El violento plan de 1930 que la izquierda siguió hasta «destruir» a Alfonso XIII y proclamar la República
Un año antes del inicio de la Segunda República, republicanos, socialistas e independentistas se reunieron clandestinamente en San Sebastián para organizar la estrategia a seguir, con huelgas e insurrecciones, para acabar con la Monarquía en abril de 1931
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«¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se levanta republicano?». Cuando el presidente del Consejo de Ministros, Juan Bautista Aznar, se hizo esta pregunta en público nada más conocer los resultados de las elecciones municipales del 12 de agosto de 1931, pudo dar la sensación de que la proclamación de la Segunda República dos días después cogió por sorpresa a todos. Como si hubiera sido el resultado de una revuelta espontánea a modo de ‘Primavera Árabe’ a la española.
Quizá es normal si tenemos en cuenta el hecho de que, en los mencionados comicios, los partidos monárquicos habían ganado sobradamente a los republicanos, pero estos últimos se impusieron en muchas de las capitales de provincia y produjo una ilusión diferente. Especialmente por la victoria en Madrid y Barcelona, que hizo creer a algunos de los ministros salientes que el sistema había sido derrotado. Tampoco ayudó a esa percepción la salida precipitada hacia Marsella de Alfonso XIII, casi a escondidas, tras asomarse al balcón del Palacio Real y asegurar a la muchedumbre: «No quiero que por mí se derrame una sola gota de sangre».
Aunque han pasado noventa años, los historiadores todavía no se ponen de acuerdo sobre cómo interpretar los resultados de aquellos trascendentales comicios, pero lo cierto es que la decisión de instaurar la Segunda República no fue espontánea, sino que respondió a un detallado plan establecido casi un año antes por un grupo de republicanos, socialistas e independentistas catalanes. Fue en una reunión clandestina celebrada en San Sebastián, el 17 de agosto de 1930, en la que sus participantes acordaron la estrategia que debían seguir para poner fin a los 43 años de monarquía de Alfonso XIII.
El Pacto de San Sebastián, como se le conoce, confirmó que la república era una aspiración concreta, dotada de un proyecto político determinado y un plan de actuación aparentemente bien definido. Tal es así que en el Casino de la calle Garibay, sede local de Unión Republicana, y bajo la presidencia del alcalde de dicha ciudad, Fernando Sasiaín, se acuerda ya convocar cuanto antes unas Cortes constituyentes republicanas, que se garantice la libertad religiosa, que se acometa una gran reforma agraria y que se reconozca el derecho de autonomía de todas aquellas regiones que lo soliciten en las Cortes.
Paso 1: el Comité Revolucionario
En San Sebastián estuvieron presentes representantes de muchos espectros políticos de izquierdas: del republicanismo burgués y laico, como Manuel Azaña y Alejandro Lerroux; del regionalismo moderado, como el futuro presidente Santiago Casares Quiroga; del socialismo radical, como los futuros ministros Marcelino Domingo, Álvaro de Albornoz y Ángel Galarza; del federalismo catalán, como Macià Mallol y Manuel Carrasco Formiguera; del independentismo más exacerbado, como Jaume Aiguader; de UGT, como su líder Francisco Largo Caballero; del PSOE, como Indalecio Prieto, e, incluso, de algún monárquico renegado.
Alfonso XIII acababa de ser puesto en el punto de mira del Comité revolucionario que allí se formó, y si para concretar su caída sus integrantes tenían que recurrir a las armas, pronto quedó claro que las usarían. Al día siguiente, este se trasladó a la residencia veraniega de Miguel Maura, hijo del ya fallecido presidente, en Fuenterrabía (Guipúzcoa), que poco después prestaría su casa de Madrid para que continuaran estos encuentros en los que se fue perfilando el plan propagandístico y cada uno de los pasos que debían seguir, además del nombramiento de los políticos que ocuparían los cargos del Gobierno provisional. También se discutió la nacionalización de la Banca, el papel de la Iglesia y el reparto de tierras.
A pesar de las diferencias en algunos puntos, la presidencia del futuro gobierno republicano no se discute, debía recaer en Niceto Alcalá-Zamora. El Ministerio de Exteriores, en el líder de los republicanos radicales, Alejandro Lerroux. Una vez constituido el Gobierno, las reuniones empiezan a celebrarse en el Ateneo de Madrid, con el objetivo de lograr una mayor discreción.
Mientras, José Ortega y Gasset dejaba clara las intenciones en un demoledor artículo publicado el 15 de noviembre de 1930, en el diario ‘El Sol’, bajo el título ‘El error Berenguer’, en referencia al sucesor de Primo de Rivera: «No existe Estado español. ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia». Una frase esta última que se traduce con un significado cercano a «Hay que destruir a la Monarquía».
Paso 2: una huelga y una rebelión
El plan de actuación incluía, además, la celebración de una huelga general y, acto seguido, un levantamiento militar que metiera a «la Monarquía en los archivos de la Historia», tal como aseguraba el manifiesto hecho público a mediados de diciembre de 1930. La hora de la revolución se acercaba y quedó fijada para el día 15. Incluso se decidió que los miembros del Gobierno provisional viajasen a distintas partes del país para organizarla, pero se adelantó tres días en Jaca por la determinación de Fermín Galán, uno de los dos capitanes que debía encabezarla.
En pocas horas, los rebeldes se hicieron con el control de la localidad oscense, haciendo prisionero al gobernador militar, general Urruela, entre otros jefes y oficiales. Se produjo un tiroteo en el cuartel de la Guardia Civil que acabó con la vida de un sargento de la Benemérita, y otro en la Comandancia de Carabineros, donde se produjeron otras dos muertes más. Se proclamó la República en dicho Ayuntamiento, se colocó la bandera tricolor y una columna de 900 insurrectos se dirigió a Huesca para propagar la rebelión.
A su encuentro salió una guarnición de guardias civiles al mando del gobernador militar de Huesca, el general Manuel Las Heras. En el enfrentamiento que se produjo en la localidad de Anzánigo, donde este, un capitán y uno de sus agentes falleció como consecuencia de las balas. Los rebeldes continuaron su camino hasta el Santuario de Cillas, donde se volvieron a producir combates contra las fuerzas gubernamentales mandadas por el general Ángel Dolla. Los disparos de su artillería causaron cuatro muertos y provocaron la desbandada de los sublevados y la rendición de Galán.
Tras el fracaso, Galán y el otro cabecilla, Ángel García Hernández, fueron sometidos en Huesca a un consejo de guerra, en el que fueron condenados a muerte y fusilados. La futura República tenía a sus mártires. En Jaca se celebró la vista contra 77 oficiales y clases de segunda. Los primeros fueron expulsados del Ejército y enviados a las prisiones militares de Mahón y Chafarinas, donde fueron informados de que la huelga no había sido secundada. Sin embargo tuvieron suerte, porque los reingresaron después de la proclamación del nuevo régimen, que decretó la amnistía para todos.
«La investigación sobre sus trayectorias posteriores en los anuarios militares, en los diarios oficiales de los Ministerios de Guerra, Defensa Nacional o Ejército y en los expedientes del Archivo General e Histórico de Defensa ofrece la sorprendente revelación de que casi la mitad de los capitanes, tenientes y alféreces implicados en la sublevación de Jaca contra Alfonso XIII se sumaron después a las fuerzas de Franco y Mola en el golpe de julio de 1936 contra la República», subrayaba Pedro Corral en un artículo para ABC de 2020.
Paso 3: la sublevación de Cuatro Vientos
Como con una no lo habían conseguido, tres días después de la rebelión de Jaca, España despertaba con la noticia de que un grupo de militares de la base aérea de Cuatro Vientos se había sublevado contra el Gobierno de Dámaso Berenguer. El plan seguía su marcha. «El carácter del movimiento es marcadamente comunista», declaraba la nota de prensa entregada por el ministro de Gobernación, Leopoldo Matos, que aseguraba que sus promotores, entre los que se encontraba el hermano pequeño del futuro dictador, Ramón Franco, y el general Queipo de Llano, eran «conocidos agitadores».
Ramón no era un desconocido. Su fama era equiparable a la de su hermano mayor e, incluso, muchos historiadores coinciden en que el posterior Caudillo vivió a la sombra de este hasta el alzamiento del 36. «En las primeras horas de la mañana de ayer, tres aviones despegaron de Cuatro Vientos y comenzaron a volar sobre Madrid a muy poca altura arrojando proclamas», contaba ABC. Poco antes de que los aparatos se elevaran, en la estación de radio del aeródromo se anunció que se había proclamado la República.
Fue una acción extremadamente temeraria, pues en sus previsiones contaban con el apoyo del Ejército, pero este fue solo testimonial tras lo sucedido en Huesca. El fracaso del hermano de Franco fue descomunal y no hacía más que manchar su envidiable currículo como uno de los pioneros de la aviación en España, tras haber alcanzado gran notoriedad internacional al cruzar por primera vez el océano Atlántico en el hidroavión Plus Ultra. «A las 12.15, los rebeldes levantaron la bandera blanca y se rindieron. Las tropas leales ocupan el aeródromo y la Guardia Civil persigue a los fugitivos», informaba este diario. Al día siguiente, Queipo y Franco fueron apresados en Lisboa.
Paso 4: las elecciones y la amenaza
A pesar de todos los varapalos y de que el Gobierno declaró el estado de guerra en toda España, el Comité Revolucionario siguió adelante con su estrategia. En febrero dimitió Damaso Berenguer y el Rey, sabiendo que se encontraba en serias dificultades, le pidió a José Sánchez Guerra que formara un nuevo gabinete «a su libre juicio». El varias veces ministro de Alfonso XIII fue a la Cárcel Modelo a entrevistarse con los líderes republicanos que habían sido encarcelados tras las dos rebeliones.
Una vez en la prisión barcelonesa, Miguel Maura alza su voz por encima de las demás presos y, sin tan siquiera escuchar su proposición para que formaran parte del Gobierno, este le respondió: «Nosotros, con la monarquía, nada tenemos que hacer ni que decir». Las elecciones fueron la única solución, que se celebraron el 12 de abril. Los monárquicos obtuvieron un mayor número de concejales y los republicanos ganaron en las grandes capitales, pero los primeros supieron ganar la batalla propagandista y se lanzaron a tomar las calles.
En la mañana del 14 de abril, el conde de Romanones, ministro de Estado en el Gobierno de Juan Bautista Aznar, hizo un último intento de mantener a Alfonso XIII en el trono, aunque fuera durante un periodo de tiempo. Para llevarlo a cabo le pidió al famoso doctor Gregorio Marañón que organizara en su casa un encuentro con Alcalá Zamora, todavía presidente del Comité Revolucionario. La reunión se celebró de inmediato, a las 12.30 horas. Una vez sentados a la mesa, le dijo:
—Conde Romanones: Amigo Alcalá Zamora, iba a decirle que Su Majestad está dispuesto a abdicar y buscar con ustedes un pacto para el cambio de régimen. Don Alfonso solo pide tiempo, el necesario para hacer las cosas bien.
—Niceto Alcalá-Zamora: Querido Álvaro, el tiempo de los pactos ya pasó. Solo le puedo decir, en nombre del Comité Revolucionario que presido, que si el Rey no se ha marchado antes de que se ponga el sol esta tarde, no le podemos asegurar lo que le pase a él y a su familia.
Y así ocurrió… el plan había triunfado.