28 abril, 2024

Las torturas de Laurencic, el creador de las peores checas republicanas de la Guerra Civil

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Durante décadas no se supo nada acerca de la vida del promotor, ideólogo y arquitecto de las cárceles más terroríficas que la República instaló al margen de la ley contra los franquistas y sus simpatizantes

En los más de 80 años que han transcurrido desde el final de la Guerra Civil, las historias que han circulado sobre las más de 300 checas que la República instaló en España son numerosas y han repercutido en la vida política actual. El mismo subdirector de ABC de aquella época, Alfonso Rodríguez Santamaría, fue arrestado, encarcelado, torturado y ejecutado en una de ellas el 20 de agosto de 1936.

En concreto, la creada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Un miembro de las ‘Milicias de la Prensa’ le pegó un tiro en el pecho y otro en la cabeza «por no haber hecho nada», según defendía este diario. Y la misma suerte corrió nuestro redactor José Asenjo y otros compañeros de periódicos conservadores como ‘El Universo’, ‘El Debate’ o ‘Siglo Futuro’.

Sucesos como estos no impidieron que, en 2018, Manuel Carmena anunciara que iba a construir un memorial en el cementerio de La Almudena para homenajear a los fusilados por el franquismo. La polémica se desató cuando, al comprobar la lista de los nombres, la oposición se percató de que la entonces alcaldesa de Madrid había incluido los de 335 chequistas.

En los últimos años, además, en ABC hemos recuperado la historia de algunos republicanos que lucharon contra estas cárceles instaladas al margen de la ley, para detener, interrogar, torturar, juzgar de forma sumarísima y asesinar a sospechosos de simpatizar con el franquismo. Por ejemplo, Marcial Lafuente Estefanía, el famoso autor de novelas del oeste que, durante la guerra, fue comisario político de la República y se jugó la vida para evitar que decenas de madrileños fueran ejecutados en alguna de ellas. También Melchor Rodríguez, el ‘Ángel Rojo’, que fue el último alcalde de la capital durante la Segunda República y evitó la muerte de más de 1.500 presos, algunos tan célebres como el falangista Raimundo Fernández-Cuesta o el cuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer.

Sin menciones

Sin embargo, al buscar en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional de España (BNE) o en la de ABC, nos sorprendemos al no encontrar ninguna mención en la prensa, ni durante ni después de la Guerra Civil, al hombre que se erigió como el gran promotor, ideólogo y constructor de algunas de las checas más terroríficas y crueles de la Guerra Civil. Su nombre: Alfonso Laurencic.

Solo en épocas más recientes se ha recuperado su figura en algunos libros como ‘El hombre de las checas: La historia de Alfonso Laurencic’, de Susana Frouchtmann, o ‘Las checas del terror: la desmemoria histórica al descubierto’, de César Alcalá. Pero, ¿quién era este ciudadano de padres austriacos nacido en la localidad francesa de Enghien-les-Bains, cerca de París, en 1902, y al que algunos autores e historiadores describen ahora como «monstruo», «perverso Frankenstein», «engendro» o «diablo»?

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Muchos de los datos que se conocen de él son contradictorios, puesto que se presentó como director de orquesta, pintor, arquitecto e ingeniero, pero también como un antiguo oficial de la Legión Extranjera y del Ejército yugoslavo. Algunas fuentes dicen que fue a Barcelona en 1921 y otras, en 1923, pero en el juicio en el que fue condenado a muerte al terminar la guerra, Laurencic declaró que llegó a España en 1914, cuando su familia austrohúngara fue expulsada de Francia al estallar la Primera Guerra Mundial.

Una orquesta de jazz

Sea como fuere, parece seguro que en los años 20 desempeñó diversos oficios en la Ciudad Condal e, incluso, fundó una orquesta de jazz, Los 16 Artistas Unidos , con la que triunfó en los salones de baile más elegantes de la capital catalana. Llevó una vida normal como afiliado de la CNT, desde septiembre de 1933, y de la CGT, desde abril de 1936, hasta que todo saltó por los aires y comenzó la guerra.

En ese momento comenzó a torcerse todo. Se dice que actuó como espía para los dos bandos. Y que sus buenas maneras le llevaron después al Servicio de Investigación Militar (SIM) republicano, donde enseguida fue encarcelado dos veces por vender pasaportes falsos y robar dinero de la agencia. Aun así, consiguió entrar a trabajar como intérprete en la Consejería de Orden Público , puesto que hablaba siete idiomas. Pero parece que ya por entonces solo conocía una religión: vivir lo mejor que pudiera, sin importar las consecuencias.

Cuando empezaron los enfrentamientos entre anarquistas y comunistas en Cataluña, durante la primavera de 1937, las autoridades republicanas de Barcelona quisieron construir un sistema carcelario idéntico al de la URSS para acabar con la oposición, pero diferente al de Madrid, donde cualquier sótano servir para torturar y asesinar. La diferencia entre las checas de ambas ciudades era que la capital de España estaba sitiada por los franquistas y la Ciudad Condal, no, por lo que podían diseñar la purga sin presión. En el mencionado libro de César Alcalá se cifran los ejecutados en las 46 checas de Barcelona en 8.352 personas, un 0,28% de la población catalana. Las acusaciones eran tan sencillas como ser «gente de misa» o conservadores, además de fascistas y quintacolumnistas. Entre las víctimas hubo 2.039 religiosos, 1.199 carlistas y otros tantos sin identificar.

«Artista de la tortura»

Para desarrollar su plan, el SIM nombró como arquitecto a nuestro Laurencic, que se convirtió entonces en lo que Frouchtmann define como un «artista de la tortura». «La guerra le había arrebatado una vida amable. Buscando mantener el estatus, perdió todo sentido de límites morales… Se puede perdonar una traición ante el horror de ser torturado de la forma más cruel, tal como sucedía en las checas. Lo que no tiene justificación, ni siquiera en tiempos de guerra, es prestarse a colaborar con tus cancerberos con el solo fin de mejorar tu propia condición de preso, empeorando la de los otros reclusos», contaba la historia en ABC, en referencia a los periodos que nuestro protagonista estuvo preso antes de ser designado para el cargo.

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Laurencic dio rienda suelta a su creatividad con el diseño y puesta en marcha de dos de las checas más terroríficas de la Guerra Civil: la de la calle Zaragoza y la de Vallmajor . «Lugares donde la barbaridad se convirtió en arte», asegura Alcalá. La segunda, una de las más famosas, se convirtió en un auténtico museo de los horrores, en cuyo jardín ubicó el «patio de los fusilamientos». En el centro los guardias abrieron una gran fosa para proceder a los simulacros. En el borde colocaban a la víctima para hacerla creer que iba a ser enterrada allí mismo, mientras un pelotón la apuntaba con los fusiles sin llegarla a disparar. Una tortura psicológica insoportable.

En un extremo del mismo jardín estaba «el pozo», un agujero muy estrecho en el que colocó una polea para colgar de los pies a los detenidos y bajarlos hasta sumergirlos en el agua durante un rato. En otras ocasiones, se les colgaba por los brazos o por las axilas para sumergirles hasta la boca y mantenerlos allí durante un largo periodo de tiempo que resultaba eterno para las víctimas. Muchas veces terminaban tragando agua como consecuencia del cansancio y el frío.

«Celdas armario»

Laurencic diseñó también las que él mismo bautizó como «celdas armario», que pueden verse dibujadas por el autor al inicio del artículo. Eran del tamaño de un ataúd y en ellas el preso solo podía permanecer erguido si se ponía sobre las puntas de sus pies. Y por si fuera poco, realizó un orificio en la pared para que la víctima pudiera ver fuera a los guardias moverse con tranquilidad y les colocó un reloj que marcase las horas, pero manipulado de tal manera que se adelantara cuatro horas al día.

Los peores métodos de tortura de Laurencic fueron las «mazmorras alucinantes» y las «neveras». Las primeras estaban construidas en un pabellón dividido en celdas, que iluminaba con colores y efectos de luz para que produjeran figuras extrañas durante y hundieran psicológicamente a los reclusos. Son los llamados «efectos psicotécnicos». Cada una de estas celdas tenía 2,5 metros de fondo por 1,80 de ancho, con una apoyo de cemento que hacía las veces de cama y al que nuestro protagonista daba una inclinación de veinte grados con un revestimiento de brea para que fuera imposible recostarse en ella.

En lo que respecta al segundo, las «neveras», eran celdas cuadradas y estrechas revestidas con cemento poroso que filtraba el agua de un depósito situado en la parte superior. Eso convertía el pequeño habitáculo en un auténtico frigorífico donde los presos pasaban horas a oscuras. Y a esto añadió, como buen músico que era, un mecanismo llamado «metrónomo», que consistía en un aparato de cuerda semejante a un péndulo que emitía un penetrante y continuo pitido que desesperaba a las víctimas.

Laurencic permaneció en este cargo hasta que Barcelona fue conquistada por los franquistas. Fue detenido en El Collell y el 12 de junio de 1939 fue juzgado en un consejo de guerra. Llegó a su cita con el juez vestido con un abrigo negro y un pantalón blanco, calzado con unas sencillas alpargatas, con una descuidada barba rubia y los ojos ocultos bajo unas gafas oscuras. Cuentan los testigos que parecía sereno y que, incluso, saludó al Tribunal militar con una ligera inclinación de cabeza.

En un intento por salvarle, el abogado defensor le preguntó: «Dentro de la inhumanidad que reinaba en aquellos lugares, ¿intentó usted humanizar algo las instalaciones, con servicios higiénicos, por ejemplo, que le valieran reprimendas?». Y Laurencic respondió: «Cuando se haga un examen detenido de las checas, se verá que la prisión de la calle Zaragoza era una de las mejores, porque disponía de algunos servicios higiénicos gracias a mí».

La defensa no sirvió de nada, pues la suerte estaba echada. En sus conclusiones finales, la acusación defendió que en las checas de Laurencic «se torturaban las facultades morales y físicas de las víctimas en las celdas de colores alucinantes […], donde el cuerpo extenuado no lograba el descanso y donde la inclinación del madero que servía de cama producía continuos sobresaltos en la víctima. Era imposible distraerse con un paseo, porque las celdas estaban pavimentadas con ladrillos que sobresalían, hábilmente distribuidos, para que fuera imposible moverse […]. Y los dibujos y la potente luz hacían trizas los nervios de las víctimas, clavando en ellos los alfileres de la inquietud y asomando la fiebre de las locura».

Cuando se comunicó la sentencia, Laurencic rogó poder decir una última palabra. Aseguró que moriría con la conciencia tranquila, porque era víctima de las circunstancias. Y añadió que, «aunque voy a morir, ¡viva el Generalísimo Franco!». En la sentencia podía leerse: «Esos instrumentos de tortura consistían en una serie de reducidísimas habitaciones, más bien antros, en los que por una diabólica combinación de luz, calor, frío y agua, se sometían a los detenidos a torturas físicas y morales que desgastaban y quebrantaban su moral».

A las cuatro de la madrugada del 9 de julio de 1939, Laurencic fue conducido al Campo de la Bota, en Barcelona. No quiso que le vendaran los ojos. Y antes de que le dispararan, levantó el brazo e hizo el saludo franquista.

Origen: Las torturas de Laurencic, el creador de las peores checas republicanas de la Guerra Civil

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