19 marzo, 2024

Cinco inquisidores españoles que se alejan del tópico del villano malvado y sediento de sangre

Un auto de fe, según el pintor Pedro Berruguete. ABC
Un auto de fe, según el pintor Pedro Berruguete. ABC

La historia muestra a unos inquisidores que se alejan de ese perfil extremo y que, en contra del mito, abrazan con devoción la cultura y la ciencia

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La ópera ‘Don Carlos’, basada en el drama ‘Dom Karlos, Infant von Spanien de Schiller’, popularizó la figura del Gran Inquisidor como un villano oscuro que emerge de las sombras para envenenar a todos los presentes. Su mera descripción sobrecoge: «El cardenal inquisidor, anciano de noventa años y ciego, entra apoyado sobre un báculo y guiado por dos frailes. Al pasar se arrodillan los Grandes y tocan el borde de su vestido. Él echa la bendición y todos se alejan».

Un tópico que, desde entonces, se repite en prácticamente todas las ficciones sobre la España imperial que requieren a un antagonista fanático y sediente de sangre. No obstante, la historia muestra a unos inquisidores que se alejan de ese perfil tan extremo y que, en contra del mito, abrazaron con devoción la cultura y la ciencia.

1.º Alonso de Salazar contra la caza de brujas

El proceso de las brujas de Zugarramurdi (1610), el más famoso en la historia de España, llevó a que el tribunal inquisitorial situado en Logroño decidiera que dieciocho personas fueron reconciliadas, seis quemadas vivas y cinco en efigie (a través de un muñeco del tamaño de un ser humano que los representaba), acusadas de brujería y de celebrar aquelarres. Las leyendas de brujas traídas por los huidos de Francia, las riñas vecinales y las acusaciones cruzadas causaron una ráfaga de sentencias a muerte que, incluso entonces, dividió a los miembros del tribunal.

El inquisidor burgalés Alonso de Salazar y Frías, un hombre muy inteligente y culto incorporado al tribunal cuando ya se habían celebrado la mayoría de interrogatorios, votó en contra de la condena a la hoguera de una de las acusadas por falta de pruebas y, tras la celebración del auto de fe, dudó también de la culpabilidad del resto. De Salazar y Frías empezó a desconfiar por primera vez de lo que las brujas decían sobre sí mismas. Como destacó Julio Caro Baroja, el español «se adelantó de modo considerable a los que difundieron en Europa ideas concebidas en el mismo sentido», como el famoso jesuita alemán Friedrich Spee, que cargó contra la persecución de las brujas en el corazón del continente.

Salazar encontró una enorme cantidad de irregularidades y comprobó que gran parte de las acusaciones entre habitantes de Zugarramurdi habían estado influenciadas por «sobornos, enemistades o respetos indebidos», así como que los «potages, ungüentos o polvos» que supuestamente hacían volar a las brujas no servían para nada y que jóvenes que decían haber sido amantes del demonio eran, una vez examinadas por matronas, en realidad vírgenes. Ya fuera por «sueño», «flaqueza de cerebro» o presión del tribunal, los acusados y los testigos habían dicho lo que los investigadores querían oír.

«La benevolencia habitual del tribunal español respecto a la brujería fue tanta que en 1614, directamente, se suprimieron las causas por brujería en la Inquisición español»

La comisión de Salazar se materializó en unos memoriales que, a su vez, sirvieron al Consejo de la Suprema para dar unas ‘Nuevas Instrucciones’ en 1614 sobre el modo de entender el Santo Oficio el delito de brujería y, en general, para separar superstición de realidad. Una consecuencia directa del informe del inquisidor fue que se intentó reparar a las víctimas del auto de fe ordenando que sus sambenitos no quedaran expuestos en ninguna iglesia. «La benevolencia habitual del tribunal español respecto a la brujería fue tanta que en 1614, directamente, se suprimieron las causas por brujería en la Inquisición español», explica José Carlos Martín de la Hoz en su libro ‘Inquisición. Sin complejos’ (Sekotia).

Preocupado por el fracaso del proceso de conversión, Diego de Landa Calderón replicó en América el tribunal que los Reyes Católicos habían autorizado en Europa para, en su caso, perseguir a los falsos conversos judíos y musulmanes. En 1562 constituyó en Maní, hoy México, un tribunal religioso que pronto se convirtió en Inquisición ordinaria. El sacerdote encabezó una campaña de acoso y derribo contra las imágenes y símbolos sagrados de los antiguos mayas. El resultado de la persecución se materializó en un Auto de Fe en Maní el 12 de julio de 1562 donde se quemaron 5.000 ídolos y objetos sagrados, entre ellos cientos de códices y rollos de corteza de copo en los que los escribas mayas registraban sus tradiciones.

Retrato de Diego de Landa Calderón. ABC

Los mayas contaban, no en vano, con un sistema de escritura jeroglífica, de los pocos plenamente desarrollados del continente americano precolombino, así como una precisión en astronomía que asombra hoy a los expertos. La quema de todos aquellos códices colocó su memoria al borde de la completa destrucción, de la que solo se salvó, precisamente, por la actuación de un arrepentido Landa. Los agresivos métodos de Landa para convertir a los indígenas alarmaron a la Corona y al Obispo Francisco de Toral. Castigado por el atropello, regresó a España a defenderse de las acusaciones ante Felipe II en 1563. Su década en el exilio sirvió al franciscano para reflexionar y dar un giro a su visión de los mayas.

En su estancia en España, donde ejerció de maestro de novicios, el fraile recabó una gran cantidad de información sobre la historia, el modo de vida y las creencias de los mayas en el siglo XVI y lo publicó al cruzar de nuevo el Atlántico. En 1573, Landa pudo al fin regresar al Yucatán a seguir evangelizando como Obispo de Mérida. De azote maya pasó a ser su mayor protector. Gran conocedor de la lengua de esta civilización, su obra terminó por elevarle al más importante de los cronistas del Yucatán gracias a la publicación, en 1575, de la ‘Relación de las cosas del Yucatán’.

El descubrimiento de este texto ha servido en los últimos 150 años para iluminar el desconocimiento total sobre esta enigmática civilización, que jugó un papel similar al de los antiguos griegos en Europa. Incluso en completa decadencia, la cultura maya seguía impregnando todas las facetas de la vida indígena en México y parte de Centroamérica cuando llegaron los españoles.

3.º Los mil proyectos culturales de Cisneros

Francisco Jiménez de Cisneros asumió el control de la Inquisición castellana tras el turbulento periodo de Diego de Deza, que fue inquisidor general de España en el exiguo reinado de Felipe I. El confesor de la Reina Isabel revertió el caos de su antecesor y hasta logró que retiraran a Hernando de Talavera las acusaciones que pesaban contra su figura más por razones políticas que religiosas. Cisneros era un hombre de acción que se ganó fama de duro por su política de conversión forzosa en Granada, donde escenificó la persecución de la cultura musulmana con la quema de libros árabes (rara vez se recuerda que muchos textos los salvó para su propia colección), pero también era un clérigo muy culto y templado.

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Cisneros, de sangre conversa como la mayoría de consejeros de los Reyes Católicos, puso como condición para ser confesor de la Reina el poder ir y venir de su monasterio para no descuidar sus deberes religiosos y no dormir nunca en palacio, sino en la celda que estuviera más cerca. El de Torrelaguna comía de manera frugal hasta rozar lo minimalista y gustaba de compartir las limosnas con los pobres.

Cisneros emprendió uno de los proyectos más ambiciosos del periodo con la Biblia políglota

Aunque fiel a los Reyes Católicos, Cisneros permaneció en la corte de Juana y Felipe I, quien no le apreciaba pero sí respetaba por su experiencia política. Era la voz paternal que convenía no ignorar. Y así actuó tras la inesperada muerte del flamenco, cuando asumió el puesto de presidente del consejo real hasta que Fernando El Católico regreso como gobernador a Castilla. Cisneros permaneció al lado de Fernando durante todo el gobierno castellano y luego se encargó de gestionar el cambio de dinastía entre los Trastámara y los Austrias.

En Alcalá de Henares fundó con un aire moderno una universidad en contraposición a Salamanca donde intentó reclutar a los mejores maestros del continente, entre ellos al humanista por antonomasia, Erasmo de Rotterdam. Poco aficionado a viajar, el filósofo y sacerdote holandés justificó con arrogancia en una carta a su amigo Tomás Moro las razones por las que rechazó la oferta: «Hispania non placet». Además, Cisneros emprendió uno de los proyectos más ambiciosos del periodo con la Biblia políglota, donde un equipo de expertos dispuso por primera vez juntos los textos bíblicos en hebreo, griego, latín y arameo. Un hito cultural que fracasó en lo comercial. De los 600 ejemplares que se imprimieron se vendió solo una parte minúscula.

4.º El ilustrado que no pudo salvar a Olavide

Uno de los episodios inquisitoriales más recordados en la historia es el proceso iniciado contra Pablo Olavide, que se suele poner como ejemplo de que España siguió anclada en el pasado por culpa de la Iglesia y los elementos conservadores aún en el siglo XVIII. Sin embargo, la guerra inquisitorial contra el ilustrado Olavide fue mucho más compleja de lo que parece a simple vista como revela el hecho de que se hizo en contra del criterio del inquisidor general.

En realidad, el reformista peruano Pablo de Olavide pagó con su carrera, su salud y su patrimonio el pulso político que Carlos III inició con la Inquisición española, un tribunal que seguía siendo muy popular entonces. El soberano ni se planteó prohibirlo, pero sí limitó su poder y lo supeditó a las directrices reales. Además, la usura y la blasfemia se remitieron a los tribunales ordinarios.

Carlos III, frente a Olavide, arrodillado. Monumento en el municipio de La Carlota. ABC

En 1762 Carlos recluyó en el monasterio benedictino de Sopetrán (Guadalajara) al mismísimo inquisidor general, Manuel Quintano Bonifaz, importante figura del reinado anterior y director de la Biblioteca nacional, por una cuestión relacionada con los jesuitas. La venganza de los inquisidores llegó durante la laxa dirección del Santo Oficio por parte de Felipe Beltrán, quien asumió el cargo tras la renuncia de Bonifaz y se mostró incapaz de contener a los más extremistas. El capellán de una de las colonias de Sierra Morena acusó a Pablo Olavide de «convicto, hereje, infame y miembro podrido de la religión», por leer a los enciclopedistas, criticar devociones populares que consideraba pura superstición y por obstaculizar la venta de indulgencias.

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El limeño, de gran inteligencia y prometedora carrera, creó por orden del Rey una sociedad rural modélica en Sierra Morena, donde cada campesino era propietario de 33 hectáreas, tenía representación en el ayuntamiento y se le prohibía amortizar sus propiedades en mayorazgos. Con su utopía feliz, Olavide se colocó en la diana de los sectores más conservadore. A pesar de ser un convencido católico, la causa contra el limeño prevaleció y, tras dos años en prisión, fue inhabilitado y desterrado a perpetuidad de Madrid, de Lima, de los reales sitios y de Sevilla. Tras dos años donde Carlos III no movió un dedo para frenar el proceso, Olavide se fugó a Francia para ser recibido como un mártir de la intelectualidad.

Durante su etapa al frente del Santo Oficio, únicamente se dieron dieciséis penitenciados públicos y el poeta Tomás de Iriarte pudo escapar de una acusación de irreligión

El muy culto Felipe Beltrán tampoco fue capaz de frenar la caza, aunque intentó que se suavizara su condena. Como inquisidor general, sus dos primeras decisiones fueron autorizar la traducción de la Biblia a la lengua vernácula castellana en 1782 y enfrentarse directamente a la Compañía de Jesús. También protegió a destacados ilustrados como el helenista escolapio Pedro Estala. Durante su etapa al frente del Santo Oficio, únicamente se dieron dieciséis penitenciados públicos y sí muchas leves condenas. En 1783, Beltrán fue nombrado académico honorario por la Academia de la Historia como recompensa a su trabajo en defensa de la razón ilustrada y de un humanismo cristiano que se preocupa de problemas reales.

5.º El historiador afrancesado de la Inquisición

Se da la paradoja de que el gran renovador del mito de la Inquisición española en el siglo XIX no solo era un sacerdote católico, sino también censor e inquisidor. El afrancesado Juan Antonio Llorente logró recuperar su puesto en la Corte gracias a José I después de haber caído en desgracia como antiguo inquisidor de Carlos IV. Llorente se marchó al exilio cuando los franceses fueron derrotados, no sin antes llamar «plebe canalla y vil, pagada por el oro inglés» a los héroes que se levantaron el 2 de mayo.

Tras fracasar varias veces en sus peticiones de indulto, el sacerdote contestó desde el extranjero con la publicación en francés, en 1817, de la obra ‘Histoire critique de l’Inquisition espagnole’, que le hizo internacionalmente famoso a pesar de basarse en una documentación disparatada sobre la actividad del Santo Oficio. La historiografía europea consideró esta obra, que da como cifra los 32.000 víctimas quemados en la hoguera en tres siglos, como la de alguien que conocía el funcionamiento del tribunal de primera mano. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que autores del siglo XX pusieron en duda las cifras de Llorente, que siempre defendió que sus pruebas documentales existían pero se habían quemado. ¡Vaya casualidad!

Cuando se descubrió que estaba vinculado al movimiento secreto de los carbonarios, el sacerdote español fue expulsado de Francia y acogido en España por el gobierno liberal que había accedido al poder en 1820. Volvió a Madrid, donde murió a finales del Trienio Liberal.

Origen: Cinco inquisidores españoles que se alejan del tópico del villano malvado y sediento de sangre

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