«¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!»: la ignorada atrocidad del Papa Inocencio II en Béziers
Los 20.000 vecinos de esta localidad francesa fueron masacrados durante la cruzada Albigense de 1209, sin importar si las víctimas eran herejes, niños o ancianos. «La iglesia fue una carnicería»
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«Hoy, su santidad, han sido pasados por la espada veinte mil ciudadanos sin importar su rango, su sexo ni su edad. Después de la masacre de los enemigos, hemos saqueado y quemado toda la ciudad. La venganza divina ha sido admirable», escribía orgulloso Arnau Amalric al Papa Inocencio II el 20 de julio de 1209. El legado papal acababa de perpetrar una de las matanzas más atroces de la historia de la Iglesia y se vanagloriaba de ello. No cabía en sí de gozo por haber asesinado a miles de niños y mujeres inocentes, por la sencilla razón de que entre las víctimas se encontraban unos cuantos herejes.
Según los historiadores actuales, en la masacre de Béziers murieron unas 8.000 personas en apenas unas horas. Sin embargo, tanto Amalric como los cronistas de la época hablaban de 20.000, es decir, de todos los habitantes de está pequeña localidad del sur de Francia. No quedó vivo ni uno. Corrió tanta sangre aquel infausto día de verano que se ha comparado con otros episodios brutales de nuestra historia reciente como la matanza de Srebrenica, en 1995, o la batalla del Somme, en la Primera Guerra Mundial.
Todo comenzó en 1208, cuando el Pontífice llamó a la cruzada contra los herejes cátaros con la promesa de hacerse con los castillos y las tierras conquistadas como botín. El Rey de Francia, Felipe II, no dudó en apoyar la invasión con el objetivo de apoderarse él mismo de los territorios que la Corona de Aragón tenía en suelo francés. Al frente del poderoso ejército de 30.000 soldados, el Papa situó al mencionado Amalric y a Simón de Montfort. En defensa de los cátaros se encontraban los nobles que tenían el poder en las ciudades donde había arraigado esta corriente, muchos de ellos vasallos o aliados de Pedro II de Aragón. Entre ellos destacaba el conde de Toulouse, Raymond VI.
Inocencio III había intentado negociar con ellos, pues no toleraba la actitud ambigua que tenían frente al catarismo. En las conversaciones, el Papa exigió que renunciasen a sus derechos sobre las abadías ubicadas en sus dominios, que licenciasen a los mercenarios enrolados en su ejército y, sobre todo, que entregasen a todos los herejes que habitaban en sus condados. Béziers se encontraba en Languedoc, la región donde se congregaron más cátaros, porque era de los pocos lugares donde se respetaban sus costumbres y donde podían practicar sus ritos sin temor a ser aplastados.
Iglesia o secta
Raymond VI no se plegó ante las exigencias del Papa. En realidad, no podía, porque el porcentaje de cátaros en su condado era tan alto que desataría una guerra civil. El arraigo de estos era tal que algunos historiadores prefieren hablar de ‘Iglesia cátara’ en vez de secta. Se cree, incluso, que el propio Leonardo Da Vinci llegó a profesar esta religión dos siglos después. Algunos investigadores defienden que el maestro reflejó varias de sus señas de identidad en ‘La última cena’. Por ejemplo, pintó a Jesús sin su preceptivo halo de santidad, como si fuera un humano más, y, sobre todo, haciendo un gesto con las manos parecido a una imposición, idéntico al único sacramento que ejercitaron: el ‘consolamentum’.
Parecía, sin embargo, que Inocencio III no tenía ninguna intención de llegar a un acuerdo. Basta leer el fragmento de la carta que dirigió al clero y la nobleza de Francia, poco antes de la matanza, para ver que ya había condenado a Raymond: «En cuanto al conde, incluso en el caso de que satisfaga a nos y a la Iglesia, no desistáis por ello de que pese sobre él el yugo de la opresión. Qué él y sus colaboradores sean expulsados de sus castillos y que se les prive de sus tierras». Y así hicieron Amalric y Montfort.
En junio de 1209, los cruzados salen de Lyon. En el camino, Montpellier se libra de la devastación gracias a una carta enviada en el último momento por el Papa, en la que ordenaba que no esta ciudad no fuera arrasada por haber dado muestras suficientes de su fe católica. Fue una suerte, según el más famoso de los cronistas de la época, Guillermo de Tudela, autor de la ‘Canción de la cruzada contra los albigenses’: «Mientras los varones franceses, clérigos, príncipes y marqueses marchaban juntos hacia Béziers, decidieron que todo castillo o ciudad que resistiera, sería tomado por la fuerza o reducido a osario. Que no se respetase ni a los recién nacidos. Así se extendería un saludable espanto y nadie osaría defender la cruz de Dios».
El ultimátum
El 20 de julio se marcharon a Béziers. Al llegar un día después, Amalric mandó un ultimátum a los habitantes de la villa, exigiéndoles la entrega de los 220 herejes que, según una lista que les había entregado el obispo de la ciudad, Renaud de Montpeyroux, vivían allí. Los vecinos se habían hecho fuertes dentro de las murallas que creían poder resistir la embestida e, incluso, un largo asedio. En base a esto, la respuesta de las autoridades locales fue taxativa: «Preferimos ser ahogados en el mar antes que entregar a nuestros conciudadanos y renunciar a defender nuestra ciudad y nuestras libertades».
Estaban tan confiados que ni siquiera se molestaron en cerrar las puertas de la ciudad cuando los primeros soldados de Béziers decidieron salir por sorpresa a atacar a los cruzados. Aún no lo sabían, pero con aquel acto intrépido se habían condenado a muerte. Los asaltantes se percataron y, a toda prisa, se apoderaron de la muralla, impidiendo que cerraran las puertas. Era demasiado tarde, porque se abalanzaron hacia el interior del reducto cátaro sedientos de sangre y de riquezas.
Ahí comenzó la escabechina. Mientras los vecinos trataban de refugiarse en la iglesia, los cruzados saquearon todas las viviendas que se encontraron a su paso. Los curas de la ciudad se vistieron con toda la pompa posible para intentar poner freno a la locura homicida de los asaltantes, que avanzaban casa por casa violando y matando a todo aquel que se encontraban por el camino, sin importar la edad o si eran cátaros o no. Miles de cadáveres sembraban las calles de la localidad cuando el abad Amalric llegó ante la catedral de Saint-Nazaire, atestada de gente.
«Una matanza ejemplar»
En un momento dado, uno de sus generales le preguntó cómo podrían distinguir a los herejes de los católicos, a lo que el jefe de los cruzados respondió lleno de ira: «¡Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!». Y se desató el infierno. Nadie, absolutamente nadie de los aproximadamente 20.000 vecinos que en aquella época tenía Béziers se libró de la matanza, entre los cuales no solo había cátaros, sino también los campesinos refugiados tras sus muros ante la inminencia de la guerra, los judíos que residían en la ciudad y hasta los curas católicos. Para asegurarse de que no quedaba nadie vivo, las iglesias fueron quemadas con sus feligreses dentro.
Una breve noticia en una crónica judía de la época reseñó: «En el año de la tristeza, salieron profanadores de Francia para hacer la guerra y hubo en Béziers una gran matanza. Fueron muertos 20.000 personas no judías y 200 que sí lo eran. Muchos fueron tomados como prisioneros». La crónica de uno de los cruzados que intervino en la matanza, reflejó: «Se me ordenó entrar y destruir al enemigo. Ese era mi trabajo ese día y esa era mi misión: no pararme a pensar si eran hombres, mujeres o niños. Todos eran lo mismo, enemigos».
El mismo Guillermo de Tudela escribió también: «Se hizo en Béziers una matanza ejemplar. No hubo ni un solo superviviente. Todo dio igual. La iglesia fue una carnicería. La sangre salpicaba las paredes. La cruz no detuvo a los cruzados: curas, mujeres, niños y viejos, todos fueron muertos. ¡Dios les reciba en su santo paraíso! Estoy seguro que desde los tiempos de los sarracenos no conoció el mundo una matanza tan salvaje».
La noticia corrió como la pólvora por todo el condado de Toulouse, haciendo que muchas poblaciones y castillos se rindieran sin resistencia. Otras ciudades se las encontraron literalmente vacías.