8 octubre, 2024

La rara mutilación del cadáver de Alfonso X: ¿dónde están enterrados el corazón y las entrañas del rey?

Alfonso X, representado en el Libro de los Dados ABC
Alfonso X, representado en el Libro de los Dados ABC

El monarca ordenó ser eviscerado y que las diferentes partes de su cuerpo reposaran en enclaves de gran significado para él

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Fue ese gran genio que hizo de la cultura un pilar sobre el que apuntalar su reino. Aunque también un monarca que consolidó elementos básicos para el nacimiento de un país, que superó la diversidad legal con un corpus jurídico ávido de fomentar una primigenia unificación y que –entre otras mil cosas– administró justicia como cabeza máxima de la pirámide. Y eso, por no hablar del impulso clave que le dio a la Reconquista. Que ahí es nada. Es imposible resumir la larga lista de genialidades de Alfonso X. Pero la muerte nos llega a todos; hasta a los grandes personajes. Y el Sabio había pensado lo suficiente en ella como para establecer que su cuerpo fuese eviscerado y repartido entre las regiones a las que más amor sentía. Entre ellas, Jerusalén…

Llega la muerte

No fue inesperado, pero tampoco aplaudido. La Parca atropelló a Alfonso X el 4 de abril de 1248, allá por el sur de la península. Así lo recoge el profesor Manuel González Jiménez, del Departamento de Historia Medieval y Ciencias y Técnicas Historiográficas de la US, en su dossier ‘La muerte de los reyes de Castilla y León’. En sus palabras, la crónica más antigua que atesoramos sobre el fallecimiento del monarca nos ha llegado de la mano del canónigo toledano Jofré de Loaysa. Lo llamativo es que lo hizo de una manera escueta, con apenas una frase: «Sorprendió la muerte al ínclito rey en la ciudad de Sevilla». Y poco más, vaya.

Sí fue mucho más detallada la ‘Crónica de Alfonso X’, alumbrada en el siglo XIV con materiales de la época del rey. El texto dejó sobre blanco que el monarca «adoleció en este tiempo en Sevilla, en guisa que llegó a muerte». También dejó constancia, quizá de forma exagerada, de que «cuando estaba afincado en la dolencia dijo ante todos que perdonaba al infante don Sancho, su hijo heredero» y que «perdonaba a todos los naturales de los reinos» que se habían alzado contra él en vida. Así, en paz, arribó la defunción. «Y después de esto, recibió el cuerpo de Dios muy devotamente, y a poco dio el alma a Dios», finalizaba el texto en cuestión.

Ninguno de los textos hizo referencia a la causa de la muerte del monarca. Lógico, pues fue un enigma hasta hace apenas dos décadas. El pasado 2004, el profesor Salvador Martínez publicó una biografía sobre este personaje en la que afirmaba que el rey falleció aquejado de una enfermedad –quizá un cáncer maxilofacial, quizá un tumor con períodos virulentos– que le provocó intensas molestias físicas durante la última etapa de su vida. Entre ellas, enormes dolores de cabeza, severos arranques de ira y, según las crónicas medievales, problemas como que «el ojo se le saliera de la órbita». Debió de ser llamativo, porque hasta su propio hijo llegó a acusarle de «loco y leproso».

Camino a Tierra Santa

Fallecido el Sabio, a descendientes y religiosos se les planteó la disyuntiva de dónde debían ser enterrados sus restos. Y ahí comenzó la controversia. Al comenzar su reinado, el monarca había solicitado ser inhumado en la catedral de Cádiz. De hecho, y según González, aquel deseo hizo que se solicitase «del Papa Urbano IV la restauración en la urbe de la antigua sede de Sidonia (Medina Sidonia) en 1262». Pero el buen mandatario cambió de opinión después de recuperar Murcia y ordenar su repoblación en los años setenta. La ciudad ejerció sobre él un magnetismo especial; hasta el punto de que fundó el monasterio de Santa María. Y qué mejor sitio para pasar sus últimos días que ese edificio. Así lo explicó en las disposiciones de su testamento:

«Mandamos que el nuestro cuerpo sea enterrado en el nuestro monesterio de Sancta María la Real de Murcia, que es cabeisa deste regno e el primero logar que Dios quiso que ganásemos a seruicio dél e a onrra del rey don Ferrando, nuestro padre, e de nos e de nuestra tierra».

Sin embargo, el monarca dejó también sobre blanco que, si era imposible que su cuerpo acabase sus días en Murcia, fuese trasladado hasta Sevilla. Tenía sentido, pues allí se hallaban enterrados también sus padres: Fernando III de Castilla y Beatriz de Suabia. Con todo, dejó por escrito algunas condiciones para ellos:

«Pero si los nuestros cabasaleros touieren por meior que el nuestro cuerpo sea enterrado en la sibdat de Seuilla, tenérnoslo por bien. Et si los nuestros testamentarios touieren por bien de enterrar el nuestro cuerpo en Seuilla, mandamos que lo fagan allí do entendieren que será meior, pero desta guisa: que la sepultura non sea mucho alta, e si quisieren que sea allí do el rey don Ferrando el la reyna donna Beatriz yazen, que fagan en tal manera que la nuestra cabeisa tengamos a los sus pies d’amos a dos, e que sea la sepultura llana, de guisa que quando el capellán uiniera decir oración sobrellos e sobre nos, que los pies tenga sobre la nuestra sepultura».

Pero las disposiciones no acababan en ese punto. Alfonso X también estableció que los cirujanos extrajesen el corazón y las entrañas de su cadáver y las llevasen hasta Jerusalén. Una práctica que, en palabras de González, era habitual en aquella época de Reconquista y peregrinaciones hasta Tierra Santa. Además, solicitaba que el encargado de llevarlo hasta el otro lado del mundo conocido fuese el maestre de la orden del Temple de los reinos de Castilla, León y Portugal:

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«E otrosi mandamos que, luego que finaremos, nos saquen el corazon e lo lleven a la sancta tierra de Ultramar, e que lo sotierren en Iherusalem, en el monte Calvario, alli do yazen algunos de, nuestros abuelos, e si levar non lo pudiesen que lo pongan en algun lugar do esté fasta que Dios quiera que la tierra se gane e se pueda levar en salvo. Esto tenemos por bien, e mandamos que faga don Frey Juan, teniente de las vezes del maestre del Temple en los reinos de Castilla, et de Leon, et de Portugal, porque es conoscido de nuestro señorio, et se tovo con nusco el tiempo que todos los maestres de las otras ordenes nos desconocieron. E mandamos a este cavallero […] mil marcos de plata para […] canten capellanes missas cada dia por siempre por nuestra alma en el sepulcro sancto, quando Dios quisiere que lo ayan cristianos, o en él o en el logar do estoviere nuestro corazon».

Por último, el monarca pidió que sus entrañas –«lo otro de nuestro cuerpo»– fueran llevadas hasta el monasterio de Santa María. O bien, donde el cuerpo «oviere a ser enterrado». «Que lo metan todo en una sepultura assi como si nuestro cuerpo fuese a yazer», finalizaba.

Desperdigado

El corazón y la entrañas le fueron extraídos en Sevilla, aunque se desconoce el nombre del artista que materializó la obra. El historiador Ariel Sevilla sostiene en su ensayo ‘Alfonso X: esplendores y sombras del rey sabio’ que lo habitual en estos casos era que el cirujano usara unas cizallas para «efectuar dos cortes paralelos, rectos, de traza limpia, en el hemitórax izquierdo: uno entre la tercera y la sexta costillas, el otro a la altura del esternón». Pero insiste en que es difícil saberlo a ciencia cierta. Lo que sí defiende el autor es que los órganos fueron embalsamados.

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El cadáver del monarca terminó en Sevilla. Para ser más concretos, reposó durante sus primeros años en la Capilla Real de la Catedral. En principio, bajo una estatua cargada de oro y piedras preciosas. Un siglo después, el sepulcro fue cambiado de lugar. Y así permaneció hasta 1948, cuando se levantó el nuevo durante la celebración del séptimo centenario de la conquista de la ciudad por Fernando III el Santo. Así lo explicó ABC en su edición local: «Con motivo de la solemne conmemoración […] han comenzado las obras que completarán la gran riqueza decorativa que le diera señorial carácter, para contener […] entre otros, los restos mortales de don Alfonso X el Sabio».

Su corazón no tuvo la misma suerte: la guerra que desangraba Tierra Santa hizo imposible que acabase en Jerusalén. Y otro tanto pasó con sus entrañas. Tras dar algunos tumbos por Murcia, el uno y las otras terminaron por descansar en la Catedral de la urbe. Así lo estableció el emperador Carlos V en una cédula fechada en Toledo el 5 de agosto de 1525: «Por ser justo que las dichas entrañas de dicho rey estén en el lugar e parte más principal y preminente que en la dicha iglesia hubiere, yo vos mando que luego hagáis sacar las dichas entrañas del dicho rey don Alfonso, donde quiera que estuvieren, e las hagáis enterrar en la capilla mayor desa dicha iglesia». Al final, el destino quiso que no pudieran cumplirse las disposiciones de Alfonso X. No siempre se gana, su majestad.

Origen: La rara mutilación del cadáver de Alfonso X: ¿dónde están enterrados el corazón y las entrañas del rey?

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