21 noviembre, 2024

La pesadilla de combatir en un superbombardero de la IIGM: «La orina se congelaba allí arriba»

Fotograma de la serie APPLE TV
Fotograma de la serie APPLE TV

‘Los amos del aire’ recupera el día a día de los jóvenes aviadores que combatieron en la Segunda Guerra Mundial

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El repiquetear de las balas contra el metal no lo mitigaba la bajísima presión. ‘Tac, tac, tac’. Era diciembre de 1943 y, desde las tripas de un gigantesco bombardero B-17, el operador de radio Forrest Vosler respondió al caza alemán con la misma cantinela. ‘Tac, tac, tac’. La sinfonía la detuvo un disparo desafortunado; un proyectil explosivo impactó en la ametralladora cuando el joven la tenía a centímetros del rostro. Palpó a la altura de los globos oculares y notó una masa húmeda de carne suelta. «Sabía que iba a morir», admitió años después. Enloqueció de miedo, pero terminó por asumir su mala fortuna: «Llévame Señor, estoy preparado». Hasta pidió que le arrojaran por la portezuela para aligerar peso y evitar que el aparato se estrellara, pero no lo hicieron.

Vosler vivió bastante para ver cómo le entregaban la Medalla de Honor del Congreso. Solo con un ojo, y muy dañado; el otro le fue extirpado en una peligrosa operación. Con todo, pudo mirar perspicaz a una diosa Fortuna que no fue tan benévola con otros 26.000 de sus compañeros; casi dos tercios de todos los que formaron parte de la 8ª Fuerza Aérea de los EE.UU. Esa que bombardeaba la Europa nazi a 9.000 metros en la Segunda Guerra Mundial y cuya historia cuenta el catedrático emérito de Historia Donald L. Miller en ‘Los amos del aire‘ (Desperta Ferro). El mismo ensayo sobre el que se levanta la serie homónima que se estrenará el 26 de enero en Apple TV de la mano de Steven Spielberg y Tom Hanks.

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Y vaya si merece la pena lo que narran en papel y pantalla. Porque, aunque ha quedado a los márgenes de los libros, la 8ª Fuerza Aérea asumió una de las tareas clave del conflicto: destruir a la luz del día los centros industriales alemanes para evitar que nutrieran de carros de combate y aviones al Tercer Reich. Ya lo dijo Winston Churchill: «Existe una cosa que los doblegará, y es un ataque devastador con bombarderos muy pesados». Para ello, las armas de los norteamericanos fueron dos: las populares ‘Fortalezas Volantes’ B-17 y los B-24 Liberator. Aparatos que prometían dejar caer sus explosivos con precisión «sobre un tarro de pepinillos» a 6.000 metros, pero que, en la práctica, también segaron la vida de mujeres y niños.

El corazón de aquellos colosos eran chavales de entre 18 y 22 años. El que sumaba 25 era un veterano; el de 30, una suerte de estrella fugaz. Muchos eran tan jóvenes que no podían conducir coches, pero sí un bombardero de 32 toneladas. Las dotaciones las componían gentes de toda la geografía de los EE.UU. y de casi todos los estratos sociales. Vosler había trabajado como operario de taladradora, pero también había carboneros, limpiacristales, abogados… La lista era tan larga como el camino que les esperaba hasta Gran Bretaña, dónde se entrenaban y asumían la tarea que les aguardaba. «Su trabajo no va a ser glorioso, no olviden que también van a ser asesinos de mujeres y niños», solía explicarles el coronel Darr H. Alkire.

Londres fue donde bisoños y veteranos vivieron, o malvivieron, entre misión y misión. Cada uno superaba la tensión como podía. Lo más habitual era beber hasta caer redondo; daba lo mismo en el ‘pub’ que en el cuartel. «Uno de nuestros oficiales tenía un contacto con Coca-Cola. Cada vez que llegaba un cargamento, se aseguraba de que incluyera algo de ‘whisky’», explicaba el aviador R. Morgan. Incluso Clark Gable, un reconocido ‘bomber boy’, desaparecía de cuando en cuando para emborracharse.

 

 

 

Otros tantos preferían la compañía femenina. «Los ‘yanquis’ fueron lo mejor que jamás les pasó a las féminas británicas. Lo tenían todo, dinero, glamour, audacia, cigarrillos, chocolate, medias de nailon y genitales», desveló tras el conflicto el militar inglés Eric Westman.

Pero todo cambiaba al subirse a las ‘Fortalezas volantes’ y ocupar el puesto que tenían asignado. La dotación estaba formada por diez hombres a la cabeza del piloto, un tipo que debía derrochar carisma, pues era la balsa a la que, según los testimonios, «el resto de la dotación se aferraba en busca de apoyo y esperanza». Podía tener miedo, e incluso admitirlo; la clave era no perder el control jamás. «La cobardía es algo que el hombre hace, lo que se le pase por la cabeza es cosa suya», afirmaba el psiquiatra Lord Moran. El resto de la tripulación estaba formada por el copiloto, el navegante, el bombardero, el ingeniero de vuelo, el operador de radio y cuatro artilleros ubicados en diferentes zonas del aparato.

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La posición más peligrosa era la del artillero de bola: una pequeña esfera ubicada en la panza de las ‘Fortalezas volantes’ a la que se accedía tras pasar una portezuela tan estrecha como un agujero en la pared. El soldado debía tener un tamaño y una envergadura más pequeñas de lo habitual para desempeñar su labor, pues el espacio era minúsculo. Hasta tal punto, que no podía portar paracaídas y apenas contaba con tiempo para ponérselo si el aparato era derribado. El mismo Gable se estremeció en una ocasión cuando vio a uno de estos combatientes, vendado como una momia tras haber sido acribillado en todas las partes del cuerpo por un caza BF-109.

Hace frío arriba

Esta decena de aviadores arrancaban sus ‘raids’ de buena mañana. A los oficiales se les despertaba con cuidado y educación: «Buenos días, señor. Usted y sus hombres volarán hoy en el número 6». Con la tropa era diferente: «¡Soltaros las pollas y poneros los calcetines, muchachos, hoy voláis!». Lo normal es que unos 3.000 soldados participaran en la misión. Cada dotación, en un bombardero con un apodo y un dibujo en el morro; normalmente, una mujer de voluptuosos encantos. «A los alemanes que se lanzaban sobre nosotros debió parecerles que atacaban una oleada de catálogos voladores de lencería», explicaba entre risas Robert Morgan, uno de los tripulantes. En el camino, sintonizaban canciones románticas de la BBC; era su forma de concentrarse.

Ya en los cielos del viejo continente aumentaba la tensión. El miedo a los cazas nazis sobrevolaba el ambiente, aunque lo peor eran las temperaturas de hasta 40 grados bajo cero que se padecían allí arriba. Los aviadores contaban con trajes eléctricos para combatir el frío, pero podían fallar. En esa situación, aliviar la vejiga a través del tubo ubicado en la bodega de bombas suponía un auténtico reto. Si alguien lo había usado antes, era casi inevitable que su orina estuviese congelada. Al final, terminaban por hacerse sus necesidades encima.

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Tampoco podían quitarse los guantes. Si lo hacían, se arriesgaban a que la piel se quedase adherida al gélido metal de las ametralladoras; y despegarla implicaba perder un trozo de carne.

Aquel viaje era una prueba mortal que las tripulaciones superaban en solitario. En principio, los aparatos volaban en grandes grupos sin apoyo; la idea era que podían formar un muro inquebrantable de fuego contra los alemanes. Sin embargo, las bajas se multiplicaron. La posterior llegada de los cazas de escolta de medio alcance no mejoró la situación, y vayan por delante los datos: para enero de 1943, apenas uno de cada cuatro aviadores completó su turno de servicio. Para colmo, los que no morían derribados solían terminar en campos de prisioneros enemigos. Hubo que esperar hasta las semanas posteriores al Desembarco de Normandía para que las muertes empezaran a controlarse.

Sin embargo, aquel cóctel de miedo, tensión y desesperación generó una comunidad que, según el oficial de inteligencia de la 8ª Fuerza Aérea, Starr Smith, no se había visto jamás: «Quizá en ningún otro momento de la guerra ha existido una relación entre combatientes similar a la que se dio entre las dotaciones de combate de los aviones pesados de bombardero».

Origen: La pesadilla de combatir en un superbombardero de la IIGM: «La orina se congelaba allí arriba»

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