19 abril, 2024

Las tristes confesiones antes de morir ahorcado del mayor genocida nazi: «¡No soy un monstruo!»

Höss, ahorcado en el campo de concentración que él mismo regía en la IIGM ABC
Höss, ahorcado en el campo de concentración que él mismo regía en la IIGM ABC

En sus memorias, reeditadas por ‘Arzalia’, Rudolf Höss se lamentó por la soledad de su familia y se defendió arguyendo que jamás había maltratado a un preso

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Rudolf Höss, primer comandante de Auschwitz, fue ahorcado en el mismo campo en el que sus acólitos asesinaron a cientos de miles de reos. La cálida soga abrazó su cuello un 16 de abril de 1947, frente a los restos de una cámara de gas. A la vista estaba su despacho, ese desde el que regía el destino de los deportados. Las fotografías de su ejecución todavía se conservan, así como sus memorias, ‘Yo, comandante de Auschwitz‘, reeditadas este mismo verano por ‘Arzalia’. Sus páginas son un torpedo contra los negacionistas, pues el genocida admitió los gaseamientos masivos y la incineración sistemática de los cadáveres para ocultar la barbarie. Y, aún así, el jerarca todavía sostuvo antes de dejar este mundo que no era un monstruo…

Camino infernal

El retiro dorado de Höss tras la Segunda Guerra Mundial tuvo fecha de caducidad. Hasta entonces pasaba sus días como agricultor profesional; un obrero más en una granja cerca de Flensburg, en la frontera de Alemania con Dinamarca. Pero la Policía Militar Británica estaba al acecho… «El 11 de marzo de 1946, a las once de la noche, vinieron a arrestarme», explicó en sus memorias. Dos días antes, la casualidad había querido que el frasco de veneno que siempre le acompañaba se rompiera. Le fue imposible suicidarse y quedó a merced de los Aliados. «Me desperté sobresaltado. No tuvieron ninguna dificultad en arrestarme. El tratamiento que recibí no fue especialmente clemente».

Aquel fue el inicio de su particular calvario. La primera parada fue Heide, el mismo cuartel del que había sido liberado por los ingleses ocho meses antes. Ironías de la historia. Allí le esperaba un oficial que le sometió un intenso interrogatorio. «Fue contundente en el sentido exacto del término. Firmé el acta, pero no se cuál era su contenido: la mezcla de alcohol y látigo era demasiado sensible, incluso para mí». No explicó más, pero dio a entender que le habían molido a golpes a base de fusta. «El látigo era mío; por azar se encontraba en el equipaje de mi mujer. No creo haber golpeado con él nunca al caballo y nunca, con toda seguridad, a un preso».

Liberación del campo de concentración de Auschwitz ABC

Y de allí, a Minden, donde sufrió un trato «aún peor a manos de un oficial». Quejas, quejas y más quejas. Höss destiló resentimiento contra sus captores en las últimas páginas de sus memorias. En tres semanas se negaron a quitarle las esposas, confirmó. También criticó hasta enroncar el trato que le granjeaban: «Representantes de todos los países venían casi todos los días a dar una vuelta por nuestra cárcel y siempre me mostraban como a una ‘bestia feroz’ muy curiosa». Su periplo continuó hasta Núremberg. Allí mejoraron sus condiciones, pero los interrogadores, todos judíos, le hicieron pagar por sus tropelías. «Fui interpelado por varios presos que me mostraron tatuados sus brazos y sus números de Auschwitz».

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Para entonces, ya se habían dado a conocer los asesinatos masivos que se habían llevado a cabo en los campos de exterminio. Allí donde le trasladaban, Höss era recibido a golpe de gritos y piedras. En Cracovia, por ejemplo, una muchedumbre estuvo a punto de derribar el furgón que le transportaba. La llegada a la prisión le ofreció cierta seguridad; aunque la venganza era de otro tipo por parte de los carceleros. «Suponía que querían acabar conmigo. Apenas me daban un mendrugo de pan y algunas cucharadas de sopa. Jamás me ofrecieron una segunda ración, aunque casi todos los días sobrara comida que era distribuida en las celdas vecinas». Para Höss fue «una tortura moral» a la que le sometieron aquellos «seres satánicos».

Juicio al Reich

Höss tuvo su particular epifanía en las últimas páginas de sus memorias. Se preguntó a sí mismo qué juicio emitiría, años después de la caída del águila nazi, sobre el Tercer Reich. Y lo cierto es que no se alejó ni un milímetro de sus principios. «Me mantengo fiel a la filosofía del Partido Nacionalsocialista. Cuando se ha adoptado una idea hace 25 años, cuando se está vinculado a ella en cuerpo y alma, no se renuncia porque aquellos que debían materializarla haya cometido errores y actos criminales que han levantado contra ellos al mundo entero». Ni siquiera antes de ser ahorcado se arrepintió en este sentido.

Lo que sí hizo, como otros tantos hampones, fue arrojar todas las culpas contra los jerarcas que ya habían fallecido. A saber: Hitler, Himmler y Goebbels. Los muertos, al fin y al cabo, no se podían defender. «He comprendido que nuestros dirigentes, sirviéndose de una propaganda y un terror inauditos, llegaron a someter bajo su voluntad a todo el pueblo que, con raras excepciones, los ha seguido hasta el fin sin manifestar el menor espíritu de crítica o resistencia». Declaró la guerra como inevitable, aunque admitió que la idea del ‘espacio vital’ germano que defendía el ‘Führer’ podía haberse conseguido mediante tratados político, y no a golpe de armas. Más que surrealista por parte del comandante de Auschwitz.

Höss, durante el juicio que le condenó a la horca ABC

Lo que no se puede negar es que Höss carecía de pelos en la lengua. No negó la existencia de los campos de concentración, ni tampoco del Holocausto. Aunque tampoco los criticó. En sus palabras, fue «un error proceder al exterminio de buena parte de las naciones enemigas», pero no por la locura que suponía asesinar a millones de personas, sino porque despertó el odio del mundo entero contra Alemania. «De nada sirvió a la causa antisemita, por el contrario, permitió a la judería acercarse a su objetivo final». En este sentido, volvió a declararse un mero servidor de sus superiores: «La dirección de todo y de los propios campos de concentración estaban destinados a satisfacer la voluntad de Himmler y las intenciones de Hitler».

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Lo más estremecedor si cabe fue que no cargó contra los asesinatos masivos, pero sí criticó las torturas perpetradas por los hombres de las SS –a los que consideraba acólitos de Himmler– en su campo de concentración. «Nunca he aprobado los horrores que hacían. Jamás he maltratado a un recluso, ni matado a ninguno de ellos con mis propias manos, como tampoco he tolerado los abusos por parte de mis subordinados». Escribió que se estremecía cuando oía hablar «sobre las espantosas torturas aplicadas a los detenidos de los campos» y sostuvo que jamás supo que se sucedían dentro de Auschwitz. «Nada se puede hacer contra la maldad, la perfidia y la crueldad de algunos guardias», añadió. Pura hipocresía nacida al calor de la horca.

Despedida

Antes de sentir el calor de la soga, bulló la persona oculta bajo toda aquella maldad. Las últimas páginas del diario nos desvelan a un Höss al que –o eso dijo– no le importaba morir, pero sí ver a su familia sin sustento. «La familia es para mí algo sagrado. Siempre me he preocupado por su futuro: la granja sería un día nuestra verdadera casa. Para mi mujer y para mí, nuestros hijos representaban el objetivo de nuestras existencias. Queríamos darles una buena educación en una patria poderosa. Aún hoy mis pensamientos van hacia ellos. ¿Qué será de ellos? La incertidumbre que siento en este sentido hace que mi detención sea muy penosa».

Fue su máxima preocupación. O eso parece, acorde a los textos. «Me he sacrificado definitivamente, todo está en orden, ya no me preocupo por nada. Pero, ¿qué harán ahora mi mujer y mis hijos?». Tanto adoraba a su familia, que pidió de forma expresa que no se utilizaran los pasajes concretos que hablaban sobre ella en las noticias que, sabía, se iban a publicar tras ser ajusticiado: «Si se utiliza esta exposición, quisiera que no se dieran a publicidad los pasajes que conciernen a mi mujer, mi familia, mis momentos de ternura y mis dudas secretas». No tuvo suerte, ya que fueron publicadas por activa y pasiva en todos los periódicos.

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La última página la dedicó a lamentarse por su mala fortuna. Había sobrevivido a accidentes de trabajo, a los combates con los Freikorps, a bombardeos aéreos… «Una y otra vez el destino me ha librado de la muerte para hacerme sufrir, ahora, un denigrante final. ¡Cuánto envidio a mis camaradas caídos como soldados en el campo del honor!». Y, como remate, como última frase antes de dirigirse hacia el patíbulo, quiso limpiar algo su pésima imagen: «Respecto a que el gran público continúe considerándome una bestia feroz, un sádico cruel, el asesino de millones de seres humanos: las masas no podrán tener otra imagen del excomandante de Auschwitz. Nunca comprenderán que yo también tenía corazón…».

Origen: Las tristes confesiones antes de morir ahorcado del mayor genocida nazi: «¡No soy un monstruo!»

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