La decisión de Carlos III con la que puede romper 500 años de historia y tensión con España – Archivo ABC
El nuevo Rey ha dejado claro que no se ve solo como cabeza de la iglesia nacional en un tiempo donde Reino Unido cada vez cuenta con un panorama más multicultural
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Carlos III es un cristiano practicante y también una persona muy espiritual, interesada en el resto de religiones de su país, como el islam o el hinduismo. Con su ascenso al trono, el Monarca ha recibido el título de «defensor de la fe», que irónicamente le fue concedido en su día el Papa a Enrique VIII, y ha asumido el cargo de gobernador supremo de la Iglesia Anglicana de Inglaterra que su madre, con un pronunciado sentimiento religiosos, ejerció durante más de medio siglo.
Los títulos completos de la Reina eran «Isabel II, por la gracia de Dios, Reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y de sus otros reinos y territorios, jefa de la Commonwealth y defensora de la fe».
Además, Isabel juró defender y apoyar a la Iglesia presbiteriana escocesa el día después de su ascenso al trono. Referencias y lazos religiosos que resultan impensables hoy entre los títulos y tradiciones de los Reyes de España, pero que recuerdan lo íntimamente ligado que ha estado en la historia de las islas el poder real y el religioso hasta hace muy poco tiempo. Algo que Carlos quiere cambiar.
El nuevo Rey ha dejado claro que no se ve solo como cabeza de la iglesia nacional en un tiempo donde Reino Unido cada vez cuenta con un panorama más multicultural, valga aquí el feo palabro, sino más como un defensor de la fe en general, lo cual, aparte de hacer referencia al título papal, significa que quiere ser el Soberano de todos los británicos.
Durante una entrevista de 1994, Carlos expresó que era necesario reconocer que había cambiado la naturaleza religiosa de Gran Bretaña. Y, en una entrevista con BBC Radio 2 en 2015, ante la posibilidad de que esto se materializara en una renuncia como cabeza formal de la Iglesia anglicana de Inglaterra, tuvo que aclarar que «siempre me pareció que, al mismo tiempo que uno es Defensor de la Fe, también puede ser protector de las religiones».
De jefe supremo a gobernador
Estos cambios, que algunos ven como inevitables, supondrían una ruptura con 500 años de historia. Desde el cisma iniciado por Enrique VIII con motivo de su deseo de divorciarse de Catalina de Aragón, el Rey de Inglaterra se convirtió en la cabeza y supremo gobernador de la Iglesia de Inglaterra, una de las 42 Iglesias autónomas que hoy forman parte de la Comunión anglicana. Enrique quiso con esta medida unificar el poder nacional con el poder religioso, así como controlar a los obispos y a los teólogos de las universidades de su reino y salvar los impedimentos eclesiásticos que impedían su matrimonio con Ana Bolena. En 1534, el Parlamento por el Acta de Supremacía declaró que el Rey era «el único jefe supremo en la Tierra de la Iglesia de Inglaterra».
Enrique, que se había ganado el título de defensor de la fe justo por su celo combatiendo las herejías, se convirtió de la noche a la mañana en el gran impulsor del movimiento protestante en su país. Esto supuso la persecución de los católicos, la incautación de propiedades pertenecientes a órdenes religiosas y la conversión forzosa, al menos de cara a la galería, de la mayoría de su población. A excepción de ciertos reinados, como el de María I, el catolicismo fue visto no solo como un credo ilegal, sino como el sinónimo de ser un mal inglés.
El reinado de Isabel I, que modificó el título de jefe supremo por el de «gobernador supremo», comenzó restableciendo la obligatoria asistencia a los servicios religiosos del nuevo culto. En caso de faltar, las sanciones iban desde los latigazos a la muerte. El Estado promocionó un sistema de delaciones por el que aquellos que no denunciaban a sus vecinos podían acabar en la cárcel. Esto provocó constantes conflictos a lo largo de los siglos XVI y XVII entre los reyes ingleses y los más católicos de los reyes de Europa, esto es, la Monarquía Española, que se convirtió en una bestia negra de los anglicanos. La propaganda protestante cargó sus tintas tanto contra el Papa como con los españoles. Esto abrió un herida que hasta fechas muy recientes no han sabido cerrar ambos países antagónicos.
No obstante, el objetivo anglicano no solo eran los católicos, sino también los calvinistas, cuáqueros, baptistas, congregacionistas, luteranos, menoninatos y otros grupos religiosos que, en la mayor parte de los casos, se vieron obligados a huir a América. Solo en tiempos de Carlos II de Estuardo más de 13.000 cuáqueros fueron encarcelados y sus bienes expropiados por la Corona.
Toda una serie de supuestos complots organizados por minorías religiosas, siempre confusos y basados en rumores, justificaron que la Corona recrudeciera la represión de forma periódica. El gran incendio de Londres de 1666 fue achacado a los católicos y desencadenó una nueva persecución. Entre 1678 y 1681 una supuesta conjura católica atribuida a Titus Oates dio lugar a otras feroces cazas. En paralelo a estos sucesos, Irlanda empleó el catolicismo como forma de resistencia al dominio inglés. Se calcula que un tercio de la población irlandesa sufrió las consecuencias mortales de que Irlanda se implicara en la guerra civil de 1636 entre monárquicos y republicanos ingleses.
Un papel simbólico
Si bien tradicionalmente los soberanos de Inglaterra han recibido el título de supremo gobernador de la Iglesia de Inglaterra, en la práctica es el arzobispo de Canterbury quien gobierna a efectos prácticos el primado de la Iglesia de Inglaterra y quien preside la comunión de todas distintas Iglesias anglicanas que hay en el mundo. Conforme las distintas comunidades religiosas anglicanas se fueron separando de Inglaterra, empezando por EE.UU., estas fueron creando sus propias iglesias nacionales y eligiendo a sus propios jefes terrenales. Curiosamente, el mayor número de creyentes anglicanos no se encuentra hoy en el Reino Unido, sino en Nigeria, con más de 17 millones de fieles. Países como Uganda, Sudán, Australia, Kenia, Estados Unidos, Tanzania, países caribeños, Canadá y Nueva Zelanda cuentan con un gran caladero de feligreses.
Ya en 1563, la asamblea de arzobispos, obispos, decanos, archidiáconos anglicanos dejó muy claro que los reyes de su nación no tenían derecho de «representación de la palabra de Dios, o de los sacramentos», lo que venía a significar que el gobernador supremo no estaba facultado a dar sermones o sentar teología. El papel religioso del Rey británico es, desde entonces, más de carácter simbólico que real en una comunidad que hoy alcanza los 100 millones de bautizados en la Comunión Anglicana. El Soberano es quien nombra al Arzobispo de Canterbury y a otros altos funcionarios, pero lo hace bajo el consejo del Primer Ministro, quien, a su vez, es asesorado por la propia Iglesia a través de comités designados. En cualquier caso, el arzobispo, actualmente Justin Welby, solo es un primus inter pares de los otros primados.
Isabel II, como sus antecesores, cumplió a rajatabla este punto. Su misión religiosa como protectora y Jefa terrenal de la Iglesia era defender la reputación y autoridad de los cánones de su fe. Esto incluía la representación de la Iglesia y, sobre todo, velar porque la Familia Real fuera ejemplar en su respeto a las normas religiosas. No deja de ser irónico que se viera enfrentada a situaciones críticas cuando familiares suyos, como su hermana Margarita o su hijo Carlos, mostraron su inteción de divorciarse, pues, lejos de los tiempos de Enrique VIII, la más reciente Inglesa anglicana estaba en contra de romper tan fácilmente los lazos sagrados entre marido y mujer.