Lo que la película ‘Napoleón’ no te cuenta: el cura guerrillero que fue la pesadilla española del ejército francés
Jerónimo Merino Cob pasó de oficiar misa en su pueblo a asaltar las caravanas y acabar con los soldados galos que asediaban la península durante la Guerra de la Independencia
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Parece que a Hollywood, fábrica de mitos, le toca ahora elevar a los altares la figura de Napoleón Bonaparte. El flamante largometraje de Joaquin Phoenix promete mostrar los momentos álgidos del Sire, y así queda claro en su nuevo tráiler. La mítica contienda frente a las pirámides de Egipto, la batalla de los tres emperadores en Austerlitz… Todas estas victorias clave para Francia aparecen esbozadas en el minuto y medio del avance. Pero que no le engañen, querido lector y amante del cine, porque el pequeño corso también atesoró un sinfín de derrotas. Y una de ellas tiene nombres y apellidos muy castizos: la guerrilla española.
Mil veces se ha narrado su importancia en la expulsión de la ‘Armée’ de la península, y no es mentira. El mismo Napoleón admitió durante su exilio en la isla de Santa Elena que la campaña española, y por tanto la guerrilla, destrozó su reputación como gran estratega en la vieja Europa. Un análisis sin fisuras. Carl von Clausewitz, gran estudioso de la guerra, suscribió también que «los españoles, con su empeñada lucha, demostraron que, a pesar de su debilidad y con simples armamentos nacionales y con medios propios de insurrección, obtuvieron grandes resultados». Y otro tanto arguyó el general galo Roguet, uno de los muchos que entraron en el país a través de los Pirineros: «Fue un cáncer que alteró nuestra organización».
Guerrilleros hubo a cientos; y todos ellos, con su particular hueco en el panteón de los héroes rojigualdos. Desde el popular Juan Martín Díez, más conocido como el Empecinado, hasta otros más locales como Francisquete. Sumen y sigan. Sin embargo, las páginas de nuestra historia han dado de lado a un combatiente tan pintoresco como temido por las tropas galas: Jerónimo Merino Cob. Su nombre de guerra, Cura Merino, resonó en los alrededores de Burgos suscrito por los seis millares de hombres a sus órdenes en 1813. Y eso, para un sacerdote que había dedicado a Dios y a las misas su juventud, es mucho.
Un cura contra Napoleón
Uno de los primeros en estudiar la figura de este personaje fue el historiador y periodista del siglo XIX Enrique Rodríguez-Solís. En su ensayo ‘Los guerrilleros de 1808: Historia popular de la Guerra de la Independencia’ confirma que Merino fue alumbrado el 30 de septiembre de 1769 «en la pequeña villa de Villoviado, enclavada en la provincia de Burgos y dependiente de la abadía de Lerma». Hijo segundo de unos labradores –Nicolás y María– con alguna tierra que otra, trabajó desde las siete primaveras al cuidado del rebaño familiar. Tan solo tuvo un escarceo con el estudio de las letras, pero abandonó la idea tras la muerte de su hermano mayor: sus padres le necesitaban.
Su vida dio un giro cuando apenas superaba las dos décadas de vida. Allá por 1790, el sacerdote de Villoviado expiró y sus padres, ávidos de darle un buen trabajo, le insistieron en que abrazara el alzacuellos. Fue un dicho y hecho, según explica Ángel David Martín Rubio en su biografía sobre este personaje elaborada para la Real Academia de la Historia. Y así pasó 18 años el bueno del Cura Merino, entre sotanas y misas, hasta que el ejército francés traicionó a España y, con la mirada a un lado del valido poco válido Manuel Godoy, cruzó los Pirineos y comenzó la Guerra de la Independencia.
Entre la sorpresa y la indignación andaba el pueblo español cuando al pequeño Villoviado arribó una compañía de cazadores del Segundo Cuerpo de Observación de la Gironda. Eran soldados franceses destinados a hacerse con los alrededores de la capital, y llegaban henchidos de orgullo y soberbia. «Pidieron bagajes para continuar su marcha hacia Lerma y, no habiendo hallado los suficientes, embargaron, según su bárbara costumbre, a varias personas del pueblo para que hicieran el servicio de acémilas», explica el autor decimonónico en su ensayo. Uno de los elegidos fue Merino, al que obligaron a cargar con el bombo y los platillos del músico de la unidad. No le permitieron ni quitarse los ropajes destinados a la celebración de la misa.
El Cura Merino clamó venganza: «¡Os juro por esta que me la habéis de pagar!». Y así fue. Poco después, se armó con una escopeta y se ‘tiró al monte’, eufemismo para suscribir que se hizo guerrillero, vaya. «Primero contaba con un criado, luego con un sobrino y, al fin, con una cuadrilla de mozos del pueblo y de los alrededores», añade, en este caso, Martín Rubio. El experto suscribe también que su caso no fue el único. Fueron cientos y cientos los clérigos que asieron las armas contra Bonaparte azuzados por la profanación de templos y los desmanes de la ‘Armée’ contra los sacerdotes.
La pesadilla de Napoleón
Y de ahí, a la guerra contra el gabacho. La primera vez que se le vio con intenciones aviesas fue el 10 de agosto de 1808. Merino lideraba por entonces una partida de seis guerrilleros que, sin alejarse del terreno, atacó a combatientes aislados de los cuerpos principales. Aunque, según la hoja de servicios que él mismo escribió, no fue hasta cinco meses después cuando hizo sonar las trompetas de la guerra: «El 6 de enero de 1809 abandonó su casa y, acaudillando unos cuantos españoles, se presentó en público enemigo decidido de los franceses». En todo caso, le fue muy bien y no tardó en reunir a una veintena de paisanos bajo sus órdenes.
En mayo de 1809, el Cura Merino ya era toda una eminencia entre la población. Tanto, que la Junta Suprema Central le nombró comandante bajo el título de la Cruz Roja. «El nombre y el emblema respondían a la motivación religiosa patente en toda la Guerra de la Independencia», explica el artículo de la Real Academia de la Historia. Allá por septiembre fue ascendido a capitán de Infantería por sus logros, muchos de los cuales detalló el novelista e historiador de principios del siglo XIX José Muñoz Maldonado en su colosal ensayo ‘Historia política y militar de la Guerra de la Independencia’:
«Inflamado de amor patrio, apareció a la cabeza de una partida compuesta la mayor parte de feligreses suyos, y despuçes de interceptar correos de suma importancia, se apoderó en el camino real de Burgos a Lerma de dos carros de pólvora, escoltados por 40 franceses, que pasó a cuchillo, apoderándose en seguida de la villa de Lerma. Él mismo, con solo 40 hombres, reconquistó en principios de Julio una carretería de trigo, que habían robado los enemigos en el Quintanar de la Sierra; y a principios de Agosto se apoderó junto a Quintana de la Puente de 128 carros de pertrechos de guerra, pasan do por las armas a 60 soldados enemigos con su Comandante, que los conducían».
También está documentado que el Cura Merino ayudó a proteger las riquezas que se escondían en el corazón del Monasterio de Silos. La profesora Marta Negro Cobo, directora también del Museo de Burgos, declaró en 2015 que el templo contaba con una cantidad indeterminada de piezas de orfebrería, libros y objetos litúrgicos de gran valor. Con la llegada de los franceses, el abad pactó con el guerrillero el ‘robo’ de todo este material. Así, la partida de nuestro protagonista cargó la mayor parte en tres carromatos y se los llevó para evitar su captura. En la actualidad, y siempre en palabras de la experta, se desconoce la magnitud exacta del tesoro.
División guerrillera
La del Cura Merino dejó entonces de ser una partida al uso para convertirse en una guerrilla regularizada. Aquel salto le valió al religioso el ascenso a teniente coronel, el aumento en el radio de acción de sus ‘razzias‘ y el engrosamiento de sus acólitos hasta los 400 jamelgos y los 500 infantes. Casi nada… Hartos ya, ese año los galos quisieron ponerle coto, y lo hicieron de la única forma que sabían. «Hicieron algunos prisioneros a Merino con engaño, los fusilaron y mandaron colgar en Burgos. Esto hizo aún mayores las habituales represalias: el jefe guerrillero hizo treinta prisioneros en Quintanapallá, los mandó fusilar y envió a Burgos los cadáveres», sentencia Martín Rubio.
Su currículum aumentó todavía más –en efecto, era posible– el año venidero. En 1811, el general jefe del 7º Ejército, Gabriel Mendizábal, visitó a la partida de Merino. Por entonces, el grupo sumaba unos 2.500 efectivos; números ya gruesos para una guerrilla. A pesar de ello, el militar quedó tan sorprendido por la instrucción de los acólitos del Cura que ordenó aumentar sus huestes hasta los 6.000 combatientes. Poco después, nuestro protagonista pasó a ser conocido como ‘Coronel y comandante de la División del Duero’. Y entre nombramiento y nombramiento, no detenía los golpes de mano y los enfrentamientos indirectos contra los hombres de Napoleón.
Narra el experto de la Real Academia de la Historia que Merino terminó la guerra con dos cargos: brigadier por un lado, y gobernador y comandante militar de Burgos por otro. El último, concedido por el mismo general Castaños. Pero le duró poco el mando. Tras el advenimiento de Fernando VII a España con el final de la Guerra de la Independencia, fue propuesto como canónigo de la Catedral de Valencia. Fue un regreso parcial a la vida religiosa; uno que duró poco, pues en los años treinta combatió a favor del carlismo. Aunque, como se suele decir, eso es ya otra historia. De momento, que aprenda Joaquin Phoenix.