21 noviembre, 2024

Segunda Guerra Mundial: La terrible historia que el superviviente B-14595 del Holocausto nazi quiso olvidar – Archivo ABC

El polaco Asher Ud calló durante 48 años, hasta que en 1993 se sintió preparado para compartir aquel horror

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A las 4,40 horas del 1 de septiembre de 1939 una cuadrilla de Stukas alemanes dejaban caer su carga de bombas en la ciudad alemana de Wielum y minutos después, los cañonazos del antiguo acorazado Schleswig-Holstein bombardeaban desde el Báltico la fortaleza de Westerplatte que guardaba la ciudad libre de Danzig (Gdansk). Comenzaba la Segunda Guerra Mundial, una hecatombe en la que perdieron la vida millones de personas y cuyo episodio más negro fue el Holocausto.

Anshel Sieradzki apenas tenía 11 años cuando se desató el horror. Vivía en un pequeño pueblo de Polonia donde a los pocos días del inicio de la guerra los alemanes separaron a los 12.000 judíos en un gueto. De allí pasaría al de Lodz y posteriormente al campo de concentración de AuschwitzMauthausen Gunskirchen. Cuando acabó la guerra y emigró a Israel, decidió cambiarse el nombre por el de Asher Ud y durante 48 años sepultó sus dolorosos recuerdos. No se sintió preparado para narrar su historia hasta que en 1993 regresó por primera vez a Polonia para visitar la tumba colectiva de 217 judíos de su pueblo.

Así la contó en ABC apenas dos años después este superviviente que llevaba grabado en el brazo el código B-14595:

«Mi nombre es Asher Ud. La palabra hebrea «ud» aparece en la Biblia (Isaías, 7:4) y significa «tizón». Emigré a Israel como parte de un grupo de «udim» -nombre que se dio a los supervivientes de la «shoá», el holocausto judío. En hebreo decimos «ud mutsal miesh» (tizón salvado del fuego) y eso es lo que soy.

Durante cuarenta y ocho años, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta 1993, cuando regresé por primera vez a Polonia para visitar la tumba colectiva de 217 judíos de mi pueblo, no he contado mi historia. Hasta entonces no me sentí anímicamente preparado.

Nací en 1928 con el nombre de Anshel Sieradzki, en un pequeño pueblo de Polonia llamado Zdunska-Wola, que hasta 1939 contaba con una población de 32.000 almas. Pocos días después de que estallara la guerra, en septiembre de 1939, los alemanes ocuparon Polonia. Lo primero que hicieron fue reunir a los 12.000 judíos del pueblo y concentrarlos en tres manzanas, en lo que se conoce como gueto.

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Un día nos sacaron a un solar vacío a todos, desde niños hasta ancianos, y tuvimos que ver cómo colgaban a diez destacados miembros de la comunidad, entre otros al padre de mi mejor amigo. En otra ocasión se llevaron a todos los hombres restantes a la cárcel del pueblo vecino de Sieradz, mi padre era uno de ellos.

A partir de entonces tuvimos que ocuparnos de nuestra subsistencia, por lo que mi hermano mayor, Berl, que tenía 13 años, se puso a trabajar fuera del gueto, en una fábrica que habían ocupado los alemanes. Cuando se llevaron a mi hermano y a todos los jóvenes de su edad, lo reemplacé. Así empecé a trabajar muy duro en la construcción de casas prefabricadas. Para demostrar que era un buen trabajador, solía cargar una pared entera o dos sacas de cemento sobre la espalda.

Lanzaban a los bebés a los camiones

En septiembre de 1942, volvieron a sacarnos de nuestras casas al solar en el que habían colgado a otros veinte judíos, y allí nos tuvieron algunos días. Los alemanes pasaban entre los judíos, cogían a los bebés de los brazos de sus madres con lazos como los que se usan para atrapar animales y los arrojaban a los camiones. A los demás nos pegaban. Después nos llevaron al cementerio judío. Cada uno de nosotros tenía que caminar a lo largo del muro, entre dos filas de soldados alemanes que nos golpeaban con palos y nos pateaban. Los golpes y puntapiés que me dieron a mí me dolieron tanto como los que recibieron mi madre y mi hermano pequeño. Seguimos caminando y de repente un soldado alemán extendió un palo delante de mí y dijo: «Ja, der ist auch gut» (también éste es bueno). Luego me indicó que fuera hacia la izquierda, que significaba la vida, porque yo servía para trabajar. Mi madre y mi hermano recibieron la orden de seguir hacia adelante, hacia la muerte. Hasta el día de hoy veo con claridad la mirada desesperada de ambos.

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Ya he dicho que en septiembre de 1939 vivían en Zdunska-Wola 12.000 judíos. En septiembre de 1942 quedaban solo alrededor de 8.000, lo que quiere decir que más de 4.000 ya habían sido enviados a los campos de concentración y exterminio. De los casi 8.000 que quedaban, solo 1.300 recibimos la orden de ir hacia la izquierda. A los supervivientes nos llevaron a la estación de tren y allí nos hicieron subir a los vagones de animales para llevarnos al gueto de Lodz, a cuarenta y ocho kilómetros de mi pueblo.

Viajamos durante cinco días y mucha gente murió en el camino. También yo estuve a punto de morir, no de asfixia ni de hambre, sino porque tenía necesidad de ir al servicio. Muchas personas hacían sus necesidades en el vagón, pero yo era incapaz.

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Al quinto día se abrió la puerta del vagón y un policía judío que había sido alistado por los nazis me dijo: «Anshel, salta». En ese momento me paró un policía nazi de las SS y me increpó por haberme bajado. Me ordenó que me pusiera contra la pared y disparó varias veces. Después me obligó a acercarme a él, me colocó el revólver en el cuello y me dijo que había tenido la suerte de que no me matara, pero que todavía no había decidido si volvería a apretar el gatillo o no. Después de dudar un rato, siempre con el revólver contra mi cuello, me ordenó que subiera al vagón y bajara el último.

Ante Mengele

Si tengo que señalar mi época más difícil, diría que fue la del gueto de Lodz. Yo era un niño de 14 años, sin familia ni conocidos. Estaba solo como una piedra. De allí pasé al campo de concentración y exterminio de Auschwitz, adonde también viajamos en vagones de animales. Pasamos otra vez entre dos filas de soldados alemanes, junto a quienes estaba el tristemente célebre Josef Mengeleque con un dedo señalaba quién viviría un poco mas y quién iría de inmediato a las cámaras de gas. Tuve suerte una vez más.

Al cabo de poco tiempo un muchacho judío de mi pueblo llamado Iankel Wainstein me reveló que mi hermano mayor estaba en el campo de Birkenau, pegado al de Auschwitz. Por fin, un día pude acercarme a la cerca eléctrica que separaba ambos campos y vi a Berl. Mi hermano me preguntó: «¿Anshel, eres tú?». Apenas me reconoció, porque yo me había convertido en un esqueleto andante. Me dijo que puesto él ya conocía a «mucha gente importante» de Auschwitz-Birkenau, conseguiría venir a trabajar a mi campo, y así fue. Desde entonces pasábamos el día juntos, de un lado para otro. Eso me salvó la vida, porque un día los alemanes pusieron a todos los niños en fila y les dijeron que los necesitaban para cultivar patatas. De los 1.200 niños que había en la barraca, quedamos solo dos con vida: uno que se sentía mal y se quedó acostado, y yo, que estaba con mi hermano. A los demás los enviaron a las cámaras de gas. Mi hermano también logró salvarse, y actualmente vive en Polonia.

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Algún tiempo después, un preso político alemán consiguió que yo trabajara con él, y los nazis me grabaron a fuego un número en el brazo izquierdo, que conservo hasta hoy: B-14595. Suponía casi un seguro de vida, porque significaba trabajo.

La «marcha de la muerte»

Un buen día oímos los cañones de los rusos e inmediatamente después los alemanes nos sacaron de Auschwitz-Birkenau para evitar que los rusos nos rescataran. Se desarrolló entonces la llamada «marcha de la muerte». Anduvimos durante días y noches en la nieve y quien no podía seguir caminando era asesinado a balazos. Así llegamos al campo de exterminio de Mauthausen, en Austria. Los que quedaron con vida estaban tan hambrientos que cocinaron la carne de los muertos y se la comieron.

Una vez más, oímos los cañones de los rusos que se acercaban a Mauthausen. Entonces los alemanes nos llevaron a Gunskirchen, también en Austria, un campo donde solo quedaban moribundos. Cuando bajábamos de las literas, pisábamos los cadáveres. Finalmente, los alemanes huyeron y nos encontramos con soldados americanos. Éramos libres.

Esqueletos física y espiritualmente

Durante toda esa época me veo mí mismo caminar hacia adelante, con la inercia de la vida, pero inconsciente de mis deseos. Nos comportamos «como ovejas camino del matadero«, porque los alemanes emplearon buenos psicólogos y consiguieron destruir el espíritu de los judíos y eliminar su amor propio. Éramos esqueletos física y espiritualmente.

Fue en Israel, en la escuela agrícola de Magdiel, donde mi vida volvió a empezar. Hasta entonces no había sentido nada, solo había pensado en sobrevivir. No fui un héroe, no luché por mi existencia ni me importaba morir, no hice nada por evitarlo. Dios me protegió. Pero hoy sé que un ser humano decide su vida, que hay que ayudar al destino».

Asher vivió hasta los 88 años.

Origen: Segunda Guerra Mundial: La terrible historia que el superviviente B-14595 del Holocausto nazi quiso olvidar – Archivo ABC

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