La mentira repetida mil años por la leyenda negra sobre el oscuro rito sexual de los caballeros templarios
La mentira repetida mil años por la leyenda negra sobre el oscuro rito sexual de los caballeros templarios
Para Emery de Villars-le-Duc, hidalgo de la Orden del Temple al que sus captores describieron como un hombre esbelto de «barba rasa», el martes 13 de mayo de 1310 fue un día de buena fortuna. O, al menos, una jornada en la que escapó de la muerte. Tras más de dos décadas como caballero, y después de ser capturado por los secuaces de Felipe IV de Francia, se presentó ante la Inquisición gala «sin manto ni hábito» dispuesto a responder a las desquiciadas acusaciones que la monarquía del país había prefabricado contra su hermandad. Los interrogadores esperaban a un curtido cincuentón, pero hallaron a un hombre trémulo que se derrumbó ante la perspectiva de la ejecución. Y así informaron de ello:
«El testigo, pálido y muy asustado, deponiendo bajo juramento y con peligro de su alma, pidiendo, si mentía, morir de repente […] golpeándose el pecho con los puños […], dijo que todos los errores imputados a la orden eran falsos, aunque hubiera confesado algunos en medio de las torturas a las que le habían sometido. […] Añadía, no obstante, que habiendo visto llevar en carretas para ser quemados cincuenta y cuatro hermanos de la orden que no habían querido confesar dichos errores, y habiendo oído decir que los habían quemado, él, que temía, en caso de ser condenado, no tener bastante fuerza para aguantar […] estaba dispuesto a confesar y jurar por temor, ante los comisarios […] que había dado muerte a nuestro Señor».
Lloró, maldijo y juró «no revelar a las gentes del rey» que las acusaciones eran falsas si le permitían vivir. La escena fue tan patética que «los comisarios, viendo el peligro que amenazaba a los testigos si ellos continuaban oyéndolos bajo este terror, y conmovidos además por otras causas, resolvimos sobreseer por el momento». Emery de Villars-le-Duc esquivó su destino, pero no les ocurrió lo mismo a las decenas de caballeros que, como Jacques de Molay, último Gran Maestre de la Orden, fueron quemados vivos acusados de una retahíla de falacias exacerbadas por un monarca galo ávido de acabar con los templarios. Y todo, para evitar que atesoraran más poder y riquezas que la realeza.
Felipe IV, a golpe de misivas enviadas a todos sus alguaciles y senescales, imputó a los «pobres caballeros de Cristo» todos los delitos religiosos existidos y todavía por existir. Sin embargo, el mascarón de proa de sus acusaciones fueron los supuestos ritos iniciáticos de los templarios. Sabedor de que, por entonces, traicionar los principios religiosos implicaba la caída en desgracia de cualquier grupo religioso, acusó a la Orden del Temple de obligar a sus nuevos miembros a perpetrar sodomía y herejía; a mancillar la imagen de Jesucristo; a practicar la magia negra y a adorar a extraños ídolos paganos que solo ellos conocían. El mito, a base de repetición, todavía es considerado como real.
El verdadero rito
La descripción oficial del rito para convertirse en caballero templario ha sido descrita de forma pormenorizada a lo largo de los siglos por una infinidad de autores. Aunque uno de los que más ha investigado sobre ella es Malcolm Barber, hoy considerado uno de los mayores expertos en esta hermandad. En su obra «El juicio de los templarios» especifica que, antes de ser nombrado caballero, el aspirante debía superar un período de prueba que la Regla Latina (las 72 cláusulas escritas –presuntamente– por el monje nacido en el siglo XI Bernardo de Claraval y por uno de los fundadores de la propia orden, Hugo de Payens) dejaba al «buen juicio y providencia del maestre». Después comenzaba el rito.
La historiadora Helen Nicholson, en «Los templarios: Una nueva historia», afirma que «el momento preferido para llevar a cabo esas ceremonias era el amanecer, después de que los candidatos para ingresar en la orden hubieran velado». El aspirante debía, por tanto, haber pasado toda la noche sin dormir y orando al Señor en una iglesia. Por la mañana, dos templarios, que hacían las veces de padrinos, le escoltaban hasta alguna estancia íntima del centro religioso e iniciaban un extenso interrogatorio cuyo objetivo era conocer las verdaderas intenciones del, todavía, futuro caballero. De sus respuestas dependía acceder o no a la hermandad.
Gérard de Caux, un caballero que entro en la Orden del Temple el 12 de enero de 1311, afirmó que su interrogatorio, y el de otros tantos aspirantes que había con él, comenzó con una sencilla frase:
«¿Buscáis la compañía de la Orden del Temple y la participación en los bienes espirituales y temporales que hay en ella?».
Después de que todos respondieran de forma afirmativa, los padrinos se acercaron hasta ellos y les explicaron las dificultades de pertenecer a la Orden del Temple:
«Lo que buscáis es una gran empresa y no sabéis lo rígidos preceptos que [rigen] en la Orden; pues vosotros nos observáis desde el exterior, bien vestidos, con buenas monturas y bien equipados, pero no podéis ver la austeridad de la Orden del Temple y los rígidos preceptos que en ella gobiernan; pues cuando quieras permanecer en este lado del mar, estarás en el otro, y al contrario, y cuando estés deseando dormir, tendrás que mantenerte despierto, y seguir hambriento cuando estés deseando comer. ¿Podrías soportar todo ello para mayor honra de de Dios y la salvación de tu alma?»
A continuación, y siempre que la respuesta fuera afirmativa, los padrinos les apabullaban con una batería de preguntas destinadas a conocer más al candidato. Aunque solo sobre el papel, pues la realidad es que su pasado ya había sido investigado una y otra vez:
«Queremos saber de vosotros mismos si estáis libres de las cosas sobre las que queremos preguntaros. En primer lugar: desearíamos saber si creéis en la fe católica, de acuerdo con la fe de la Iglesia de Roma; si estáis sujetos a las órdenes sagradas o unidos al vínculo del matrimonio; si estáis vinculados bajo juramento a alguna otra Orden; si pertenecéis a la nobleza y sois fruto de un matrimonio legítimo; si habéis sido excomulgados a causa de vuestras propias faltas u otras; si habéis prometido algo o hecho regalos a algún hermano de la Orden del Temple para ser recibidos en la Orden; si tenéis alguna enfermedad oculta que os impidiera servir en la casa o portar armas; si tenéis contraídas deudas, […] de las que no podáis desprenderos sin los bienes del Temple».
Si las respuestas eran las acertadas, los aspirantes debían dar las gracias a Dios y a la Virgen María por permitirles entrar en la Orden y por salvar sus almas. En silencio y durante algunas horas, pues, como se especifica en la obra «Templarios», coordinada por la doctora en Ciencias de la Información Carolina Godayol Disario para «History Channel», la hermandad entendía que los nuevos reclutas no podían tomar aquella decisión a la ligera. En el caso de que, pasado ese tiempo, quisieran todavía continuar con la ceremonia, tenían que quitarse los gorros que portaban, juntar las manos y, frente al Gran Maestre (o a su representante provincial), repetir esta suerte de salmo:
«Señor, venimos ante ti y ante los hermanos que están contigo y pedimos la compañía de la Orden y la participación de los bienes espirituales y temporales que hay en ella; asimismo, queremos ser por siempre los esclavos y servidores de la citada Orden y renunciar a nuestra voluntad por la de otra persona».
El Maestre, o su representante, era el que tomaba la palabra y les solicitaba que jurasen los votos de la Orden del Temple. A saber: obedecer a su superior, ser castos, seguir los buenos usos y las costumbres de sus hermanos, renunciar a todas sus posesiones terrenales, aceptar solo en propiedad lo que les ofrecieran sus compañeros, «conservar lo que se ha ganado en el reino de Jerusalén y conquistar lo que no se ha ganado todavía», no dejar en vergüenza a la hermandad con robos o pillaje y no acudir a lugares en los que se vejara a buenos cristianos. Esta extensa lista terminaba con una promesa de no salir jamás del grupo: «No abandonaréis la orden, ni en la felicidad ni en la desgracia, sin el consentimiento de vuestros superiores».
Después de unas breves palabras del Maestre y varios interrogatorios más, las autoridades presentes se retiraban a deliberar si aceptaban o no a los presentes como nuevos caballeros del Temple. Esta amalgama de frases y ritos terminaba con el regreso del jurado y el candidato de rodillas, dispuesto –con suerte– a escuchar las últimas palabras que oiría como mero civil:
«En nombre de Dios y de Nuestra Señora Santa María, del señor san Pedro de Roma, de nuestro Padre el Papa y de todos los hermanos del Temple, os admitimos a todos los favores de la casa. […] Os recibimos a vosotros, a vuestro padre, a vuestra madre y a todos los de vuestro linaje que deseéis que se acojan a ellos. Y así os prometemos el pan y el agua, y la humilde ropa de la casa y muchos pesares y trabajos».
A partir de entonces, el candidato se alzaba como caballero de la Orden del Temple mientras el resto de los presentes recitaban un salmo en el que se alababa la camaradería. Todo terminaba con un ritual que, a la postre, avivó las mentiras de Felipe IV de Francia: cada uno de los presentes se levantaba y, como símbolo de amistad, le daba un beso en la boca al nuevo miembro. Una práctica que, según se señala en la obra coordinada por Godoyal, era habitual en la Edad Media.
Raros ritos sexuales
El monarca francés, azuzado por la necesidad de acabar con el poder de los templarios, inventó una serie de acusaciones que, según afirma el historiador Dan Jones en sus muchas obras sobre la hermandad y las cruzadas, se correspondieron con exageradas falacias. El monarca insistió en que, «según muchas personas dignas de fe» (sin citar cuáles), los templarios practicaban un deplorable ritual que comenzaba con la negación de Cristo hasta en tres ocasiones. A continuación, debían escupir sobre su imagen, quitarse la ropa y permanecer desnudos ante un veterano de la orden mientras este le daba tres besos. «Conforme al rito odioso de su orden, primero debajo de la espina dorsal, segundo en el ombligo y, finalmente, en la boca, para vergüenza de la dignidad humana», completaba una misiva del monarca.
En palabras de Felipe IV, después de este ritual los templarios se veían obligados a mantener relaciones sexuales con sus compañeros (sodomía), a adorar a falsos ídolos (herejía, el peor de los pecados para una orden que había nacido para proteger a los cristianos), a despreciar la imagen de Jesucristo y a practicar la magia negra. Jones corrobora estos cargos: «El gobierno había escuchado que el cordón que ataba los hábitos de los hermanos había sido “bendecido” al ser tocado por “un ídolo con la forma de la cabeza de un hombre con una gran barba, cuya cabeza besan y adoran en sus capítulos provinciales”». El historiador, no obstante, es partidario de que todo eran «infundios» y «palabrería escandalizada» para justificar las detenciones.
Perseguidos y capturados a partir del viernes 13 de octubre de 1307, los caballeros del Temple fueron, según desvelan los historiadores, sometidos a todo tipo de tropelías antes de ser interrogados por los tribunales de la Inquisición francesa. Las torturas, apunta Jones, provocaron que muchos admitieran que habían cometido todos los pecados de los que se les acusaba. El mismo Jacques de Molay testificó, tras jurar que «estaba diciendo la verdad, toda la verdad acerca de sí mismo y de los demás», lo siguiente sobre el rito iniciático de uno de los aspirantes:
«Después de que hiciera muchas promesas con respecto a las observancias y los estatus de dicha orden, lo vistieron con una túnica. El citado receptor hizo que una cruz de bronce con la imagen del Crucificado fuera llevada ante sui presencia, y le dijo y ordenó que negara a Cristo, cuya imagen estaba allí. Contra su voluntad, él lo hizo. Entonces, el mencionado receptor le ordenó que le escupiera, pero escupió al suelo. Cuando se le preguntó cuántas veces, contestó bajo juramento que escupió solo una vez, y que lo recordaba claramente».
No fue el único. Hugo de Pairaud, interrogado el 9 de noviembre de ese mismo año, también admitió varias de las acusaciones tras pasar algún tiempo en prisión. Con 44 años de servicio en la Orden, esta destacada figura de la política europea desveló que le habían exigido escupir sobre la Cruz, pero que se había negado. A su vez, añadió que, durante las ceremonias de admisión, se llevaba a los nuevos reclutas «a algún lugar secreto» y se les obligaba a realizar una horrible serie de actos como besarles la espina dorsal a sus superiores o negar a Cristo tres veces». Tras investigar el suceso, Jones es partidario de que, a cambio de estas mentiras, le ofrecieron salvar la vida.
El rey afirmaba además que «cuanto más amplia y profundamente» se desarrollaba la investigación en su contra, «más graves son las abominaciones que encontramos, como cuando uno sondea un escondrijo». A su vez, en las mismas añadía que Guillermo de París, «inquisidor de la depravación herética», lideraría los procesos contra los templarios. «Una segunda nota, enviada el 22 de septiembre, fue más reveladora. Daba instrucciones específicas a los alguaciles y a los senescales que efectuarían las detenciones. Por orden real, debían incautar, inventariar y proteger las propiedades de la orden», desvela Jones. Con los templarios eliminados, y una infinidad de confesiones por escrito, los pilares de la mentira se erigieron