Desvelan el mayor misterio de la batalla de Waterloo: el macabro destino de los cadáveres de 30.000 soldados
Un nuevo estudio dirigido por el historiador Bernard Wilkin sostiene que los restos de hombres y caballos fueron desenterrados y vendidos a la industria azucarera
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La batalla de Waterloo fue mucho más que el último intento de Napoleón Bonaparte de imponer su poder frente a la Séptima Colación. Fue también una matanza que costó un sinfín de vidas a Francia, Gran Bretaña y Prusia. Desde que el enfrentamiento comenzó a las 11 de la mañana del 18 de junio de 1815, hasta que el Pequeño Corso paladeó la derrota entrada ya la noche, se dejaron la vida entre 10.000 y 30.000 combatientes. El biógrafo más famoso del ‘empereur’, Andrew Roberts, confirma en ‘Napoleón: una vida’ que «fue la segunda batalla con más bajas de las Guerras Napoleónicas» al contar «55.000 hombres fallecidos y heridos». Aunque las cifras, como siempre, dependen del historiador.
Desde entonces, un enigma ha envuelto la batalla de Waterloo. A pesar de la ingente cantidad de cadáveres –tanto humanos como equinos– que fueron enterrados en fosas comunes y quemados para evitar la propagación de enfermedades, las excavaciones posteriores no han dado como resultado el hallazgo de una cantidad masiva de huesos. ¿Qué sucedió con ellos? La respuesta ha llegado de la mano del historiador belga Bernard Wilkin, responsable de los Archivos del Estado en Lieja. Tal y como han recogido varios diarios anglosajones, este experto afirma que los difuntos fueron desenterrados con el objetivo de usar sus restos óseos en la industria azucarera. Una práctica tétrica, pero efectiva y barata.
Huesos por doquier
Cuesta imaginar la ingente cantidad de cadáveres que yacían en los campos de Waterloo. Según explica el historiador militar Gareth Glover en ‘Waterloo: Myth and Reality’, eran miles, y tanto de bestias como de hombres. Los primeros fueron los que más problemas causaron. «Los vientres de los innumerables cuerpos de los caballos se hincharon en las jornadas siguientes debido al calor y doblaron o triplicaron su tamaño, lo que los hizo pesados y difíciles de mover», desvela el autor en su obra. Ante la imposibilidad de sacarlos de allí, fueron arrastrados a enormes piras funerarias.
Con los restos humanos sucedió otro tanto. El mismo Víctor Hugo, en ‘Los miserables’, publicada 1862, describió de forma novelada que los cadáveres fueron despojados de todos sus bienes materiales y arrojados, en primer lugar, a fosas comunes. Sin embargo, cuando las tumbas se saturaron, no quedó más remedio que mezclarlos con los jamelgos en las piras. Así, el fuego calcinó la carne de personas y animales por igual. «La tarea distaba mucho de ser atractiva, y no sorprende saber que, quiénes se vieron obligados a realizarla, se resistieron y trataron de ausentarse por todos los medios», añade Glover.
Lo que está claro es que los muertos abonaron aquella región. Triste camposanto. O amigable bufé de ‘sírvase usted mismo’, según considera Wilkin. El experto sostiene que, poco después de la batalla, allá por 1820, la remolacha sustituyó al trigo en Waterloo. Y con ella arribaron hornos capaces de crear un material básico para la producción de azúcar: carbón de huesos como filtro decolorante. «El valor en el mercado de este material, teóricamente sacado de animales, se disparó», señala el experto. El resultado habría sido que desenterraron a animales y soldados para vender lo poco que quedaba de ellos.
Mil y una fuentes
Wilkin no titubea al hacer referencia a fuentes que sustenten su teoría. Entre ellas destacan una serie de escritos elaborados por viajeros a partir de 1834 en los que se desvela que había «cuerpos desenterrados» en los campos de Waterloo. También abundan documentos oficiales en los que los parlamentarios locales denuncian el tráfico de restos óseos putrefactos. Y hasta un cartel en el que el alcalde de Braine l’Alleud, pueblo cercano al lugar de la batalla, prohíbe exhumar cuerpos. El historiador, de hecho, afirma contar con varios legajos escritos por el político en los que se denuncian estas prácticas y se insiste en que está castigada por el «artículo 360 del Código Penal de la época».
A partir de aquí, los documentos que reúne la investigación –en la que han colaborado también el profesor de Arqueología de la Universidad de Glasgow Tony Pollard y el historiador alemán Robin Schäfer– se cuentan por decenas. Y lo mismo pasa con los datos que apoyan la teoría de Wilkin. Un ejemplo es que, entre 1832 y 1833, las exportaciones de huesos en Bélgica era ínfimas, mientras que, a partir de 1834, se vendieron hasta 350.000 kilogramos.