La verdad sobre las últimas palabras de Luis XVI antes de ser ejecutado durante la Revolución francesa
El 21 de enero el ciudadano Luis fue trasladado en un carruaje verde tirado por un caballo desde la prisión del Temple hasta la plaza de la Concordia, donde le esperaba la guillotina
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Las últimas palabras del Rey Luis XVI han emanado en litros de literatura. Son muchas las leyendas que han puesto en su boca citas falsas como la de «¡Estoy perdido!» . No hubo luz sobre lo que realmente dijo hasta que fue redescubierta hace una década una carta de su verdugo, Charles Henri Sanson, fechada en París el 20 de febrero de 1793 con toda clase de detalles sobre la muerte del Monarca. «¡Pueblo, muero inocente!», afirmó el soberano antes de que la guillotina cayera sobre él.
Tal día como hoy de 1793, Luis XVI fue ejecutado por orden de la Convención Nacional. Tras huir del Palacio de las Tullerías, asaltada por la masa radical, la suerte del monarca quedó sellada en 1792 cuando se acogió a la protección de la Asamblea Legislativa. Sus repetidos intentos de fuga y peticiones de ayuda a potencias extranjeras le habían situado como un hombre impopular incluso entre quienes pretendían una monarquía constitucional. En manos de una asamblea cada vez más radicalizada, el monarca fue suspendido de sus funciones constitucionales y se le remitió a un tribunal extraordinario para que juzgase sus crímenes.
El Rey, la Reina y sus hijos fueron encarcelados en la Torre del Temple, si bien contaron con ciertos lujos y concesiones. Mientras Luis XVI esperaba conocer su suerte, que todos pensaban ya que sería la ejecución; se produjo una purga administrativa más profunda que la que se había emprendido en 1789 (el inicio de la revolución) en la administración central y provincial, buscando a los últimos monárquicos infiltrados.
El 17 de agosto de 1792 el general Lafayette hizo un último intento por liberar a la familia real pero al verse sin aliados optó por huir a las líneas austriacas. Los Borbones tenían en las fuerzas prusianas y austriacas que avanzaban hacia el corazón de Francia su última esperanza. Y precisamente el empuje de las fuerzas exteriores contra la Francia revolucionaria provocó, como en una reacción física, la radicalización en sus decisiones.
La hora de la guillotina
El 11 de diciembre, el ciudadano Luis (ya suspendida la Monarquía) asistió en la Convención a la lectura de los 42 cargos contra él: «Luis, la nación francesa os acusa». Entre las acusaciones estaban la de conspirar contra la libertad pública y la de atentar contra la seguridad general del Estado. No obstante, de los 726 diputados presentes en la sesión definitiva 387 votaron la ejecución inmediata y 290 se pronunciaron por otras penas, siendo minoría los que votaron por exculparlo. Y desde luego no se contó entre ellos el Duque de Orleans, tío del Rey, que detestaba a Luis XVI y sobre todo a María Antonieta: «Preocupado únicamente por mi deber, convencido de que los que han atentado o atentaren en el futuro contra la soberanía del pueblo merecen la muerte, yo voto la muerte».
El 21 de enero el ciudadano Luis fue trasladado en un carruaje verde tirado por un caballo desde la prisión del Temple hasta la plaza de la Concordia, entonces llamada «de la Revolución». Previniendo una posible fuga, 80.000 efectivos de la Guardia Nacional fueron desplegados en la capital y 3.600 legionarios ocuparon posiciones estratégicas a lo largo del país.
En este sentido la versión de Charles Henri Sanson, el verdugo, contradice la clásica creencia de que el Rey fue llevado a la guillotina con una pistola en la sien, y que su cuerpo quedó terriblemente mutilado porque la cuchilla golpeó la cabeza y no el cuello.
Si bien el otrora Rey de Francia se negó inicialmente a ser maniatado y a que se le cortara el pelo, finalmente cooperó «cuando la persona que lo acompañaba le dijo que ése era el sacrificio final». «El Rey afrontó toda aquella situación con una compostura y un temple que nos dejó atónitos a cuantos allí nos encontrábamos. Sigo convencido de que aquella firmeza suya la había extraído de los principios de la religión», dejó escrito el verdugo. Se mostró así tranquilo y firme durante todo el acto final de su vida.
A continuación, el monarca preguntó «si los tambores redoblarían» durante su ejecución. Tras esta pregunta macabra, Luis XVI trató sin éxito de dirigirse al pueblo de Francia. No era ya el momento para discursos. «Señores, soy inocente de todo lo que se me acusa. Deseo que mi sangre pueda cimentar la felicidad de los franceses», acertó a decir únicamente ante los que se encontraban sobre el patíbulo.
A las 10.20 horas del 21 de enero de 1793, la guillotina cayó sobre el cuello del «ciudadano Luis Capet», cuya muerte, anunciada con salvas de cañón, marcó la transición de la Monarquía a la República en Francia. En un país donde los Reyes habían sido sagrados, la guillotina había acabado con la penúltima divinidad:
«En un instante el Rey fue ajustado bajo la plancha fatal. Y en el momento en que la cuchilla iba a caer sobre su cabeza, tuvo tiempo de escuchar la voz del sacerdote que le había asistido en el cadalso. Le decía: «Hijo de San Luis, mirad al cielo»».