27 abril, 2024

Roberto Villa: «Al acusar a Alfonso XIII, la II República no buscaba la verdad, sino legitimar su régimen»

Alfonso XIII, con el general Primo de Rivera, en el primer despacho que celebró al día siguiente del golpe de Estado de 1923, en el Palacio Real ALFONSO SÁNCHEZ
Alfonso XIII, con el general Primo de Rivera, en el primer despacho que celebró al día siguiente del golpe de Estado de 1923, en el Palacio Real ALFONSO SÁNCHEZ

El historiador granadino publica ‘1923. El golpe de Estado que cambió la historia de España’, un ensayo en el que analiza el levantamiento militar de Primo de Rivera que acabó con nuestro régimen constitucional más longevo

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Cuenta Roberto Villa (Ítrabo, 1978) al comienzo de su ensayo que, en agosto de 1931, las Cortes Constituyentes de la recién proclamada Segunda República crearon una comisión de «responsabilidades políticas», con el objetivo de juzgar al que hasta cuatro meses antes había sido el Rey de España. Una especie de tribunal parlamentario para decidir si Alfonso XIII era culpable o no de haber apoyado el golpe de Estado de 1923. En realidad, asegura el historiador en la introducción, «la culpabilidad del reo se daba por descontada, y no porque los diputados tuvieran muy claro de qué acusarle y los indicios que debían reunir, sino porque de esa sentencia dependía la legitimidad de una república inmersa en un proceso de institucionalización».

Con este saltó en el tiempo hacia adelante, el historiador granadino comienza su último libro: ‘1923. El golpe de Estado que cambió la historia de España’ (Espasa, 2023). Una obra en la que Villa aborda los convulsos meses finales de la Restauración, reconstruye minuciosamente las claves del levantamiento militar que dio el poder al general Miguel Primo de Rivera y aclara una de las cuestiones más controvertidas de nuestro siglo XX: cómo fue posible que un golpe tan rápido, sin derramamiento de sangre y «sorprendentemente popular» destruyera el régimen constitucional más longevo que han tenido, hasta la fecha, los españoles.

En este sentido, la tesis más novedosa del ensayo –publicado con motivo del centenario del golpe junto a otras obras sobre el mismo periodo– es precisamente que Alfonso XIII ni apoyó la asonada de Primo de Rivera, acaecida el 13 de septiembre de 1923, ni su posterior dictadura. Una idea a la que se han adscrito muy pocos historiadores a lo largo de las últimas décadas, pero que sí había sido expuesta por algún investigador más como el ya fallecido catedrático de Historia Contemporánea Javier Tusell.

—¿Cuál es el principal argumento de su tesis?

—En realidad, incluso en 1931, se sabía que las conclusiones del acta de acusación de las Cortes Constituyentes de la República eran ‘de trazo grueso’ y no reflejaban la realidad de lo sucedido. En todo caso, la función del acta no era averiguar la verdad, sino legitimar la ruptura revolucionaria que había permitido proclamar la República y privar al Rey expatriado y a sus sucesores de cualquier posibilidad legal de reclamar la Corona y restablecer la Monarquía. La tesis fundamental de mi libro es que hubo un golpe y los generales se vieron precisados a darlo precisamente porque no contaban con el apoyo del Rey. Muy al contrario, lo que preocupaba a Alfonso XIII en esos días críticos de septiembre era conservar unas convenciones constitucionales ya muy deterioradas. Le angustiaba el riesgo de quedarse sin instrumentos de gobierno, sin los partidos históricos, sobre los que sustentar la continuidad constitucional de la Monarquía. Eso explica que insistiera, días antes del golpe, en retener en el Gobierno a una concentración liberal que, como tal coalición, ya había dejado de existir. Si el Rey hubiera querido cambiar el Ejecutivo y llamar a un militar al poder, podría haberlo hecho sin necesidad de un golpe, sino apelando al artículo 54.9 de la Constitución.

—Cuando llegó a esta conclusión durante la investigación, sabía que iba en contra de la apoyada por la mayoría de los historiadores, a excepción quizá de Tusell. ¿Eso le hizo dudar y barajar la posibilidad de pasar un poco más de refilón sobre el asunto?

—No hubiera sido honesto por mi parte. La Historia no va de consensos, sino de rigor. En realidad, la validez de una tesis no la establece el recuento de historiadores que la apoyan, sino el fundamento de sus premisas y sus conclusiones. La Historia no es materia de opinión sino de conocimiento, y por eso no reconoce tabúes. Eso explica que Tusell, en 1987, se acercara más que nadie a lo que realmente sucedió: de hecho, fue el único que hizo una verdadera investigación monográfica sobre el golpe. Lo que no demostró, y eso debilitó su estudio, fue su afirmación de que el golpe fuera el colofón de un régimen que ya había quebrado. De ahí que necesitáramos conocer el proceso de crisis y quiebra de la monarquía liberal.

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—Alguna de las críticas asegura que su libro es un «ejemplo prototípico del revisionismo historiográfico concebido para legitimar una determinada cultura política». ¿Siente que no se ha entendido como quería?

—Eso del «ejemplo prototípico del revisionismo historiográfico» no se decía del libro, sino del autor. Por eso, aquella pieza de ‘El País’ no era realmente una reseña del libro, sino una descalificación ‘ad hominem’. Personalmente, como concibo la Historia como una disciplina académica y no como un instrumento al servicio de una ideología, esas contraposiciones de cuño marxista entre ‘ortodoxos’ y ‘revisionistas’ carecen de sentido para ubicarme o etiquetarme. Nunca, ni desde posiciones heterodoxas, he sido socialista ni he usado para mis análisis las categorías del materialismo histórico. Por eso, uno a veces tiene la impresión de que los que acusan de «revisionistas» a historiadores que no les gustan, además de degradar la Historia a una simple herramienta ideológica, no saben de lo que hablan. Si lo que pretenden es denunciar que en Historia se «revisa», alguien debería explicarles que la revisión y el contraste, constantes y permanentes, son lo usual en cualquier ciencia, y es justo lo que permite elaborar, mejorar e incrementar nuestros conocimientos.

—En comparación con otros episodios de la historia de España, como la Segunda República, la Guerra Civil o la dictadura de Franco, ¿ha sido la dictadura de Primo de Rivera un periodo desatendido por los historiadores?

—No faltan obras útiles para introducirse en el periodo. Ocurre que a los historiadores que venimos de estudiar la Segunda República, un periodo que conocemos con gran detalle, nos sorprende la falta de concreción y profundidad que existe en la historia política anterior a 1931. En mi investigación anterior sobre la revolución, ‘1917. El Estado catalán y el Soviet español’, pude constatar que ni siquiera los hechos estaban rigurosamente establecidos.

—¿Se pueden entender esos tres periodos sin la dictadura de Primo de Rivera?

—Sin la crisis de eficacia y la quiebra final de la Monarquía liberal entre 1917 y 1923, y sin la dictadura de Primo de Rivera, que genera una crisis de legitimidad sin precedentes desde 1874, es inexplicable ese medio siglo de periodo constituyente y esa sucesión de regímenes exclusivistas basados en la imposición de unos españoles sobre otros.

—Tendemos a equiparar a Primo de Rivera y Franco. ¿Pueden compararse sus dictaduras?

—De alguna manera, ambas fueron dictaduras personales, que concentraron todos los poderes en un caudillo reconocido como tal por las Fuerzas Armadas, y que alcanzaron también notable apoyo civil. Además, algunas ideas, proyectos e incluso modos de ejercer el poder durante la dictadura de Primo de Rivera influyeron decisivamente en la de Franco.

—Centrándonos en el aspecto más político, social y de las libertades, ¿cuál es para usted la principal diferencia entre ambas dictaduras?

—La diferencia básica estriba en que mientras Franco logró instaurar y consolidar un régimen nuevo de carácter autoritario, la dictadura de Primo de Rivera no llegó a perder su condición original de Gobierno de excepción. Esto es, de paréntesis indefinido y sin vocación de permanencia, en el que el entramado legal e institucional heredado de 1923 estuvo en suspenso, pero no derogado, pese a las tentativas de Primo de Rivera de refundar la monarquía. Por eso es tan problemático hablar de «régimen» para referirse a la dictadura de 1923.

—Cuál era la postura de Franco ante la dictadura de Primo de Rivera?

—En 1923, la postura de Franco no difirió de la inmensa mayoría de los generales, jefes y oficiales, hastiados con la política marroquí del último Gobierno de la concentración liberal, que creían que llevaría a España a una derrota militar frente a Abd-el-Krim. Primo de Rivera fue bien recibido y, a partir de ahí, la posición de Franco vino definida, como consecuencia de ser un militar «africanista», por los vaivenes en la política marroquí del dictador. La fase «abandonista» de Primo de Rivera deterioró su relación con el Ejército de África, y la fase «intervencionista» la recompuso. En todo caso, el Franco de los años veinte era un militar de carrera preocupado por culminar una trayectoria exitosa. No fue un actor político de relevancia.

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—A diferencia de lo ocurrido en la Guerra Civil, ¿por qué cree que no hubo en España una reacción popular y armada contra el golpe de Estado de 1923?

—Si con «reacción popular» te refieres a por qué en 1923 los partidos y los sindicatos revolucionarios de la izquierda de clase no actuaron como en 1936, la respuesta es que a ninguno de ellos le importaba lo más mínimo la continuidad de la Monarquía liberal o el Gobierno de Manuel García Prieto. Los socialistas estaban, de hecho, comprometidos en la conspiración «responsabilista» del general Francisco Aguilera y habían roto por completo con el Ejecutivo liberal, especialmente después de que éste anunciara nuevas operaciones militares en Marruecos. En cuanto a los anarcosindicalistas o los comunistas, ambos estaban muy debilitados tras sus diversas y fracasadas tentativas, en 1923, de desestabilizar a la Monarquía liberal. El único acto de oposición al golpe de Primo de Rivera fue la huelga general del PCE en Vizcaya, que desconvocó rápidamente el PSOE y la UGT.

—¿Este hecho quiere decir que los españoles, que según el libro hasta aplaudieron el golpe, no eran tan democráticos como nos gustaría pensar en aquellos momentos?

—No conviene confundir a los españoles con la izquierda de clase, cuyos partidos y sindicatos no estaban comprometidos por el constitucionalismo o por la democracia, ni en 1923 ni en 1936. En todo caso, entre los españoles interesados por la política, más que un desapego hacia los principios y las instituciones del régimen constitucional, lo que existía en 1923 era un hartazgo por la crisis de eficacia que le atenazaba, es decir, por la cada vez más limitada capacidad de respuesta de los gobiernos, con las reglas vigentes, a los problemas planteados, y muy especialmente con la falta de liderazgo. Es importante resaltar que nadie percibió el golpe de Primo de Rivera como una operación para sustituir el régimen constitucional por otro autoritario, sino sólo para establecer un Gobierno de excepción que apartara a unos políticos desprestigiados y acabara con esa crisis de liderazgo y eficacia, antes de retornar a la normalidad.

—Un detalle que no mucha gente conoce en la actualidad es que un sector del PSOE, encabezado por Francisco Largo Caballero, decidió colaborar con la dictadura de Primo de Rivera. ¿Por qué lo hizo y que implicó eso para la historia del partido?

—Los socialistas no habían apoyado el golpe de Primo de Rivera pero, antes de 1923, habían sido una fuerza antisistema que postulaba derrocar, incluso por la fuerza, a la Monarquía liberal. Por ello, la colaboración con la dictadura era coherente con su estrategia de «oportunismo revolucionario». Sin comprometerse con ningún «régimen burgués», los socialistas aceptaban avenirse con cualquier Gobierno que les procurara recursos y palancas de poder que reforzaran a la UGT, que no era simplemente una sociedad obrera sino, antes que nada, el núcleo del futuro Estado socialista que debía sustituir al «burgués». Esa colaboración con la dictadura de Primo de Rivera fue trascendental para los socialistas, que se hicieron con numerosos puestos en los nuevos sindicatos del Estado y en la administración territorial. Ello les permitió pasar de ser un pequeño partido en 1923, a convertirse en 1931 en una fuerza verdaderamente nacional, implantada en mayor o menor medida en todas las provincias de España.

—¿Fue realmente el general Picasso, como se ha dicho en tantas ocasiones, el responsable principal de que se produjera el golpe de Estado de 1923?

—Es un error común, porque el ‘Expediente Picasso’ no entraba en las responsabilidades políticas o en las puramente militares del jefe del Ejército de Marruecos, de los ministros o del Rey. Lo que suele decirse es que Primo de Rivera se sublevó para evitar que la Comisión de Responsabilidades del Congreso de los Diputados de 1923 acusara a Alfonso XIII por el desastre de Annual. Dedico un capítulo completo a los trabajos de esa comisión y, aunque Primo de Rivera y sus compañeros pensaban, como casi todo el mundo, que las «responsabilidades políticas» habían degenerado en un ejercicio de demagogia partidista, no se alzaron para salvar al Rey de un supuesto proceso ante las Cortes que carecía de todo fundamento y que los vocales liberales y conservadores, desde luego, no estaban dispuestos a consentir. Por cierto, el golpe de Primo de Rivera no detuvo las «responsabilidades militares», que siguieron juzgándose en el Consejo Supremo de Guerra y Marina, y a cambio sancionó las «políticas» al asumir la demanda «responsabilista» de separar de sus cargos a los «políticos profesionales».

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—En la Restauración se produjo un turnismo político pactado en el que, según muchos historiadores, el verdadero sentido democrático brillaba por su ausencia. Además, sobre todo en el norte de España, la compra de votos se convirtió en una práctica habitual. ¿Fue el régimen de la Restauración tan corrupto como se ha sostenido a lo largo de este último siglo?

—El turno fue la fórmula española, una de las tantas que se articularon en Europa occidental, para regular los cambios de gobierno y, además, la alternancia pacífica entre partidos diferentes en un contexto político indudablemente constitucional y parlamentario, y en el que aún no existía la democracia moderna como tal. En la época de Cánovas y Sagasta, sólo Estados Unidos y Reino Unido habían comenzado a articular una competencia electoral por el Poder de dos grandes partidos con un sufragio amplio. En todo caso, el sistema político español no era incompatible con la democracia liberal: tenía potencialidades democratizadoras muy estimables, que comenzó a desplegar justo en el reinado de Alfonso XIII. Por otra parte, sorprende esa asociación de la corrupción electoral con la Restauración, cuando la primera estaba presente en España mucho antes de 1875. De hecho, fue durante la Monarquía liberal cuando el fraude y la corrupción electorales comenzaron a reducirse progresivamente. En 1923, como demuestro en el libro, puede decirse que esas distorsiones ya no explicaban los resultados electorales, y las elecciones de la Segunda República serían inexplicables sin esta evolución previa.

—¿Cuáles fueron los principales errores de Primo de Rivera y qué habría tenido que ocurrir para que su Gobierno durara más de siete años?

—Primo de Rivera no consiguió articular una alternativa viable al régimen constitucional, ni una versión mejorada del constitucionalismo que derribó en 1923. De hecho, contribuyó decisivamente a estrechar las bases de apoyo a la Monarquía liberal al destruir a los partidos constitucionales, los principales damnificados de su golpe, al tiempo que potenciaba a unas fuerzas antisistema que, hasta 1923, tuvieron un apoyo electoral en declive. En realidad, aquel Gobierno de excepción duró más de lo esperado por nadie, sustentado en sus éxitos finales en Marruecos y en la prosperidad económica de los años veinte, que la dictadura tuvo la suerte de administrar después de que los últimos gobiernos constitucionales afrontaran lo peor de la crisis suscitada por la Gran Guerra.

—¿Cuál es la lección que podemos sacar de los sucedido durante el golpe de Estado de 1923 y la dictadura de Primo de Rivera para aplicar en una España con tantos conflictos como la actual?

—La fundamental es que las democracias pueden caer incluso si carecen de una amenaza existencial relevante a extramuros del sistema. Si los ciudadanos dejan de confiar en la capacidad de los líderes políticos y de sus gobiernos de detectar y solventar sus problemas básicos, y de preservar el imperio de la ley, y la política, lejos de ser una solución, se convierte en una parte fundamental del problema, pueden demandar esas soluciones al margen de los mecanismos y reglas establecidos. En todo caso, conviene observar que nuestra crisis actual tiene notorias semejanzas con la de 1923. Y tiene también una diferencia de grado, porque a la España de 2023 lo que la atenaza es ante todo un problema de legitimidad que pone en cuestión no sólo su régimen constitucional, sino también la nación sobre la que este se asienta. Cuanto más se retrase un reequilibrio dentro del sistema, mayor será la tentación de apelar a nuevas rupturas o a soluciones extraordinarias.

Origen: Roberto Villa: «Al acusar a Alfonso XIII, la II República no buscaba la verdad, sino legitimar su régimen»

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