La escandalosa historia de amor que inició la última esposa del Rey Fernando VII con su escolta
A la muerte del Rey, su joven esposa debió hacerse cargo de la Corona durante la llamada Primera Guerra Carlista y no tuvo otro remedio que aliarse con los liberales
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La cuarta y última esposa de Fernando VII también se llamaba María, María Cristina, y de igual manera estaba emparentada como las otras con los Borbones, en su caso como hija de María Isabel de Borbón, la hermana de Fernando que se había ido a reinar a Dos Sicilias. El Rey español escogió personalmente a esta sobrina suya de veintitrés años, cabellos castaños, ojos pardos, ademanes distinguidos y unas líneas esculturales. «Otras veces me han casado, ahora me caso yo», señaló el monarca.
A lo mejor por ello también fue la menos culta, lo que al veterano marido le importó menos que cualquier artículo de la Constitución de Cádiz. María Cristina le dio dos hijas al Rey, la futura Isabel II y María Luisa Fernanda, así como una postrera juventud.
Fernando se comportó como un adolescente ansioso y risueño con ella. «Su Majestad está chocho, según todos, con el tal embarazo: no deja ni tocar a la reina, a cada momento le pregunta qué quiere, etcétera», se mofaba una fuente carlista en vísperas a que estallara una gran guerra por la sucesión del reino entre la hija primogénita del Rey, Isabel, y el hermano de este, don Carlos María Isidro.
A la muerte de Fernando VII, su joven esposa debió hacerse cargo de la Corona durante la llamada Primera Guerra Carlista y no tuvo otro remedio que aliarse con los liberales para hacer frente a las fuerzas más conservadoras. Frente a la marea progresista que representaban Espartero y compañía, María Cristina se apoyó durante su regencia en el sector más moderado de los liberales y en unos cuantos absolutistas disfrazados con gorros frigios. Entre los primeros hubo corruptos que se limitaron a sacar provecho a lo rematadamente mal que se le daba a la sagaz regente distinguir la esfera pública de la privada, pero también liberales sinceros que consideraban que los cambios debían producirse de forma escalonada para que calaran en España.
El pulso entre moderados y progresistas supuso una segunda guerra cuando ya declinaba la carlista. Una revolución progresista emergió en el verano de 1840 para impedir que María Cristina reconstruyera el partido monárquico e iniciara una involución en el país. Bajo la estrecha vigilancia de Espartero, héroe de las guerras carlistas que se presentaba como un césar neutral por encima de los partidos, la regente y sus hijas viajaron a la Costa Brava huyendo del ruido de sables. Rodeada de comanches, sin apenas comer ni dormir, María Cristina sufrió un ataque de ansiedad que le hizo perder el sentido durante una comida. Al reanimarse, se echó a llorar e insultó a todos. Lo poco previsible de su comportamiento hartó casi por igual a moderados y progresistas, que circularon a principios de septiembre un folletín titulado « Casamiento de María Cristina con D. Fernando Muñoz».
Un flechazo
Revelaron así un oscuro secreto que invalidaba a la italiana para seguir ejerciendo la regencia. María Cristina quería tanto a Fernando VII que no había tardado ni unas semanas en buscarse a otro. Otro Fernando. Con el cadáver del Rey todavía caliente, la regente sufrió en el camino a La Granja una hemorragia incontrolable de sangre en la nariz que agotó los pañuelos de las damas de honor. Un oficial de su guardia, doblegándose galán sobre su montura, extendió hasta la acongojada reina un pañuelo, que, un minuto después, devolvió María Cristina con su mano pulida y blanca desde la ventana de su carruaje a tan apuesto caballero.
Con amable sonrisa, el capitán Fernando Muñoz recuperó su prenda y a las bravas se la llevó a los labios. Empezó de esta manera un amor prohibido entre aquella joven viuda y un oficial soltero de veinticuatro años. Durante una excursión a una finca segoviana de nombre premonitorio, Quitapesares, parece ser que María Cristina ofreció su mano a Muñoz, titulado con recochineo como Fernando VIII, cuando ambos quedaron solos en los jardines y conectaron sus miradas:
—¿Será preciso que sea yo quien me declare? —murmuró la reina madre según la versión recogida por Juan Balansó.
—¡Señora!
—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo?
—¡Señora!
Regente y escolta se casaron en secreto en el Palacio Real el 28 de diciembre de 1833, tres meses después de haber fallecido el otro Fernando. La pareja tuvo ocho hijos, dos nacidos en El Pardo, tres nacidos en el Palacio Real y tres en el exilio parisino. Este amor prohibido supuso un esfuerzo hercúleo para ocultar la regente su estado perpetuo de embarazo de ojos propios y extraños. El matrimonio era un secreto a voces, pero cuando los liberales le dieron entidad pública María Cristina y su marido, descrito por los pasquines como alguien «calvo, ordinario y de educación grosera», hicieron las maletas y marcharon a París, donde vivieron a todo tren a costa del mucho dinero que habían sisado a las arcas públicas durante la regencia.
Resulta que el vulgar soldado, hijo de un estanquero de Tarancón, era un coco para los negocios y supo sacar el máximo beneficio a la falta de escrúpulos de su esposa, quien incluso se indignó por la desfachatez de que le quisieran retirar la pensión de viudedad ahora que solo era un poco viuda. A las espaldas del matrimonio Muñoz, la propaganda más grosera presentó a la Reina madre como una degenerada, ebria de bebidas espirituosas y de bacanales, que había claudicado a una vida bestial con Muñoz, que de vez en cuando se permitía abofetearla y desmerecerla en público.
El mito de la ninfómana
Arrinconados políticamente, María Cristina y Fernando Muñoz vivieron una temporada a Francia lejos de los líos madrileños. Cuando los moderados recuperaron férreamente el poder, su madre y Muñoz fueron elevados por Isabel II mediante engaños a duques con grandeza de primera clase. Fue la vía rápida para legitimar un matrimonio desigual a ojos de la aristocracia.
Con objeto de convencer a todos de lo urgente de su vuelta, la Reina madre habían deslizado que el ambiente libertino de palacio, sin una figura de autoridad, estaba pervirtiendo a la joven monarca, que no le quitaba ojo a un apuesto noble que la frecuentaba. Esas y otras invocaciones de la madre a los «instintos animales» de Isabel regaron el posterior mito de que la reina era una ninfómana sedienta de militares fornidos.
El 22 de marzo de 1844, María Cristina regresó a Madrid con la barbilla alta, dispuesta a salvar a la virginal niña de la perversión de palacio. Su hija, ajena a las maquinaciones de los adultos, atravesó corriendo la inmensa aglomeración de carruajes, tiendas y multitudes en la planicie que dominaba la carretera de Ocaña para fundirse en un abrazo con su madre. La alegría pura de Isabel y de su hermana emocionó a los cortesanos, mientras que el aspecto helado de María Cristina, envejecida por el exilio y cansada por el viaje, recordó mediante un escalofrío a los madrileños que la antigua regente no venía a derramar lágrimas, sino a vengarse y a imponer su voluntad en palacio.
Una de sus prioridades fue asegurar la sanción real de su matrimonio con el duque Fernando Muñoz. Antes de final de año, María Cristina contrajo otra vez matrimonio con Fernando Muñoz en una ceremonia privada, bendecida esta vez por el Papa y por la Reina de España.
El exilio definitivo
Durante años, Muñoz y María Cristina hicieron y deshicieron a su antojo en palacio, aprovechándose de la juventud e inocencia de Isabel, que a finales de su vida le confesó a Pérez Galdós «pónganse ustedes en mi caso. Metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…». Si la Reina madre hubiera apreciado algo el futuro de su hija habría frenado sus corruptelas en ese preciso instante y habría dejado de elegir ministros de su cuerda, cada vez más autoritarios, sin consultar ya ni a la sala de mando del Partido Moderado.
«No existe en España un solo negocio industrial en que ella o el duque de Riánsares [Fernando Muñoz] no tomen parte», reconoció en cierta ocasión el embajador francés. La Revolución de 1854 fue directamente responsabilidad del matrimonio, como bien remarcó el pueblo al saquear y quemar los bienes del Palacio de las Rejas, residencia madrileña de los Muñoz. Luego la masa enfurecida hizo lo mismo con las casas de otros ilustres especuladores como el marqués de Salamanca, destrozadas pero no saqueadas, pues «el populacho quema pero no roba». Isabel II salvó su trono de milagro, a falta de otras alternativas, pero una vez más, y ahora durante más tiempo, Muñoz y María Cristina tuvieron que salir rápidamente del país.
Cuando años después se dieron las condiciones para el retorno de su madre, Isabel la llenó por carta de piropos y carantoñas, pero le insistió en que las «circunstancias» impedían su viaje a casa, que era como decir que más le valía esperarse a que se secara el Ebro. ¿Qué circunstancias? Pues «las circunstancias», repetía Isabel. La Reina madre, que siempre se declaró inocente de las acusaciones contra ella, se desesperó con la coletilla de su hija y no reparó en lo peligroso que era para los Borbones que se dejara ver con ellos.
Entre la resignación y los arrebatos de ira, para cuando se le autorizó a volver por no seguir aguantando sus quejas, la señora Muñoz ya solo lo hizo de manera puntual y alternando la presencia en España con largas temporadas en Francia, donde iba a terminar también Isabel II.
Origen: La escandalosa historia de amor que inició la última esposa del Rey Fernando VII con su escolta