».
El enviado especial a Katyn especulaba con la posibilidad de que una indiscreción de alguno de los guardianes del campo de concentración hiciera pensar al oficial que les esperaba un final irremediable, «pero esta duda no debió comunicársela a sus camaradas porque de lo contrario es increíble que no hubieran opuesto alguna resistencia. El cadáver del oficial en cuestión está maniatado singularmente, lo que demuestra que fue el único en intentar una rebelión. Los demás marchaban unidos a la misma cuerda».
El testimonio de Giménez Caballero
El Gobierno de Franco envió al escritor y diplomático español Ernesto Giménez Caballero para dar fe del horrendo crimen bolchevique. «A más de un kilómetro de la fosa donde están exhumándose los polacos asesinados la atmósfera había comenzado a cargarse de una pesadez hedionda», relató antes de confesar que tuvo que hacer «un esfuerzo desesperadamente viril para no retroceder».
«No era el espectáculo -lo que me echaba atrás- de aquel cráter humano, donde lo humano había vuelto a ser humus, tierra, fiemo. Sino que aquella tierra, aquel humus, humeaba con tal fetidez que esa fetidez era casi visible, tangible, pastosa, sapida. Se mascaba el hedor. Para mí Rusia quedará ya para siempre impregnada de ese gigantesco olor cadaverino. Un olor que se me entró hasta el alma. ¡Pobre Polonia! El auténtico «finis» Polonia, aquel cráter humano».
Giménez Caballero continuó contando que se le hizo recorrer aquel inmenso matadero y «contemplar los estratos de cadáveres -hasta catorce- unos sobre otros aplastados en una hoya redonda y basta como una plaza de toros». Llevaban cerca de 3.000 cuerpos desenterrados.
La orden de ejecutar a 14.700 oficiales y otros 11.000 ciudadanos polacos fue firmada por Josef Stalin en marzo de 1940. «Desde la estación de Gniedowa fueron trayendo a los oficiales prisioneros hasta aquí, en camiones. El clásico «paseo»-narró el escritor-. Tal vez pensarían estos oficiales ir a un campo de concentración. ¡Y qué concentración! Mirarían como yo ahora miro la libertad de los pinos en sus copas, escondiendo al cielo y al aire de primavera donde augurales volarían cornejas. Pero pronto sus ojos se bajarían como ahora los míos aterrados a la cárcava silícea, donde -como en una trampa para fieras- fueran cayendo las expediciones precedentes. Una caza de «checa», las ametralladoras en torno. Y las filas de prisioneros, una tras otra, cercadas al borde de la fosa, cavada previamente por los primeros caídos».
«Si alguno se resistía, bayonetazos en el costazo. De pronto, el «genickschuss«, el tiro en la nuca. Y de cabeza rodando medio vivos, queriéndose agarrar a la arena, a las botas altas de los otros muertos. Detrás, las carcajadas de la G.P.U. Más tiros. La mayoría de estos cadáveres tienen el rostro desencajado de espanto, con muestras de sufrimiento inenarrables, y muchos se conservan enteros, pelado el cráneo, rotos algunos dientes, la carne fibrosa, el ojo cristalizado, las manos engarfiadas. Y los uniformes de plomo y barro, como escayola pintada», describió con crudeza.
Giménez Caballero escuchó el relato del campesino viejo de Caftan que ya había contado antes a las autoridades alemanas de cómo escondido por el bosque, oyendo los alaridos y disparos, fue acercándose agazapado hasta contemplar la histórica carnicería. Pero él creía que fue ese olor de miles de cadáveres lo que atrajo la atención del mundo sobre estas fosas de Katyn.
El escritor vio cómo el doctor Buhtz, imperturbable en su misión de reconocer muerto tras muerto, los hacía llevar en parihuelas hasta una mesa de autopsia improvisada al borde de la fosa. Allí examinaba minuciosamente sus heridas y se vaciaban sus bolsillos para identificarlos.
«Lo que es la vida. Allí donde tras dos años de enterramiento parecía haber desaparecido toda vida: había vida aún. Aparecían fotografías, carnets, botones, medallas, condecoraciones, peines, dinero, gafas, cosas intactas, vivas. Vivas como mariposas. Cartas y periódicos. Como mariposas de una resurrección primaveral». Giménez Caballero cogió unas fotos de unos restos. «Son las de un capitán paseando con una mujer rubia, preciosa, y dos niñas, por un parque de Varsovia. Alegres, entrañables: el padre, la mujer, las hijas. Luego otra «foto» en traje de baño sobre una playa del Báltico. ¿Dónde estarán ahora esas niñas y aquella mujer? ¡Qué tipo el de él, fuerte, elegante, afirmativo!»
Le mostraron constantemente «documentos y más documentos. Nombres y más nombres. El del general de brigada Smorawinsky, de Dublín. El del mayor Valeriano Orlowski. El del teniente José Szyfter. El del capitán Pedro Ilkowski. Cuentas de hotel, billetes de teatro, carteras de piel, medallas con la Virgen… ¡Pobre Polonia!».
Un informe del KGB a Kruschev en 1956 contenía «datos incompletos» de 21.857 presos ejecutados en Katyn. La lista incluía un príncipe, un almirante, dos generales y 24 coroneles; 79 tenientes coroneles, 259 comandantes, 654 capitanes, 17 capitanes de navío, 3.420 suboficiales, 200 pilotos y 7 capellanes: la mitad de la oficialidad. Entre las víctimas figuraban además 20 catedráticos, 300 médicos, cientos de ingenieros, abogados y profesores, más de cien escritores y periodistas, 3 terranientes, 43 altos funcionarios. El 99% de los prisioneros restantes terminaron ante el paredón. Solo se salvaron 395. La masacre de Katyn es aún hoy, la mayor herida abierta entre Polonia y Rusia.
Origen: Testigos del horror de Katyn, el bestial crimen que Stalin achacó a los nazis – Archivo ABC