Las razones por las que la Inquisición española no fue la bestia sádica que te ha contado la Leyenda Negra
La imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, simplemente es ficción. Ninguna de esas torturas eran válidas, entre otras cosas porque no se podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones permanentes a los reos
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La historia de la Inquisición española está llena de casos documentados de reos que blasfemaron con el propósito de ser trasladados de las cárceles del tribunal del Rey a las del Santo Oficio. Sabían que en manos de la Inquisición obtendrían más garantías procesales, obviamente insuficientes comparadas con las actuales, y que la tortura sería más benévola con ellos. Sabían, también, que el Santo Oficio buscaba más el arrepentimiento que la condena a muerte. Lo cual choca de frente con el mito creado por la Leyenda Negra, presente en el imaginario popular y resistentes a cualquier explicación o dato.
Indiferentemente de lo que aquí se diga, o del esfuerzo por contextualizar su historia: la Inquisición siempre será para muchos un aparato de tormento solo comparable a la Gestapo o a la KGB.
La era de Torquemada
La figura del inquisidor es un recurso habitual en la literatura, extranjera y española, para dar forma a un malvado con características de intransigente y gusto por la sangre. Su presencia es multitudinaria en la literatura y en el cine, a pesar de que la historiografía ha desmontado muchos de los mitos asociados a este tribunal eclesiástico, empezando por demostrar que las cifras de condenados a su cargo ocupa un lugar secundario en comparación con otros episodios de una Europa que se desangró en guerras religiosas durante los siglos XVI y XVII. Sin ir más lejos, se calcula que solo en la Matanza de Bartolomé, en el verano de 1572, se mataron a más personas por cuestiones religiosas en Francia que en los tres siglos y pico de existencia del Santo Oficio en España.
La Inquisición española fue puesto en marcha, en 1478, para combatir los focos judaizantes que se habían localizado en el arzobispado de Sevilla. En contraste con la inquisición medieval, nacida en Francia en 1184 para luchar contra la herejía de los cátaros, la Santa Inquisición española fue estructurada desde el principio como un tribunal subordinado directamente a la Corona.
En estos primeros años, la Inquisición centró sus esfuerzos en los núcleos de judaizantes, que hasta entonces habían permanecido inmunes a otras campañas represivas. En 1481, se celebró el primer auto de fe, precisamente en Sevilla, donde fueron quemados vivos seis detenidos acusados de judeoconversos. Sin embargo, los resultados no eran los deseados por los Reyes Católicos, que, buscando incrementar el acoso contra los falsos conversos, nombraron a Tomás de Torquemada para el cargo de inquisidor general de Castilla en 1483.
La incansable actividad de Torquemada, de sangre conversa, extendió el clima de terror por toda la península. En 1492, ya existían tribunales en ocho ciudades castellanas (Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid) y comenzaban a asentarse en las poblaciones aragonesas. Establecer la nueva Inquisición en los territorios de la Corona de Aragón resultó más complicado, a pesar de que la modalidad medieval sí había tenido aquí vigencia. No fue hasta el nombramiento de Torquemada, también Inquisidor de Aragón, Valencia y Cataluña, cuando la resistencia empezó a quebrarse.
Torquemada inauguró el mayor periodo de persecución de judeoconversos, entre 1480 a 1530, y donde más personas fueron condenadas a muerte por el tribunal. Según el historiador eclesiásticoJuan Antonio Llorente, fueron ejecutadas 10.000 personas durante este periodo, cifas inverosímiles que han desmontado los estudios modernos a cargo del hispanista Henry Kamen, quien rebaja la cifra a 2.000 personas hasta 1530.
En el foco de la Leyenda Negra
Desde la década de 1520, los objetivos del Santo Oficio fueron ampliándose a los pequeños grupos de protestantes, eramistas y otras desviaciones de la ortodoxia. A partir de 1551, la Inquisición empezó a publicar su propio Índice de libros prohibidos, mucho más extenso que el aprobado por la Curia Romana. Esta actuación inquisitorial actuó como «cordón sanitario» de ideas heréticas y libró a los reinos españoles de los sangrientos conflictos religiosos que asolaron toda Europa en los siglos XVI y XVII.
Precisamente fue a raíz de la propaganda escrita por un líder protestante, Guillermo de Orange, cuando la Inquisición española adquirió su fama de tribunal monstruoso. En su «Apologie», Orange siente total indiferencia por los judíos, pero critica a la Inquisición por acosar a los protestantes españoles. Lo que Orange ignora, o quiere ignorar, es que este grupo fue minoritario. Se ha calculado en 2.700 el número de protestantes perseguidos por la Inquisición española entre 1517 y 1648, de los cuales la mayoría eran franceses, británicos flamencos y alemanes.
De esa cifra, apunta el investigador protestante E. Schafer que las condenas en firme afectaron a 220, entre los cuales solo doce fueron quemados. Una cifra nimia en comparación con lo que estaba ocurriendo en países como Inglaterra o Francia, que vivieron auténticas guerras civiles entre católicos y protestantes durante casi dos siglos. En el entorno calvinista que se movía Orange ocurría otro tanto de lo mismo.
No obstante, Orange no fue el único en criticar la intolerancia que se vivía en España. Antes que él, John Foxe, un inglés exiliado en Holanda en tiempos de la católica María Tudor, escribió un libro ilustrado sobre la intolerancia a través de la historia, cuya parte dedicada al Santo Oficio estaba repleta de errores y de mentiras. Como muchos otros autores, Foxe cita a víctimas de la Inquisición creyendo que son protestantes, pero en realidad la mayoría eran judíos o mahometanas, los cuales suponían el grueso de los muertos en la hoguera.
5.000 muertos
Fue así la persecución protestante –mínima en España– la que llamó la atención en la Europa anglosajona sobre un tribunal encargado de juzgar un amplio grupo de «pecados». Los procesos afectaban a grupos tan distantes como los blasfemos, bígamos, heterodoxos, abusadores de menores, homosexuales e incluso falsificadores de moneda y plagiadores de libros. Según los estudios de Jaime Contreras y Gustav Henningsen, entre 1540 y 1700 el Santo Oficio persiguió a 49.000 personas (Joseph Pérez eleva el número total a 125.000 procesos durante sus 350 años en España) de los cuales el 27% fue procesado por blasfemias y palabras malsonantes; el 24%, por mahometismo; el 10%, por falsos conversos; el 8%, por luteranos; el 8%, por brujería y distintas supersticiones; y el resto por otros asuntos como la sodomía, la bigamia, la solicitud de los sacerdotes, etc.
Cabe recordar aquí que la mayor parte de estos «pecados» eran igualmente sancionados como delitos en el resto de Europa a través de tribunales ordinarios. En Inglaterra, ser católico o de una religión distinta a la del Rey era exactamente lo mismo que ser un traidor a la Corona. Solo las persecuciones de católicos en la Inglaterra de Isabel Tudor provocaron 1.000 muertos, entre religiosos y seglares, en cuestión de un par de décadas.
Entre los reos finalmente condenados por la Inquisición, los castigos podían ir desde una multa económica, servir en galeras como remeros durante un tiempo específico, penas de prisión, hasta, en los casos más graves, ser quemados vivos. En lo que se refiere al periodo entre 1540 y 1700, las condenas a muerte se dictaron para un 3,5% de los casos, según los cálculos de Gustav Henningsen. Pero solo al 1,8% de los condenados se les aplicó efectivamente la muerte por hoguera.
Los otros fueron quemados en efigie, es decir, a través de un muñeco del tamaño de un ser humano que los representaba. Esto se debía a que habían fallecido antes de terminar el proceso, se habían escapado o directamente nunca habían sido capturados. Como ejemplo de ello, en la mayor ejecución sumaria de la Inquisición, celebrada en 1680, fueron 61 los condenados a morir en la hoguera, de los cuales 34 eran estatuas en representación de los reos.
En caso de que se arrepintieran y reconocieran su herejía, los condenados a la hoguera eran estrangulados previamente mediante garrote vil. Y, si se arrepentía antes de la sentencia, lo más probable es que se conmutara su pena automáticamente por cárcel, multas y otros castigos que no comprometieran su vida.
Buscando una cifra global de muertos, el número estaría en torno a los 5.000-10.000 muertos durante los 350 años de existencia del tribunal, si bien Geoffrey Parker se atreve a estimar 5.000 muertos, lo que supone un 4% de todos los procesos abiertos.
Otro de los errores más comunes es imaginar los multitudinarios autos de fe, que solían contar con la presencia de los Reyes y las autoridades, como lugares donde se presenciaban auténticas matanzas. En realidad, no se ejecutaba a nadie en estos actos, sino que los condenados a muerte, que comparecían ataviados con el tradicional sambenito (una especie de gran escapulario con forma de poncho), eran entregados formalmente a los tribunales reales encargados de ejecutar la sentencia más tarde y sin la presencia de las autoridades. Los miembros de la Iglesia no podían derramar sangre alguna y se limitaban a « relajarlos» al brazo secular, es decir, cedidos a sus verdugos.
La Inquisición contra los tribunales ordinarios
Durante los 350 años de su historia, la Inquisición española ambicionó a ser un aparato efectivo en el control social de los súbditos, si bien el reducido número de inquisidores, que no alcanzaba ni el media centenar de hombres, hizo que su presencia en el medio rural fuera testimonial y en el caso de las urbes muy limitada. Su poder ni siquiera podía compararse al de los tribunales del Rey. El hispanista Henry Kamen, que ha dedicado varias obras a desmitificar las ideas extendidas sobre el Santo Oficio, ha demostrado con datos que al «comparar las estadísticas sobre condenas a muerte de los tribunales civiles e inquisitoriales entre los siglos XV y XVIII en Europa: por cada cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitió una».
En contraste, el británico James Stephen calculó en uno de sus volúmenes de «A History of the Criminal Law on England»(1883) que el número de condenados a muerte por todos los tribunales en Inglaterra aproximadamente en esos mismos tres siglos alcanzó la cifra de 264.000 personas, por delitos que iban del asesinato hasta el robo de una oveja. Stephen, que se asombraba al comparar las cifras con las de la mitificada Inquisición, fue uno de los primeros que defendió en Inglaterra que el tribunal español no pudo haber matado a la cifra de personas que decía la Leyenda Negra, puesto que el procedimiento penal que aplicaban estaba burocratizado y era demasiado garantistas como para tener capacidad material de ejecutar a tanta gente.
Lejos de lo que se pueda suponer, la Inquisición ofrecía unas garantías procesales más amplias (insuficientes, obviamente, a ojos actuales) que los tribunales ordinarios y, de hecho, mataba menos. Para empezar, la Inquisición recurría a la tortura en escasas ocasiones (Lea y Kamen calculan un 1 o 2 por ciento de los casos investigados), y siempre bajo supervisión de un inquisidor que tenía orden de evitar daños permanentes, a menudo junto a un médico, en contraste con las salvajes torturas aplicadas por la autoridad civil en España y en otros países.
Elvira Roca Barea recuerda en su libro «Imperiofobia y Leyenda Negra» que justamente más allá de los pirineos, por ejemplo en Inglaterra, «cualquier persona podía ser torturada o ejecutada –descuartizada para ser más exactos– por dañar unos jardines públicos, y en Alemania la tortura podía llevar a perder los ojos. En Francia era admisible desollar viva a la gente».
En la Inquisición española, sin embargo, el desarrollo de la tortura era registrado escrupulosamente por los secretarios, incluyendo los gemidos y exclamaciones proferidas por las víctimas. El Santo Oficio tenía un manual de procedimiento que, salvo raras excepciones, estipulaba estos tres sistemas: «potro» (correas que se iban apretando), «toca» (paño empapado que se introducía en la boca y sobre la nariz para crear una sensación de asfixia) y «garrucha» (colgar al reo de las muñecas con las manos atadas arriba o incluso a la espalda). Al inquisidor que se excedía en sus métodos se le destituía sin más.
La tortura, en definitiva, no podía poner en peligro la vida del reo ni provocar mutilaciones y podía ser aplicada también en nobles y en el clero, que estaban exentos en la justicia ordinaria: «El privilegio que las leyes otorgan a las personas nobles de no poder ser procesadas en las otras causas no ha lugar en materia de herejía» se dice en el Manual de los inquisidores. No así en mujeres embarazadas o criando, y en niños de menos de 11 años.
Las confesiones obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas, fuera de él, en las veinticuatro horas siguientes por el reo. Aparte, en contra del mito generalizado, nunca se aceptaron denuncias anónimas.
Todo ello hace que la imagen de los inquisidores usando emparedamientos, fuego candente, golpes en las articulaciones, damas de hierro y ruedas de tormento, sea simplemente ficción, aunque en buena parte de Europa se diera por tan cierta como que cada día sale el sol. A principios del siglo XIX, el conde de Maistre relató indignado que durante un viaje a Francia fue testigo de cómo un grupo de ilustrados hablaba sobre las terribles torturas de la Inquisición española, a pesar de que hacía décadas que no se usaba ningún tormento. Los jueces de este tribunal no la consideraban válida por esas fechas y se abolió completamente por la falta de uso.
La caza de brujas, una cifra mínima en España
Otra de las cuestiones que llaman la atención del caso español es la escasa incidencia que tuvo aquí la persecución de la brujería, que se vinculaba casi exclusivamente a las mujeres. Se considera tradicionalmente que la brujería era a ojos de los inquisidores españoles un mal menor en el que incurrían mujeres de baja extracción y ningún tipo de influencia social o religiosa. La actuación del tribunal se encaminó durante los siglos XVI y XVII a la reinserción de las acusadas de brujería en el seno de la Iglesia, más que a la pena de muerte, aunque también se registraron algunas ejecuciones en la hoguera por esta causa.
Como ejemplo de condena benigna, una mujer llamada Isabel García, que en 1629 confesó ante el tribunal de Valladolid habérsele aparecido Satanás, con quien pactó, la recuperación de su amante, fue sólo castigada a abjurar de levi y a cuatro años de destierro.
Las cifras demuestran que la caza de brujas fue un problema ajeno al Mediterráneo. Según cálculos del historiador alemán Wolfgang Behringer, la persecución provocó en toda Europa entre 40.000-60.000 víctimas, donde 500 corresponden a la suma de las ejecutadas en España, Portugal e Italia (exceptuando las regiones alpinas de lengua italiana). En esta cifra, correspondiente a la primera parte de la Edad Moderna, Francia habría ejecutado a 4.000 y Alemania al menos a 25.000.
A raíz del proceso de las brujas de Zugarramurdi (1610), donde dieciocho personas fueron reconciliadas, seis fueron quemadas vivas y cinco en efigie, la Inquisición española se preocupó porque nada igual volviera ocurrir en el norte del país, cuyo contacto con Francia aumentaba los riesgos de otros casos de histeria colectiva. «Alonso de Salazar y Frías empezó a desconfiar por primera vez de lo que las brujas decían sobre sí mismas. Empezó a considerar que todo aquello se había producido por una neurosis colectiva que había que erradicar», apunta el historiador Ricardo García Cárcel sobre este inquisidor enviado a investigar lo ocurrido en Zugarramurdi.
En su informe ante la Consejo de la Suprema Inquisición, Salazar y Frías afirmó el 24 de marzo de 1612 que los fenómenos de brujería habían sido historias inverosímiles y ridículas: «No hubo brujos ni embrujados hasta que se empezó a hablar de ellos».
En palabras del Julio Caro Baroja, el inquisidor español «se adelantó de modo considerable a los que difundieron en Europa ideas concebidas en el mismo sentido», como el famoso jesuita alemán Friedrich Spee, que cargó contra la persecución de las brujas en el corazón del continente. Como resultado de sus críticas, nunca más se juzgaría a nadie en territorio español por solo el delito de brujería, mientras en el resto de Europa continuó la persecución hasta finales del siglo XVIII. Una niña ejecutada en el cantón protestante de Glarus, en 1783, fue la última víctima de esta histeria prolongada durante siglos.