Diez desconocidas superarmas nazis que podrían haber dado la victoria a Hitler en la Segunda Guerra Mundial
Desde los supertanques como el «Rata» o el «León», hasta extravagantes bombas o cañones que funcionaban con energía solar
Si algo adoraba Adolf Hitler eran las ideas extravagantes. Aunque, solo quizás, lo que le cautivara en realidad fuera esa sensación de poder contar cada día con un juguete nuevo entre sus manos, cual niño el Día de reyes. Lo que es innegable es que, temperamental como era, impulsó a golpe de Reichsmarks la investigación de armas tan alocadas como irrealizables. Desde un cañón que funcionaba con energía solar, hasta una bomba endotérmica que congelara al enemigo.
Aunque su mayor obsesión siempre fueron los carros de combate superpesados; unas moles con las que pretendía arrasar las estepas soviéticas en la Segunda Mundial. Esa ofuscación fue letal para un Tercer Reich asfixiado por la ingente cantidad de modelos de blindados a fabricar y por la escasez de piezas de recambio para los tanques más numerosos, los míticos Panzer IV.
Lo que no se puede negar es que, de haber logrado sacar de las fábricas algunos diseños como el gigantesco carro de combate «Maus», los Aliados se habrían visto en severos problemas. «Todos los expertos en armamento del III Reich han destacado un hecho evidente: si la investigación se hubiese adelantado tan sólo un año, el resultado de la contienda podía haber sido muy distinto», afirma el escritor José Lesta en su libro «El enigma nazi» (editado por Edaf). «Sin embargo, el propio sistema nazi propició también el derrumbe final del Régimen bajo el peso de los abultados y multimillonarios gastos destinados a las revolucionarias ‘armas maravillosas’», sentencia. De esta forma, los mismos ingenios que podrían haber salvado al Reich en la Segunda Guerra Mundial se convirtieron en los clavos de su ataúd.
Supertanques
La predilección de Adolf Hitler por los carros de combate pesados quedó patente a partir de 1941. Ese fue el año en que los diseños de tanques tan extravagantes como irrealizables se multiplicaron en su despacho. El primero de ellos fue el «Panzer VII Löwe» (León). Ideado por la famosa Krupp para hacer frente a los KV soviéticos contra los que los alemanes se habían topado en la URSS en la Operación Barbarroja, la idea era que desplazara 91,4 toneladas, tuviera un blindaje frontal de 140 milímetros (casi 40 más que el mitificado Panzer VI) y disparara un poderoso cañón de 105 o 150 milímetros. La máxima final era que contara con el mayor número posible de piezas del Tiger II para favorecer la llegada de repuestos.
Sobre el papel era perfecto, pero no así en la práctica. Adolf Hitler se emocionó cuando los diseños de sus dos prototipos (uno pesado, de 77,2 toneladas, y otro superpesado, de 91,4) arribaron a su mesa y ordenó que la empresa centrara todos sus esfuerzos en el más grande de los dos. Por descontado, no titubeó a la hora de seleccionar el cañón que debía portar: un KwK 44L/38 de 150 milímetros. El más grande, ande o no ande, que confirmaría el refrán. Pero el trayecto del León duró poco y, allá por 1942, el proyecto se canceló después de haber invertido grandes cantidades de dinero en él. No porque por su coste, sino porque hasta el «Führer» llegaron los planes de un carro de combate de mayores dimensiones.
El proyecto que sustituyó al León fue el Typ 205, más conocido como «Panzer VIII Maus» (en origen, Ratóncillo). El que prometía ser el carro de combate más pesado de toda la Segunda Guerra Mundial fue aprobado en junio de 1942 y se convirtió en la niña de los ojos del «Führer». En enero, como bien explica David Porter en «Las armas secretas de Hitler», el líder nazi volvió a inmiscuirse en su diseño y ordenó a la empresa Porsche, la encargada de su alumbramiento, que montara dos cañones (uno de 128 milímetros y otro de 75) en la torreta e, incluso, que el blindado tuviera la capacidad de llevar uno de hasta 170 milímetros. Mover aquella arma suponía contar con un colosal chasis que soportara su peso y su retroceso, lo que se traducía en menos velocidad y maniobrabilidad.
No importó. Hitler aprobó los diseños y entregó su fabricación a la Krupp y a la Alkett, responsable de su ensamblaje. Estas dos empresas tuvieron que soportar los caprichos de un «Führer» que, cuando vio los primeros prototipos, armados con un cañón de 128 milímetros, se quejó de que parecía un «arma de juguete» y dictaminó el cambio por uno mayor. La ilusión debió terminársele al líder nazi en octubre de 1943, durante una de las etapas más duras de la Segunda Guerra Mundial, pues fue entonces cuando canceló el pedido. Aunque sí permitió que aquellos carros de combate que estuviesen ya en producción fuesen terminados.
El resultado fue un vehículo de peso excesivo que destrozaba las suspensiones y que hacía peligrar los puentes que atravesaba. El sueño acabó en 1944, aunque los soviéticos capturaron uno de los prototipos al terminar la Segunda Guerra Mundial.
La desmesurada voracidad de Hitler en lo que se refiere a los diseños de carros de combate la intentó paliar el general Kniekamp, ingeniero jefe de la Oficina de Pruebas de Armamento Waffenprufamt 6, a partir de 1942. Este experto en armas intentó convencer al «Führer» de que debían abandonar la producción de la infinidad de modelos que estaban saliendo de las fábricas y apostar tan solo por seis categorías. De esta forma, pretendía simplificar la producción de blindados y de sus piezas de repuesto. La llamada Serie E no era una idea para desdeñar, y, según Porter, buscaba implementar mejoras como «el uso de suspensiones externas sujetas por pernos» (más sencillas de reparar) o la «estabilización del armamento principal» para favorecer el disparo en movimiento. Pero jamás salieron a la luz.
El último y desquiciado sueño de Adolf Hitler fue la creación de los llamados «cruceros terrestres», conocidos como la Serie P. Según desvela el historiador y periodista Jesús Hernández en «Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial», la idea, extravagante donde las hubiera, era que estos colosales carros de combate estuvieran equipados con los cañones que utilizaban los buques de la época. El resultado fue el diseño del «Landkreuzer P1000 Ratte» (Rata), de mil toneladas, 11 metros de altura y el blindaje de un crucero que necesitaba una tripulación de veinte personas.
Como siempre sucedía con este tipo de proyectos, el «Führer» quedó prendado por él y le entregó su alumbramiento a Krupp. El resultado no pasó de unos planos en los que se confirmaba que montaría un cañón de… ¡280 milímetros! Un arma similar a la que utilizaban los cruceros de la clase Schanhorst y que pesaban, por si solos, unas 650 toneladas. La imposibilidad de transportar a este gigante a la batalla, su coste de fabricación, su limitada movilidad y su gigantesca figura (que lo convertía en un blanco perfecto para los bombarderos de las fuerzas aéreas aliadas) lo terminaron condenando.
Locos cañones
De entre todos los inventos que los nazis quisieron idear para la guerra, los que más destacan por su originalidad son las denominadas «armas limpias», llamadas así debido a que utilizaban la energía del medio ambiente para funcionar. La primera de ellas es el «cañón de viento», un artefacto ideado para lanzar rayos de aire. «Diseñado en Stuttgart durante la guerra, era un tipo de arma que podía emitir un flujo pulsante de aire comprimido. Feo y grotesco en apariencia, estaba construido con un gran caño curvo con un codo en forma de giba», determina, en este caso, Lesta.
Este cañón funcionaba con oxígeno e hidrógeno en proporciones moleculares, los cuales, al unirse, creaban una mezcla mortal que se podía llegar a disparar. «Lanzaba, tras una violenta detonación, un proyectil ‘de viento’, una especie de golpe de aire comprimido y vapor de agua que tenía un efecto similar al de una granada», explica el autor. Las pruebas se realizaron en Hillersleben, y se logró destruir planchas de madera de 2,5 centímetros de grosor a 183 metros de distancia. En palabras de Lesta, un prototipo de este cañón fue instalado sobre un puente sobre el río Elba para su protección, pero nunca fue utilizado.
Otra «arma limpia» fue el «cañón sónico», creado en los años 40 por el doctor Richard Wallauschek. «Estaba formada por dos reflectores parabólicos conectados por varios tubos que formaban una cámara de disparo. A través de los tubos entraba en la cámara una mezcla de oxígeno y metano que era detonada de forma cíclica», explica el experto.
«Las ondas de sonido producidas por los explosivos, por reflexión, generaban una onda de choque de gran intensidad que creaba un rayo sónico de enorme amplitud. La nota aguda que enviaba superaba los 1.000 milibares a casi 50 metros. A esta distancia, medio minuto de exposición mataría a cualquiera que se encontrara cerca, y a 250 metros seguiría produciendo un dolor insoportable», determina Lesta.
A pesar de que el «cañón sónico» podría haber revolucionado el mundo armamentístico de la Segunda Guerra Mundial, finalmente no se llegó a utilizar debido a su gran tamaño (pues, al parecer, una de sus piezas medía más de tres metros). Sin embargo, algunos documentos afirman que llegó a probarse contra animales.
Dentro del armamento climatológico destacó también el «cañón solar», el cual utilizaba la energía de este astro para lanzar un gigantesco rayo de calor sobre los aviones enemigos. «Los bocetos iníciales mostraban un gigantesco reflector que, a modo de espejo, debía captar una gran cantidad de rayos solares focalizándolos en una zona determinada», aclara Lesta. Sin embargo, y a pesar de que presuntamente se construyó un modelo inicial de este aparato, tampoco se llegó a utilizar en combate debido a que el prototipo fue robado por los americanos casi al final de la guerra. «Nunca se volvió a saber nada más acerca del mismo».
Y raras bombas
Otro artefacto con el que se hicieron pruebas fue el «arma vórtice», cuya finalidad era crear torbellinos para derribar a los aviones Aliados. «Se construyó en el Instituto Experimental de Lofer, en el Tirol austríaco. Diseñada por el doctor Zippermeyer, tenía como base un mortero de gran calibre que se hundía en el suelo y disparaba proyectiles cargados de carbón pulverizado y un explosivo de acción lenta», sentencia Lesta.
Al parecer, el objetivo que se buscaba con este curioso invento era derribar a los aeroplanos enemigos en el momento en que explotase la mezcla. Este revolucionario artefacto, sin embargo, no surtió efecto en sus primeras pruebas, por lo que se intentó mejorar.
«Se llegó a la conclusión de que se podrían producir oscuros y enormes torbellinos a base de polvo de carbón con la potencia suficiente para romper las alas y la estructura de los aviones aliados. El alcance del arma se cifró en unos 150 metros», explica el experto en su libro. Según parece, este original cañón no llegó a utilizarse nunca como tal, pero sí algunas armas basadas en el viento.
La última de estas curiosas armas fue la llamada «bomba endotérmica». «Se trataba de explosivos que serían lanzados por aviones de gran radio de acción y con capacidad para, al detonar, crear una zona de intenso frío que congelaría en un radio de un kilómetro toda forma de vida de manera temporal. Es uno de los ingenios de los que menos información se dispone», sentencia el escritor.