La existencia de Dios se resiste a las pruebas científicas
La publicación simultánea de dos libros reabre el debate sobre la relación entre ciencia y religión
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El debate sobre la existencia de un ser creador, un «primer motor inmóvil» como lo denominó Aristóteles, es tan antiguo como la existencia del pensamiento humano. La complejidad de las relaciones entre Ciencia y Religión tiene su punto álgido en el juicio y condena a Galileo a cuenta del heliocentrismo. Una herida que Juan Pablo II intentó restañar, con éxito, tres siglos después al rehabilitar la figura del astrónomo pisano, y explicar que la humanidad cuenta con dos tipos de desarrollo. «El primero –decía Juan Pablo II– abarca la cultura, la investigación científica y técnica», mientras que el segundo «atañe a lo que hay de más profundo en el ser humano, cuando, trascendiendo el mundo y trascendiéndose a sí mismo, el hombre se vuelve hacia al Creador de todas las cosas». Dos «diversas disciplinas del saber que requieren métodos diversos» y que los teólogos que condenaron erróneamente a Galileo habían confundido.
El Papa polaco, como Copérnico, establecía una situación de equilibrio entre ambas formas de conocimiento, una distinción que, a la par, precisaba de una complementariedad. Así lo explicaba con sencillez, hace unos meses, el responsable del Observatorio Vaticano, el astrónomo y jesuita estadounidense Guy Consolmagno: «Nada impide a la ciencia y a la fe ir cogidas del brazo. La ciencia explica cómo se ha creado el mundo. La religión, por quién».
Un ‘statu quo’ que ahora parece romperse con la publicación, casi simultánea, de dos nuevos libros que no sólo abordan el debate sobre la fe y la ciencia, sino que traspasan el Rubicón de la incompatibilidad entre ambas formas de conocimiento, y se atreven a proponer que es la ciencia moderna la que aporta las pruebas irrefutables de la existencia de Dios. Sus títulos no dan posibilidad al error. ‘Dios. La ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución’ (Ed. Funambulista) y ‘Nuevas evidencias científicas de la existencia de Dios’ (Ed. Voz de Papel).
El primero es una traducción al español del original francés, escrito por Olivier Bonnassies y Michel-Yves Bolloré, ambos ingenieros y católicos, vinculados profesionalmente al mundo de la comunicación y la gestión de empresa. Publicado en 2021, es el ejemplo vivo de que el debate sigue vivo. Con más de 250.000 ejemplares vendidos en Francia, el texto sirvió para reabrir una polémica que le llevó a la portada de los principales medios generalistas. Su tesis: tras siglos en que la acumulación de descubrimientos científicos hacía cada vez más posible explicar el universo sin tener que recurrir a Dios, el péndulo de la ciencia oscila ahora en otra dirección y teorías como la mecánica cuántica, la relatividad, el Big Bang, la complejidad y el ajuste fino del universo se convierten en pruebas de un Dios creador.
El segundo –escrito por José Carlos González-Hurtado, presidente de la cadena de televisión católica EWTN– también deja clara su intención de abrir el debate desde la primera frase de la introducción: «Este libro no dejará indiferente a nadie». Y prosigue, «las evidencias científicas a favor de la existencia de Dios son tan abrumadoras que de tratarse de otro tema el consenso sería total y la discusión ninguna. Estas evidencias se han acumulado en las últimas décadas dejando al ateísmo derrotado en toda la línea y en franca retirada».
Pero, ¿queda por fin resuelta la existencia de Dios? ¿Tendremos que incorporar el ateísmo al catálogo de conspiranoicos junto a terraplanistas, negacionistas o convencidos de que el hombre jamás holló la superficie de la Luna y de que Elvis sigue vivo en una isla del Pacífico? Quizás sea demasiado pronto.
Para comenzar, ambos textos parten de un silogismo disyuntivo para sustentar su afirmación. «O bien Dios-Creador existe o bien no existe», explica González –Hurtado. Para los franceses «el camino más directo para validar la existencia de un Dios creador pasa por la demostración de la imposibilidad de un universo puramente material».
Y es desde aquí donde arranca su razonamiento lógico. Así, para los autores, el hecho de que el Big Bang sea hoy la opción más aceptada por los científicos demuestra que hubo un momento creacional, a lo que suman el segundo principio de la termodinámica, que plantea que sin aporte exterior de energía todo sistema cerrado se desgasta y ve crecer su entropía. Eso implica, no sólo un comienzo inicial con baja entropía, sino una muerte térmica final.
A ello unen los «ajustes, tan numerosos y finos» del universo que podría ser una «prueba de la existencia de un Dios creador». Se refieren a «una veintena de valores numéricos, determinados desde el primer instante de su aparición, invariables en el tiempo y el espacio», –como la fuerza de la gravedad y la electromagnética, la velocidad de luz o las constantes de Planck y de Boltzmann– que son necesarios para que el mundo sea como es. «Si uno de esos fuese diferente en un 10% o un 1%, o tan solo un lejano decimal, el universo se hubiese visto reducido a la nada o al caos».
¿Fruto del azar?
Una conjunción tan «fabulosa» que solo admite, según ellos, dos respuestas posibles «o son el fruto del azar o provienen de los cálculos completos de un Dios creador realmente muy sabio». Para los autores, una concepción materialista del universo no puede admitir un comienzo ni un final y sus leyes se sustentan sólo en el azar, lo que lo hace «sumamente improbable para la vida». Aquí dan el salto y plantean que su falsación de la posibilidad de un Universo absolutamente material concluye en la existencia de un Dios creador.
‘Modus tollendo ponens’ se llama a esta forma de argumentación lógica. Pero tiene fisuras en su desarrollo. ¿Por qué los argumentos para sostener un universo materialista son esos? ¿Son los que plantearía un científico ateo para sostener su creencia en la no existencia de Dios? Los autores no explican en ningún momento de donde los extraen. Son los que han decidido ellos. Podrían ser esos, u otros, por lo que falsarlos no elimina por completo la imposibilidad de un universo sin Dios.
Y además, ¿verdaderamente demostrar que el universo tiene un principio –Big Bang– y un final –muerte térmica– y que las leyes que lo rigen son estadísticamente poco probables –y sólo una ligera variación haría que no existiera–implica que detrás de todo haya un Dios creador, un «relojero», como decía ya Voltaire? Los autores apelan a la navaja de Ockham en algún momento, por lo que no sería aventurado preguntarles si, dados los avances constantes en la ciencia, la opción más sencilla no es pensar que, sobre esas cuestiones, no tenemos todavía el conocimiento suficiente para explicarlas.
En ambos textos son numerosas las referencias a científicos, tanto ateos como creyentes. Los primeros son sometidos, la mayoría de las veces, a críticas ‘a posteriori’ sobre sus errores hoy evidenciados. A los creyentes se les presenta como muestra de la no incompatibilidad entre fe y ciencia. Si embargo, si asumimos las tesis de Juan Pablo II de separar las metodologías entre ambos saberes, ¿qué valor tiene lo que piense un científico sobre la existencia de Dios? ¿El mismo que las opiniones científicas de un teólogo?
Paradigmática es la aportación del premio Nobel, Robert W. Wilson, descubridor de la radiación cósmica de fondo de microondas que ayudó a corroborar la teoría del Big Bang. El que un científico agnóstico haya escrito el prólogo de ‘Dios. La ciencia. Las pruebas’ es presentado por los autores como un respaldo a su trabajo. Sin embargo Wilson no se casa con las conclusiones y en su texto plantea que «según los autores, un espíritu superior podría estar en el origen del universo; aunque esta tesis general no me aporta una explicación suficiente, acepto su coherencia». Y añade que su trabajo «se limita a una interpretación estrictamente científica» aunque puede «comprender que la teoría del Big Bang dé lugar a una explicación metafísica». Es decir, que, como el jesuita astrónomo del Vaticano separa el qué del quién.
El texto se embarra en otros capítulos al abordar como prueba los «aciertos» de la Biblia, la historicidad de Jesucristo y la veracidad de las apariciones de Fátima. Tampoco faltan una gran cantidad de citas de científicos y referencias bibliográficas que refuerzan su tesis. Munición para apologetas católicos frente a ateos recalcitrantes. Con peligro de sean de pólvora mojada.
Es fácil comprender la fascinación por la inmensidad de los números del universo y la compleja conjunción de hechos que ha permitido que sea tal como es. ¿Pero acaso es muy distinta a la que sentía un hombre hace 10.000 años cuando comprobaba cómo el lucero incandescente se apagaba de repente y el cielo se teñía de sangre? Quien entonces no entendía el funcionamiento de un eclipse (tendría que llegar precisamente Galileo para permitir explicarlo por completo y ser capaces de predecirlo), buscaba en el mito una explicación plausible y confundía las dos disciplinas de las que hablaba Juan Pablo II, al aplicar una interpretación metafísica a lo que tiene una sencilla explicación científica. ¿Debemos caer en el mismo error?
Origen: La existencia de Dios se resiste a las pruebas científicas