Los locos de Doolittle: la misión ‘suicida’ de EEUU para vengar la barbarie de Japón en la IIGM
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El 18 de abril de 1942, dieciséis B-25 despegaron desde un portaaviones con el objetivo de internarse en territorio nipón y bombardear varias de sus ciudades.
Pocos estadounidenses podían suponer la tragedia que se iba a cernir sobre su país el 7 de diciembre de 1941. Decir que aquella mañana comenzó como cualquier otra para las tropas afincadas en la base de Pearl Harbour podría parecer algo manido, pero no por ello es menos real. Al fin y al cabo, muchos de los marineros recogidos en los navíos se desperezaban y escuchaban la música de baile emitida por la radio de Honolulú cuando, de improviso, dos oleadas de bombarderos y cazas japoneses se lanzaron sobre ellos. Minutos antes, a las 7:48 de la mañana, el teniente coronel Mitsuo Fuchida había abierto la caja de Pandora con una orden que ha pasado a la historia: «¡Tora, tora, tora!» («Tigre, tigre, tigre», lo que significaba que habían cazado al enemigo por sorpresa).
El resultado de este cóctel fue la muerte de más de dos millares de estadounidenses (2.330, según recoge el historiador Jesús Hernández -el Antony Beevor español- en «Breve Historia de la Segunda Guerra Mundial») y la pérdida de 18 navíos. Fue una tragedia. Una luna después, el presidente Franklin D. Rooseveltexplicó con tristeza lo sucedido a los norteamericanos con un discurso tan emotivo como amenazador: «Ayer, 7 de diciembre de 1941, una fecha que será recordada como el Día de la Infamia, los Estados Unidos de América fueron atacados sin previo aviso por fuerzas aéreas y navales del Imperio japonés». El golpe fue directo al corazón de los ciudadanos, aunque les afectó de una forma que los nipones no podrían haber imaginado. En lugar de sumirse en la inacción por el terror, miles se alistaron en el ejército ávidos de venganza. Para ellos, acababa de comenzar la contienda.
Entre todos aquellos norteamericanos dolidos en lo más profundo de su orgullo nacional hubo uno que se propuso dar su merecido a los nipones: el teniente teniente coronel James Doolittle. Aviador de profesión, recibió el encargo de arrojar de explosivos sobre Japón mediante 16 bombarderos B-25. Una misión suicida que tenía un único objetivo: demostrar que el Imperio del Sol naciente podía sucumbir a los ataques de los Estados Unidos y que sus ciudades no eran inexpugnables. El militar tenía claro que muchos de sus hombres caerían ante el fuego antiaéreo o se quedarían sin combustible antes de regresar. También que, en la práctica, conseguir su objetivo no cambiaría en nada el devenir de la contienda. No obstante, decidió ponerse él mismo a los mandos de uno de los aparatos y lanzarse sobre el enemigo para lograr dar aliento a los horrorizados ciudadanos de las barras y las estrellas.
La gesta convirtió a sus participantes en los «Doolittle raiders»; unos hombres recordados como héroes en los Estados Unidos, pero cuyo legado es desconocido en Europa. Y qué mejor momento para rememorar su valentía que este abril, mes en el que el último de ellos -el teniente coronel retirado de la Fuerza Aérea, Richard E. Cole– ha dejado este mundo a los 103 años de edad en un hospital de Texas. Su historia es todavía más especial si cabe ya que, tras presentarse voluntario para una «misión peligrosa» (el gobierno no les dijo nada más), sentó sus reales en el mismo aeroplano de Doolittle y fue uno de los pocos que supo como había actuado aquella jornada de abril de 1942. «Demostramos que los japoneses no estaban a salvo», afirmó el veterano en una entrevista posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Infamia y miedo
El Día de la Infamia, como pasaría a la historia el ataque a Pearl Harbour, precipitó unos acontecimientos que llevaban pergeñándose mucho tiempo. Antes de que Estados Unidos entrara por la puerta grande en la Segunda Guerra Mundial, sus buques ya habían atravesado decenas de veces el Atlántico cargados de provisiones, armas y munición para Gran Bretaña. Otro tanto había sucedido con la Alemania de Adolf Hitler, cuyos submarinos habían mandado al fondo del mar a otros tantos mercantes norteamericanos a pesar de que, en teoría, navegaban bajo el pabellón de una nación contra la que no habían iniciado hostilidades. De hecho, el Führer era consciente, como hizo saber en una directiva del 6 de febrero de 1941, de que la única forma de dañar la economía británica era mediante sus U-Boote.
Tras Pearl Harbour, y después de meses escondiendo los ataques de los sumergibles alemanes a la opinión pública para evitar una escalada de violencia, no hubo dudas sobre si se debía entrar o no en la contienda. El 8 de diciembre se convocó una sesión de las dos Cámaras del Congreso a las 12:30. En la misma, Roosevelt pronunció el discurso en el que hizo referencia al Día de la Infamia y amenazó a Japón en los siguientes términos: «No importa cuánto nos lleve superar esta premeditada invasión, el pueblo americano, con la conciencia alta, ganará alcanzando la victoria absoluta». Unos cuarenta minutos después se aprobó la declaración de guerra con un solo voto en contra y 388 a favor. Para conocer como estaban de soliviantados los ánimos basta saber que la senadora que se mostró en contra de combatir tuvo que esconderse en una cabina telefónica al salir del hemiciclo para no ser linchada por una multitud.
Cuatro jornadas después, Hitler declaró la guerra a los Estados Unidos para poder ordenar a sus submarinos que atacasen, bien a gusto y sin remordimientos, a los convoyes de suministros que partían en dirección a Gran Bretaña. Todo ello, mientras en el país que dirigía Roosevelt se vivía una auténtica psicosis. Hernández explica en su obra varios ejemplos de cómo el odio se extendió contra los nipones. El más claro fue la persecución contra los 130.000 estadounidenses con antepasados japoneses que vivían en la región. «No eran atendidos en los comercios ni podían canjear sus cheques en los bancos», explica. Cuando el Departamento de Conservación de Tennesse solicitó seis millones de licencias para «cazar invasores japoneses», la respuesta del gobierno fue clara: «Abierta la veda de los japos, no se necesita licencia».
Pero el odio no fue lo único que se generalizó. En pocas semanas, el pavor al Imperio japonés se extendió a lo largo y ancho de la costa norteamericana. El mismo presidente barajó la posibilidad de pintar la Casa Blanca de negro para hacer que fuese más difícil de bombardear durante un posible ataque enemigo. Al final, prefirió mantener su color original para evitar que el ánimo de los ciudadanos cayese aún más. En California sucedió otro tanto, según Hernández: «Al desconocer por completo el potencial nipón, creían que los japoneses tenían capacidad para lanzar un gran desembarco, por lo que muchos pensaban que su invasión era inminente». Esta tensión favoreció que ocho millares de jóvenes se alistaran a las fuerzas armadas y que se generalizasen los tristemente famosos campos de concentración de asiáticos en el país. Y mientras, las ciudades del Imperio del Sol naciente parecían imposibles de atacar.
Redención
Según explica Jim Roberts (presidente del American Veterans Center) en «Adiós al último de los “Doolittle raiders”», Roosevelt se obsesionó; quería demostrar a toda costa que Japón no era el muro impenetrable que parecía. La solución vino de la mano del capitán de la Armada Francis S. Low: bombardear la mismísima Tokio. El problema era que las Fuerzas Aéreas no disponían de un aeródromo que se encontrara lo suficientemente cerca de la ciudad. Sin él, los aparatos no podrían llegar hasta su destino y retirarse de nuevo a territorio seguro. ¿Qué podrían hacer? Al final, se estableció que despegarían desde un portaaviones con órdenes de acercarse lo más posible hasta la costa nipona. Algo sencillo de decir, pero difícil de llevar a cabo, pues nunca se había acometido una proeza de tales dimensiones.
La misión, según desvela Javier Yuste en su dossier «Parte de acción sobre la incursión Doolittle desde el USS Hornet»podía considerarse «casi suicida» o, cuanto menos, «descabellada». A pesar de ello, el alto mando organizó una fuerza de dieciséis bombarderos medios B-25 que, tras dividirse en pequeños grupos, atacarían varias urbes japonesas. Para qué elegir una si se podía dar un golpe moral sobre Tokio, Nagoya, Kohe, Yokosuka y Yokohama de forma simultánea. Una vez cumplida su tarea volarían -esquivando las baterías antiaéreas- hasta un aeródromo de China, donde estarían seguros. El primer paso, eso sí, fue reclutar a hombres dispuestos a subirse a estos aparatos. «El Ejército publicó avisos pidiendo voluntarios para una “misión peligrosa”», explica Roberts. No podían decirles mucho más, aunque los elegidos no tardaron en descubrir a lo que se enfrentaban.
Durante semanas, los aviadores (un total de 80 hombres) entrenaron el despegue en una pista tan pequeña y estrecha como la del portaaviones al que serían destinados, el USS Hornet. Poco después fueron llevados hasta el buque. Así lo dejó escrito el vicealmirante Marc Andrew Mitscher (comandante del mencionado bajel) en el Parte de Acción que escribió tras la misión: «El 1 de abril, 1942, cuando el Hornet estaba amarrado en la Estación Aereo-naval de los Estados Unidos, muelle Alamada, 16 bombarderos del Ejército fueron izados sobre la cubierta de vuelo y allí situados. Bajo el mando del teniente coronel James H. doolittle, […] el destacamento de los B-25 consistía en 75 oficiales y 130 reclutas». En el informe también se explica que el 2 de abril salieron de puerto y que, en las jornadas siguientes, se revisaron una y otra vez los aeroplanos para reducir los posibles problemas de los tripulantes.
30 segundos sobre Tokio
El 18 de abril, y a pesar de la pésima meteorología (la cual podría haberse llevado a muchos de los aparatos hasta el fondo de las aguas) la operación comenzó. A la cabeza de la formación se destacaba el propio Doolittle, ansioso de obtener venganza y de señalar el camino a sus colegas. En el parte del vicealmirante quedó constancia de lo difícil que fue poner a todos los aeroplanos en el aire: «El 18 de abril se recibieron las órdenes de lanzamiento para los aparatos. Las tripulaciones del Ejército, expectantes por el despegue desde última hora de la tarde, tuvieron que ser convocadas y se les dio instrucciones de última hora. Se calentaron motores, el HORNET aproó al viento y, a las 8:25 el primer aparato (comandado por Doolittle) abandonó la cubierta. Con solo una excepción, los despegues fueron peligrosos y realizados incorrectamente».
En el mismo informe, el oficial remarcó que la moral de los aviadores era alta a pesar de que, tan solo unas jornadas antes, había sufrido un descenso notable. «La moral estaba un poco baja después de que el peligro de un ataque aéreo hubiera disminuido; una mayorías de los oficiales y hombres se sentía completamente sorprendida porque no se contemplara más acción contra las bases enemigas, y obviamente se sentían defraudados. Se considera que los ataques han de realizarse tan frecuentemente como sea posible mediante misiones de incursión para mantener la moral y las ganas de acción en un alto nivel», se explica en el documento.
Las dificultades de la operacióm fueron recogidas por el mismo Doolittle en su Informe de Vuelo posterior. El oficial dejó escrito que el viaje desde el portaaviones hasta el interior de Japón les llevaría la friolera de cinco horas. Eso significaba que, de forma más que probable, los aviones no tendrían combustible suficiente para arribar hasta China. «Nuestro navegante, el tenienet Potter, nos informó de que, desgraciadamente, nos quedaríamos sin gasolina a 180 millas de la pista de aterrizaje», explicó el mismo Cole en una entrevista posterior. Para colmo de desgracias, la flota que transportaba los B-25 fue descubierta por varios buques nipones cuando se hallaba a pocos kilómetros de su objetivo. «Dolittle nos dio a todos la oportunidad de retirarnos antes de despegar, pero nadie lo hizo», confirmó el veterano fallecido.
Cole recordaba como Doolittle se mantuvo en silencio durante la mayor parte del viaje, casi rezando por obtener algo de ayuda divina. Y está llegó en forma de un potente viento que les empujó hacia su destino y les permitió ahorrar algo de combustible. Poco antes de arribar a Tokio el oficial dividió sus efectivos. En su informe posterior recordaba que el mayor contingente (formado por nueve aparatos bajo su liderazgo) se dirigió contra la capital, «dividido en tres grupos de tres». «Levantamos el vuelo hasta los 1.200 pues, cambiamos el rumbo al sudoeste y dejamos caer las bombas incendiarias sobre un objetivo altamente inflamable», escribió. Ninguno de los dieciséis fue derribado y, entre todos, dejaron caer explosivos que acabaron con la vida de unos cincuenta civiles.
Los problemas surgieron después. Uno de los B-25 (el número 8) se vio obligado a desviarse debido a la pérdida excesiva de combustible. Terminó aterrizando en la URSS, en un campo cercano a Vladivostok. El capitán York, a sus mandos, creía que sería tratado de forma decente. Estaba equivocado. Los soviéticos le requisaron el aparato y encerraron a la tripulación en un campo de prisioneros durante trece meses. El resto de aviadores intentó arribar hasta el este de China pero, ante la falta de carburante, tuvieron que abandonar sus bombarderos y lanzarse en paracaídas. El mismo Doolittle fue recogido por tropas aliados en un campo de maíz. Tres hombres murieron durante la caída y ocho más desaparecieron. Un triste final para una misión que -aunque no tuvo severas consecuencias materiales- si demostró que Japón era vulnerable.
Origen: Los locos de Doolittle: la misión ‘suicida’ de EEUU para vengar la barbarie de Japón en la IIGM