Tercios españoles: ¿Qué comían, qué cobraban y cómo vivían las ‘legiones romanas’ de la Monarquía Hispánica?
Aunque esta infantería dominó los campos de batalla durante dos siglos, el día a día de sus integrantes siempre fue similar: solían recibir tarde el sueldo, iban seguidos de un gran séquito y no disfrutaban de una dieta variada
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Del norte de África (donde, aunque parezca increíble, también combatieron) hasta Flandes. Los incombustibles Tercios españoles se convirtieron, durante casi dos siglos (unos 150 años), en el nervio de la Monarquía Católica. Los expertos, todavía hoy, los equiparan a las falanges macedónicas y a las legiones romanas. Y no es para menos. Escasos en número, aunque gigantes en espíritu, formaban el corazón de los ejércitos multinacionales de los Austrias y, a golpe de pica y arcabuz, lograron decantar algunas batallas determinantes como Pavía o Mühlberg. No obstante, cuando hablamos de ellos solemos obviar cómo era la vida de estos combatientes. ¿Qué comían?, ¿dónde dormían?, ¿eran propensos a sufrir enfermedades?
La base de todo
Tanto el hispanista Geoffrey Parker ( «El ejército de Flandes y el Camino Español, 1567-1659») como Fernando Martínez Laínez y José María Sánchez de Toca (dos de los divulgadores patrios que más han hecho por la historia de los Tercios con su magna «Tercios de España. Una infantería legendaria») coinciden en que uno de los elementos principales que regía la vida de los soldados era la paga. O, mejor dicho, los «haberes»: los ingresos que recibía cada combatiente, ya fuera en dinero o en especie, por servir al monarca. Desde 1534 hasta 1634 el sueldo base de un «pica seca» (el escalafón más bajo dentro de la unidad) era de tres escudos, forjados con 383 gramos de oro. El capitán, por su parte, recibía de forma excepcional cuarenta.
Aunque en principio suponía una cuantiosa suma debido a que, según Laínez y Catalá, fuera de España hallar oro era una misión casi imposible, el que la cantidad de dinero se mantuviera fija durante tantos años provocó severos problemas de liquidez entre los soldados. Un capitán general de la época así lo expuso en una carta al rey enviada desde los Países Bajos: «Lo que a mi más me aflige es estar [el país] tan caro que, aunque se pudiesen dar las pagas enteras cada mes, no pueden vivir con tres tanto, porque el soldado de más concierto y mejor economía ha menester, solo para comer, diez placas al día, y su sueldo monta cuatro». Parker corrobora a este pobre desgraciado; según el hispanista, el precio de los alimentos en Flandes se multiplicó por cuatro en este período.
Aunque las «ventajas» (incentivos o suplementos que sumaban los soldados a su sueldo por haber demostrado valor o por haber adquirido más equipo) ayudaban a paliar este problema, los inevitables retrasos en los pagos volvían a acrecentarlo. Como medida para evitar las tensiones dentro de los Tercios, tanto el anglosajón como los españoles coinciden en que, a partir de 1630, la mitad de la paga se hacía en especie. La medida también evitaba, por un lado, que los capitanes más avispados enrolaran en sus unidades a combatientes falsos para embolsarse su paga y, por otro, que los militares se la gastaran de golpe en los momentos de mayor desesperación. Así lo dejó escrito el diplomático galo del XVI Blaise de Vigenère: «Es bueno que las tropas anden escasas de dinero algunas veces para, a fin de hacerlas más obedientes y para que vivan de la esperanza».
La escasez de escudos hacía que los soldados no desaprovecharan la oportunidad de quitar a los cadáveres de sus enemigos de todo aquello que pudieran. El botín solía componerse de armas, dinero, ropa, calzado joyas y hasta comida. Cualquier cosa valía. «Normalmente los jefes prohibían que los soldados dejaran el combate para entretenerse en despojar a sus enemigos, y la tarea quedaba reservada a los pajes, de modo que había una nube de arrapiezos que avanzaba inmediatamente detrás o mezclada con los soldados», añaden Laínez y Catalá. Los criados o ayudantes se encargaban de dejar los muertos tal y como habían venido al mundo. Por ello, era habitual ver cuerpos desnudos en los campos de batalla. Capturar a un prisionero era también una buena inversión por el rescate que pagaba el enemigo.
Alimentación
De este sueldo salía la comida. El alimento básico de los soldados de los Tercios era el llamado «pan de munición», elaborado -al menos de forma oficial- a base de trigo y centeno. Según Parker, se estimaba que cada hombre necesitaba una libra y media de él por jornada para poder estar nutrido de forma razonable. Por ello, se solía entregar una hogaza de tres cada dos días. Por desgracia, no era extraño que los proveedores encargados de amasarlo decidieran ahorrar el máximo dinero posible e incluyeran en la mezcla elementos más que desagradables como deshechos de todo tipo, harina sin moler, trozos de yeso o, en el mejor de los casos, restos de galletas. «A veces, los panes que se entregaban producían enfermedades y hasta epidemias», desvela el hispanista.
Si el Tercio se asentaba en una ciudad durante un largo período de tiempo, la «camarada» (el grupo de entre ocho y diez combatientes que debía compartir habitación) se ocupaba de procurarse sus propios caprichos. La cuadrilla en cuestión solía delegar la responsabilidad de cocinar en una de las mujeres que les acompañaba o en un paje. «Para comer mojaban pan en la olla común o sacaban las presas de carne con la daga», añaden los autores españoles. La situación cambiaba en el caso de que los víveres tuvieran que prepararse en mitad de una marcha o en pleno asedio. En ese caso los alimentos se entregaban a cada hombre, lo que provocaba (por descontado) severos dolores de cabeza para los encargados de la tarea, los vivanderos y furrieles.
El precio de los alimentos fue otra de las tareas que más problemas supuso dentro de los Tercios. Durante la última década del siglo XVI el gobierno se encargó de suministrar las vituallas a los soldados a cambio de deducirles del sueldo 15 florines al año. El precio era independiente al coste real. A partir de 1601 esta tarea quedó en manos de un único oficial, el «proveedor de víveres», que debía devanarse los sesos y regatear con los comerciantes para ahorrar lo más posible al Estado. Como los costes subían y subían, al final no quedó más remedio que cobrar a los militares 30 florines anuales a cambio de los suministros. «Sin embargo, valía la pena; los soldados quedaron a salvo de las terribles fluctuaciones y escasez del mercado laboral, y el gobierno se sintió más seguro de sus hombres, libres del aguijón del hambre», explica Parker.
Ropa
¿Cómo iba a la guerra un soldado de los Tercios españoles? La realidad es que, al menos en principio, como le venía en gana. Hasta las dos últimas décadas del siglo XVI, los soldados que acababan de inscribirse en la unidad (los «picas secas») solían lucir harapos y apenas unos pocos portaban zapatos o botas. Harta de que sus nuevos hombres vistieran ropas raídas, con el paso de los años la monarquía empezó a entregar a cuenta ropas elaboradas con lana a los nuevos reclutas. Aunque la finalidad no era que todos fuesen iguales a la batalla. Para nada. El objetivo era no dar mala imagen. El tono solía ser pardo debido a que era el que resultaba de tratar la lana de las ovejas peninsulares. Esta se acompañaba con un paño rojo, el color que representaba al rey católico.
La cosa cambiaba cuando los soldados empezaban a amasar una pequeña fortuna y a ascender en el escalafón. Entonces lo habitual era que quisieran vestir ricos ropajes y adornos tales como plumas. Cualquier cosa valía para hacerse notar. El uniforme no se estableció hasta finales del siglo XVII. Y no por dejadez, sino porque se consideraba que los soldados pelearían con mucha más gallardía si se les permitía ponerse lo que deseasen.
Parker hace referencia en su obra al caso de los Tercios afincados en Flandes. Como a sus soldados se les debía una buena cantidad de dinero, se les ofreció ropa en especie. «Después de 1594, algunos asientos se hicieron solo con el fin de proporcionar equipo de ropa al Ejército. Al asentirsta se le mostraba un equipo de ropa, y tenía que entregar mil o más equipos del mismo modelo o medidas –gabán, calzones, chaqueta, camisa, ropa interior y medias», explica. En sus palabras, había solo dos tallas (grande y pequeña) y no importaba el color de las prendas, únicamente que llegasen en el plazo previsto.
Alojamiento
El lugar donde pernoctaban los soldados variaba mucho según su misión. Cuando el ejército llegaba a una nueva ciudad, el método más tradicional es que los Tercios solicitasen las «boletas de alojamiento», unas octavillas que asignaban a cada combatiente una vivienda para residir y ser atendido por una familia. Según los autores españoles, en principio los militares solo podían exigir al dueño de la casa, por un lado, agua, sal y y aceite (para limpiar las armas) y, por otro, vinagre para desinfectarse y endurecer los pies llenos de llagas. En una buena parte de las regiones del Imperio español se aceptaba con cierto cariño a aquellos hombres. A nivel legal, las autoridades del monarca velaban porque no se cometieran abusos durante el tiempo que pasaban los contingentes en las urbes.
Sin embargo, Parker señala que, en Flandes, esta obligación terminó conmutándose por dinero a partir de 1598 debido, en parte, a las continuas quejas de la población. Tampoco era extraño que las ciudades más acaudaladas construyeran toscas y pequeñas viviendas para los soldados elaboradas con madera vieja con el objetivo de evitar que los soldados residieran junto a los ciudadanos. Estas edificaciones se conocían como «barracas» y solían albergar a dos soldados (con sus esposas) o a cuatro hombres. A pesar de ser paupérrimas, hicieron un buen servicio a los Tercios.
En el caso de que la estancia en la ciudad se tuviera que extender por un período de tiempo mucho más largo, los Tercios agrupaban a sus soldados en las llamadas «camaradas». «Significaba que ocho o diez soldados compartían la misma cámara, habitación o vivienda alquilada, contribuyendo por igual a los gastos comunes», determinan Toca y Catalá. Este sistema potenciaba de una manera increíble la cohesión interna ya que, como bien señaló un diplomático de la época, los combatientes que se juntaban se daban «entre ellos la fe de sustentarse en la necesidad y en la enfermedad como hermanos». Tanto ayudaba a convertir la unidad en una pequeña familia que, en 1632, una ordenanza dispuso su restablecimiento para que no cayeran en desuso.
La vida en el campamento
Con todo, la vida en el campamento era la más habitual. Estos se creaban durante los asedios a base de grandes tiendas de lona en las que podían residir hasta cuatro combatientes. Cada una se formaba con los paños que los soldados llevaban consigo. «De ahí la palabra compañero, que viene de cum pannis (el que también lleva paño de tienda; no del cum panis, con pan, como suele decirse)», añaden los autores españoles.
Los hombres de los Tercios pernoctaban en ellas vestidos con su ropa habitual, la que usaban durante toda la jornada. Tenían, eso sí, la delicadeza de quitarse las botas. A su lado, guardaban una suerte de atillo en la que atesoraban sus prendas más ricas (y que les hacía, en la mayoría de ocasiones, las veces de almohada). Aquellas que solo se ponían en ocasiones especiales. El olor del día a día se juntaba entonces con el provocado por la falta de higiene. Las armas las dejaban fuera, en un astillero o soporte que las mantenía en orden.
En ese mar de tiendas de lona, los soldados hacían sus necesidades en unas letrinas instaladas a petición de los oficiales. Allí era donde se aliviaban. Al menos, en la mayoría de los casos… «Sin embargo cuando la pereza invitaba a desahogarse en lugares menos alejados, el soldado se acuclillaba envuelto en su capa que lo ocultaba a miradas indiscretas. Para facilitar las cosas, no era infrecuente que los gregüescos (los calzones abombados de la moda masculina del XVI ) o los más largos calzones del XVII , que se anudaban bajo la rodilla, tuvieran abierta la costura inferior, como la ropa», desvelan Laínez y Catalá.
A pesar de la falta de higiene, lo cierto es que los ejércitos hispanos contaban con una admirable atención médica que, según Parker, evitaba que las epidemias se expandiesen por doquier y trataba de paliar desde las heridas, hasta los dolores típicos provocados por la contienda.
En palabras del hispanista, los soldados «españoles e italianos» recibían atención médica gratuita en un hospital militar permanente. Aunque, «a cambio, el gobierno deducía del sueldo un real al mes». «El principal hospital militar de los Países Bajos españoles estuvo, después de 1585, en Malinas; en 1637 tenía 330 camas, que bastaban para los soldados extranjeros la mayor parte del tiempo», desvela el autor en su obra.
La disciplina la aplicaban los capitanes, que tenían el privilegio (y la responsabilidad) de azotar o multar a sus hombres cuando estos incurrían en algún desliz. Con todo, los hombres también contaban con el apoyo de los capellanes de campaña, hombres encargados de darles consuelo espiritual antes de la batalla y, llegado el momento, también durante la contienda (de forma habitual, la extrema unción).